Mi último artículo en EL SOL nos
ha proporcionado dos encuentros con distinguidos catalanes.
Ramón Menéndez Pidal - El Sol, 6 de septiembre
de 1931
Uno de ellos amistoso y muy
satisfactorio: la visita de D. Joaquín Xiráu y de D. Manuel Ainaud, con quienes
no sólo es fácil entenderse, sino muy grato y útil, dada su altura de miras, su
deseo de equidad y acierto en lo presente y en lo por venir.
El otro, verdadero encuentro
bélico, con el Sr. Rovira y Virgili, quien en La Publicitat hace extremosos
ademanes bajo el título de las confusiones del Sr. Menéndez Pidal.
Todo su escrito rebosa el infantil
descomedimiento (que desde luego perdono y no retribuirá) de quien no le cabe
en la cabeza que las cosas catalanas puedan ser atendidas bien más que por los
catalanes.
Yo, como creo que para entenderlas
no todo consiste en ser catalán, me voy a permitir responder.
Estoy además obligado a ello (más
por una sola vez), en consideración a los merecimientos del Sr. Rovira y
Virgili.
Mis errores se dividen en tres
clases. «Dejemos a un lado -dice el articulista- las confusiones relativas a la
enseñanza de los niños en Barcelona, porque ya han sido rectificadas públicamente».
El Sr. Rovira y Virgili obra con poca prudencia al expresarse así. Y no digo
más porque quiero ser prudente.
Enseguida mi contradictor me
achaca confusiones en el terreno filológico, y me censura que clasifique al
catalán entre las lenguas que afirman con la partícula «sí» como el castellano,
pues los catalanes usaron también «oc».
Respondo: la geografía lingüística
hace sus agrupaciones por el uso habitual de un vocablo, sin atender al uso
arcaico o excepcional de otro vocablo concurrente.
Si en vez de hacer la geografía de
la partícula afirmativa hiciésemos la de la voz latina «canis», Castilla
figuraría con la palabra «perro», por más que nuestra antigua literatura no
emplee esa voz, sino «can».
Por esto, en cualquier atlas
lingüístico, Cataluña es país de afirmación «sí».
Además, compadece mi censor lo
poco afortunado que ando, al llamar al francés lengua de «oui», y me recuerda
caritativamente que los franceses también usan en algún caso el «sí».
¡Pero si yo no ando aquí
afortunado ni desafortunado! El culpable es Dante, quien al aceptar la
denominación tradicional del francés como lengua de «oui», poseía el recto
sentido de la geografía lingüística, no haciendo caso del «sí» francés que,
como victorioso trofeo enarbola mi impugnador, al par del «oc» catalán.
En un artículo periodístico no
puede uno entrar en distingos científicos; pero al hablar del «sí» catalán,
pensaba yo (sin tener opinión formada): este «sí» puede ser una afirmación
primitivamente catalana, cohibida en la lengua escrita por el «oc» provenzal,
como «perro» era voz cohibida en Castilla por el literario «can», o puede ser
una antiquísima penetración del español central, muy anterior a la unión
política con Castilla.
Por eso pasé a escribir
inmediatamente sobre el carácter apolítico de la penetración.
Tercer error: éste va expuesto con
alguna cautela.
Pregunta el articulista: «¿Es
seguramente cierto que la frontera lingüística catalanocastellana es una ancha
zona imprecisa?
Filólogos catalanes creen que esa
frontera es una simple línea tajante, etc». Sobre esto he escrito
científicamente, y no he de reproducir aquí mi estudio.
No le quepa duda al Sr. Rovira y
Virgili: la frontera es una ancha zona que suelda indisolublemente las
provincias de Lérida y de Huesca, y en la cual la filología descubre la íntima
coespiritualidad de los españoles del centro y los de la periferia al crear el
producto cultural del idioma.
Continúa el Sr. Rovira y Virgili:
Si en el terreno filológico de su
especialidad incurre Menéndez Pidal en confusiones, ¿qué será fuera de él?, y
copia este párrafo mío: «Que no se escamotee más el carácter apolítico de la
penetración del idioma central en las regiones: los poetas catalanes empezaron
a escribir en español bastante antes de la unión política con Castilla, por la
cual suspiraban ya cuando ofrecían a Enrique IV el trono de Aragón».
Mi duro contradictor rasga aquí
sus vestiduras y exclama: «¡Qué amontonamiento de inexactitud y
confusiones!»...
Cuarto error: «antes de la unión
con Castilla -dice el Sr. Rovira y Virgili- sólo hay casos excepcionales de
poetas catalanes que escriban en castellano». Esto es divagar fuera del
terreno, pues yo no afirmo que los castellanizantes fuesen mayoría.
Quinta objeción: «lo que no hay
que escamotear, añade mi censor, es que ya, antes de la unión, actuó sobre
Cataluña la influencia política -y tan política- de la dinastía castellana,
iniciada en 1412».
Yo, ¿qué he de querer escamotear
el hecho alegado?
Lejos de eso quiero añadir que
también antes del 1412 hubo influencias políticas a montones y culturales
también. En lo que no estoy conforme es en la manera de razonar. El poetizar
los catalanes en español, sin ninguna presión gubernativa, en actos oficiales,
y sólo atraídos por el prestigio del idioma, es un hecho de carácter cultural,
ocurra eso antes o después de una influencia política o de la unión con
Castilla. Por lo cual, repito: no se trate de tergiversar más el carácter
apolítico de tal fenómeno.
Sexta confusión: El ofrecimiento
del trono a Enrique IV, dice el Sr. Rovira Virgili, no fue debido a suspirar
los catalanes por la unión con Castilla, sino a que Enrique era gran enemigo
del Rey Juan.
Yo realmente no estaba obligado a
probar a mi pertinaz contradictor que los catalanes diesen suspiros, sino sólo
a afirmar que apetecían con la mayor insistencia el entregarse a Castilla.
Pero da la casualidad que daban
suspiros, Sr. Rovira y Virgili; pues Diego Enríquez del Castillo, que escuchó
los discursos de los embajadores catalanes en Atienza, en Segovia y en Almazán,
nos atestigua, que iban mezclados con lágrimas y humildes lamentos, para mover
el ánimo del rey castellano.
Séptima objeción: Dice: «No
ofrecían los catalanes a Enrique el trono de Aragón, pues los del Principado de
Cataluña se había separado del resto del reino y obraban sólo por cuenta
propia».
Tampoco acierta esta vez mi docto
impugnador. Zurita, aunque quiere afear y achicar todo lo posible la rebelión
del Principado catalán, dice que el objetivo de los rebeldes era «deponer y
privar el Rey Juan, que tiranizaba», y anular la elección de Caspe, no por odio
a aquella grandiosa sentencia jurídica, sino para perfeccionarla, buscando en Enrique
IV un mejor heredero de la extinguida dinastía catalana; y Enríquez del
Castillo repita tres y más veces que los embajadores entregaban al castellano
el Principado de Cataluña, a condición indispensable de que se titulase «Rey de
Aragón», pues a la casa de Castilla, «según derecho divino y humano, pertenecía
el reino de Aragón y señorío de Cataluña». Preciosa afirmación del aplauso
catalán al compromiso de Caspe.
Octavo error: «Un defecto de
redacción hace decir a Menéndez Pidal que los que ofrecieron el trono a Enrique
IV fueron los poetas catalanes». Reconozco que en efecto hay errata de un
interlineado mal hecho. Al fin, el Sr. Rovira y Virgili ha encontrado una
verdadera inexactitud.
No entretendría yo al lector con
estos dimes y diretes si los vivos ataques del Sr. Rovira y Virgili no fueran
enseñanza y meditación. Tocan al nervio de nuestra nueva estructura nacional.
¿Qué he podido decir yo en mi
anterior artículo molesto a un catalán para que así arremeta contra mí?
Pues simplemente decía que Cataluña no vivió
un momento sola, sino siempre unida a las regiones centrales, a Aragón, a
Castilla, no sólo política, sino culturalmente.
Esto es lo que molesta; con una
pertinencia tan ciega como hemos visto, se trata de negar todo lazo espiritual;
ésta es, en su fachosa desnudez, la verdad de las cosas. Y ahora, ¿no ven
ustedes que estoy cargado de razón cuando digo que el desamor perdura y que si
su signo prevalece no es posible estructurar una España sino peor que la
pasada, en que ese desamor se engendró?
Si esa psicología rencorosa fuese
general, si el ensimismado exclusivismo del genial Prat de la Riba fuera a
seguir de moda mucho tiempo, no habría sido inclinarse y decir tristemente
adiós cuanto antes a esos hermanos que reniegan la fraternidad. Pero todos
tenemos experiencias en contra y podemos afirmar que esos sentimientos, aunque
dominantes entre los luchadores del régimen antiguo, no son generales, ni
parecen ser los de las generaciones nuevas.
Pero si por transigir de momento
con el viejo desamor, por una componenda para salir del paso, tomasen las hojas
de la nueva Constitución cualquier pliegue funesto, ¡qué grave deformidad
vendría en el cuerpo de España! La que siempre fue una nación, se convertiría
en una simple Estado; compartimentos estancos, nacioncillas aisladas,
cultivadoras del hecho diferencial, empeñadas en negar obcecadamente, como
vemos, los lazo ideales, para quedarse sólo con los lazos materiales que
convengan. Peor que un Imperio austrohúngaro.
No nos hagamos ilusiones. Si bajo esta
psicología del resentimiento el Estado Español no tiene respecto de la región
una prenda de unión espiritual en la enseñanza, la generación del desamor
acabará por raer, con pertinaz trabajo de zapa, todo sentimiento de unidad
espiritual; la fuerza moral de la nación, la única fuerza de los pueblos, será
arruinada y la disgregación del nuevo Imperio austrohúngaro será rápida.
Pero, dentro del terreno de la
cultura, no toda la culpa es de los que en la periferia roen, como carcoma, la
unidad espiritual, sino de los que en el centro debieran cuidar de afirmarla.
¡Qué pobre es la literatura en este campo! Nos hacía falta, por ejemplo, un
penetrante estudio sobre el concepto nacional de España, partiendo de San
Isidoro o, para pedir poco y lo más importante, limitándose a la época en que,
con la invasión árabe, la Península dejó de ser un Estado, hasta que volvió a
serlo en el siglo XV, bajo el imperio de grandiosas ideas nacionales.
En esa Edad Media bastaría
estudiar el maravilloso siglo XIII sus literatos, sobre todo sus cronistas que,
desarrollando viejísimas ideas, expresan a España como unidad operante,
realizadora de una misión histórica, común a todos sus reinos.
En una región propugna esta idea
el obispo de Tuy; en otra, aquel gran navarro, el arzobispo Jiménez de Rada, el
hombre que más inspiradamente sintió a España y más doctamente enseñó a
comprenderla como un conjunto nacional; después, Alfonso el Sabio, que, al
planear la Crónica General fundiendo en su relato las hazañas de León y
Castilla con las de Navarra y de Aragón, dice que escribe «del fecho de
España», el «fecho» en singular, el hecho unitario de una nación que, por su
mal, se fraccionó en Estados varios: «et del daño que vino a ella por partir
los regnes».
En ese mismo siglo XIII, la
crónica de D. Jaime el Conquistador. Abrimos el libro. El rey aragonés decide
ir en ayuda del rey castellano contra una inquietante rebelión de los moros de
Murcia; pero los nobles catalanes y aragoneses le niegan su concurso con
desabridas respuestas, continuamente reiteradas; tenían rencor de agravios
pasados y no pensaban más que en afirmar sus privativos fueros, su Estatuto.
Pero al fin los catalanes renuncian a su fuero y se avienen a conceder la ayuda
pedida para que D. Jaime, «pueda servir a Dios y auxiliar al Rey de Castilla».
No en vano habían nacido en la región que D. Jaime tenía por «la plus honrada
terra d’Espanya». Y las razones supremas que el Rey proponía (después de
agotadas las de carácter práctico, ineficaces) para que los irreductibles dejasen
a un lado el Estatuto en que obstinadamente se parapetaban eran tres razones de
orden ideal primera, por servir a Dios; segunda por salvar a España; tercera,
porque él y ellos ganasen el prez y el honor de salvarlas: «que Nos e vos haiam
tan bon preu e tan gran honor que per Nos e vos sia salvada Espanya». Es decir,
los propone el lema «Dios, España y Prez».
Al recordar esta nítida precisión
con que el Rey Conquistador percibe, en lo material y en lo ideal, todos los
motivos de solidaridad hacia una patria más ancha que su particular patria, y
que su reino propio, al ver cómo inculca esos motivos a sus vasallos, no
sabemos abandonar las elevadas naves del alcázar historial para salir a la
calle. ¡Despierta, Rey Don Jaime; habla otra vez de España a los que no piensan
sino en su propio Estatuto! ¡Yergue otra vez tu frente cubierta con ese yelmo
de grandes alas avezadas a los vuelos aguileños!
A los muchos catalanes que, como
D. Jaime, sienten su nación catalana intimada en la española, a las generaciones
nuevas que pueden leer sin torvo desamor las épicas crónicas de su tierra, me
dirijo con fervorosa esperanza. ¡Salud!.