5. EL CUERPO DIPLOMÁTICO Y EL GOBIERNO
ROJO
La nueva misión En julio de 1936 el
Cuerpo Diplomático estaba representado en España, casi en su totalidad, pero ninguno
de los embajadores de los grandes estados europeos o americanos se encontraba
en Madrid.
Estaban veraneando en el extranjero o en
San Sebastián. Su seguridad también hubiera peligrado, pero mucho menos que la
de los señores de segundo o tercer rango que los tuvieron que representar; aunque
éstos, a pesar de toda su habilidad y su mejor voluntad, carecían frente al
Gobierno Rojo, de la capacidad de presión que hubieran podido ejercer los
verdaderos titulares de las representaciones de sus Estados. Muchos
acontecimientos hubieran ocurrido de distinta manera, en los primeros meses, si
por lo menos Europa hubiera estado representada por primeras figuras.
Así las cosas, el "equipo de
emergencia" tuvo que ver cómo se las arreglaba para sacar el mejor partido
posible de la situación. Y fue mucho el bien que hicieron, a base de espíritu
de sacrificio, perseverancia y amor a la humanidad. Unos pasajes de un
artículo, relativo a la actividad desarrollada por el Cuerpo Diplomático, que
debemos a la pluma del insigne diplomático Edgardo Pérez Quesada, a la sazón Encargado
de Negocios de la República Argentina, deberían despertar el interés respecto a
la acción ejercida por el Cuerpo Diplomático en aquellas circunstancias, por lo
que a continuación lo transcribimos:
"El Cuerpo Diplomático se vio
abrumado, a consecuencia de la trágica situación de España, con deberes que
excedían, en gran medida, de los que, en tiempos normales pueden corresponder a
las representaciones extranjeras, y ello con tan imperiosa urgencia, que no
atenderlos hubiera significado traición. Puedo asegurar que todos los
diplomáticos dieron en este sentido el máximo rendimiento que podían dar. Se
produjo una auténtica competición. Y todo los deberes que con arreglo a nuestra
estimación eran ineludibles, se cumplieron. Tal es nuestra mayor satisfacción.
Las dificultades anejas a todo ello eran
importantes. Teníamos que desenvolvernos en una atmósfera cargada de
apasionamientos y tendencias desfavorables provocadas por la guerra civil más
terrible y sangrienta que registraba la Historia. El más mínimo paso en falso,
la simple apariencia de una actitud partidista, podía interpretarse como una
inclinación por algo que desentonara con la absoluta neutralidad de nuestra
actuación. Y ésta, sin embargo tenía que ir encaminada, obligada por las
circunstancias, a proteger la vida y los intereses morales de aquellos que
sufrían persecución, aunque no fuera por parte de los organismos oficiales,
pero sí de aquellos que por su relación y su colaboración con dichos
organismos, constituían una de las fuerzas en lucha.
Una vacilación, un paso atrás asustadizo
o el temor de ir demasiado lejos, hubiese podido tener como consecuencia en
muchos casos, la pérdida de una vida. Por otra parte, una intervención excesiva
o un paso demasiado audaz hacia adelante, podría provocar la desconfianza de
las autoridades que, en el ejercicio de su cargo, vigilaban cada movimiento del
Cuerpo Diplomático.
Todo ello exigía un tacto muy especial
que, si ya en tiempos normales era absolutamente inevitable para ejercer la
diplomacia, era ahora tanto más indispensable cuanto que los problemas que
había que resolver no eran objeto de contratos administrativos ni de visitas
protocolarias.
Se trataba, nada menos, que de evitar
ejecuciones clandestinas, de obtener la libertad de aquellas gentes contra las
que no existía acusación formal alguna, de ejercitar el derecho de asilo, en
una medida tan amplia, como hasta entonces no hubiera podido soñar el defensor
más convencido de esta humanitaria ayuda mutua entre pueblos civilizados y, con
todo ello, arrancar a las víctimas de las garras de la crueldad. Juntamente con
esta actividad, visitar a los heridos, ayudar a los necesitados, cooperar a la
salida del país de víctimas inocentes de la guerra, y facilitar alimentos y ropa
a una población que tras todos los sustos padecidos a causa de esta lucha,
además había de enfrentarse con un invierno de hambre y con el riesgo de morir
de frío.
A la Diplomacia se la ha hostilizado, se
la ha combatido como a algo superfluo y artificial. Sólo se ha querido ver en
ella lo externo, es decir la parte festiva y protocolaria de sus funciones. La
guerra civil española, que tanto ha destruido y que en gran medida ha desvelado
la imperfección humana, destacó, sin embargo, también ante el mundo algo
positivo, -¡que la Diplomacia sirve para algo más que para lucir bonitos
uniformes y participar en fiestas de gala! La Diplomacia en España demostró plenamente
su validez. Me siento orgulloso de pertenecer a ese grupo de hombres que
ejercieron su actividad en Madrid en aquellos trágicos días".
El Frente Diplomático
Ante la presión de una situación tan
peligrosa, el Cuerpo Diplomático con representación en Madrid se unió más
estrechamente de lo que es habitual. En su decanato, la Embajada de Chile
celebraba con cierta frecuencia sesiones en las que se trataba de los intereses
comunes, que lo eran casi todos.
Se puede decir que en dichas reuniones
reinaba un tono natural de camaradería y de mutua buena voluntad con la mejor
disposición para colaborar en ayuda de los perseguidos y que podría servir de modelo
como una acción humanitaria ejemplar.
No había intrigas; a las cosas se las
llamaba por su nombre y los consejos se daban con arreglo al leal saber y
entender de cada cual. Al Gobierno le resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad
interna del Cuerpo Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la
que asistió Álvarez del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores), y que en su escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no disimuló
su disgusto con respecto a la actitud de la colectividad diplomática. Si bien
no es éste el lugar adecuado para comentar tales relaciones, mencionaremos
solamente algunos casos especiales.
Pasadas las primeras semanas, -en que
las reuniones diplomáticas se dedicaban, sobre todo, a tratar del traslado de
los súbditos de estados extranjeros con residencia en España, traslado que en
medio de la inseguridad reinante presentaba toda clase de dificultades en
cuanto a los bienes y a la vida misma de nuestros protegidos- tuvo que empezar
el Cuerpo Diplomático a preocuparse de su propia seguridad. Por parte de las
milicias, acostumbradas a no tomar en consideración más autoridad que la de sus
propias pistolas, hicieron toda clase de intentos de irrumpir en los locales de
la representaciones diplomáticas y practicar allí, también, sus lucrativos
registros como, por lo demás, hacían
libremente en todas partes. Verdad, es que se hicieron incluso reclamaciones
formales al Gobierno, pero éstas carecían de valor práctico, porque el Gobierno
del señor Giral había hecho dejación total de su autoridad y tenía menos que
decir, si es que todavía se atrevía a decir algo, que el último de los
proletarios armados. Durante el mes de agosto de 1936, las cosas fueron de mal
en peor, hasta caer en el caos, cada vez más insalvable. El tema de nuestras
reuniones lo constituían ahora, preferentemente, los asesinatos organizados y
los robos de gran estilo. Me sentí especialmente interesado en orientar al
respecto a mis colegas porque con motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid
circulaba mucho más que ellos y, por tanto, tenía oportunidad de enterarme de
más noticias por lo que oía y veía. Y, sobre todo, denunciaba a los
representantes de los grandes Estados europeos, los lugares y las horas en que
podían ver, yacentes en filas, a las víctimas de los asesinados, con lo que
provoqué mediante la impresión directa y personal así adquirida, que dirigieran
a sus gobiernos enérgicos informes lo cual influyó muy desfavorablemente en el
juicio que les merecía el Gobierno rojo.
En los primeros días de septiembre,
desprestigiado el gobierno, tomó las riendas del poder una combinación de
socialistas, comunistas y anarquistas bajo la presidencia de Largo Caballero.
Como esta gente era el exponente y los representantes de los partidos de donde
se reclutaban los milicianos, además de otras bandas de furtivos y asesinos,
podía suponerse que conseguirían hacer posible encauzar toda esa arbitrariedad
y restaurar un orden estatal. El nuevo Ministro de Estado (Exteriores) visitó,
al día siguiente de tomar posesión, al Decano, Embajador de Chile, y le prometió
solemnemente que el Gobierno acabaría inmediatamente con los asesinatos, los
robos en las casas y en la calle, así como con las detenciones arbitrarias, si
se le concedía al efecto, no más de dos o tres días de tiempo.
Pero en lugar de lo dicho, las cosas
fueron a peor de día en día. Una noche, en la segunda quincena de septiembre,
se produjo un trágico incidente a la puerta de la misma Legación de Noruega. En
este edificio se hallaba la vivienda y el garaje de un alto empleado extranjero
de la Compañía Telefónica, cuyo chófer prestaba servicio también en la Policía.
Al volver de regreso a su casa en el coche hacia las once de la noche, y en el
momento en que pretendía entrar, se detuvo un coche del que se bajaron tres
policías de uniforme. Cruzaron muy levemente unas palabras con él, sacaron sus pistolas
ya preparadas y lo mataron, disparándole
varios tiros, en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!
La excitación que cundió entre los
refugiados de las distintas plantas, que ya pertenecían a la Legación, era
comprensiblemente inaudita por cuanto sacaban de este acontecimiento
conclusiones respecto a su propia seguridad.
El caso de Ricardo de la Cierva
Quisiera, ahora, informar de los
acontecimientos concernientes al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva.
Al día siguiente del caso que acabo de
referir, se presentó en la Legación el Director de una importante sociedad
extranjera con el Encargado de Negocios del país correspondiente y me propuso
llevarse, en un avión, a Toulouse a los señores de la Cierva, padre e hijo. Yo
veía en ello graves inconvenientes debido a la gran popularidad del padre, uno
de los hombres más conocidos por sus muchos años de actividades de Gobierno,
como dirigente político conservador. Lo consideramos con los dos señores y
decidimos que el padre se quedara, pero que se marchara el hijo. La citada
Legación se ofreció a solucionarlo todo con la confianza de que no se
presentaría ningún inconveniente. Mi cometido era llevarlo a las diez de la
mañana a la Legación. Así se hizo, lo dejé allí y me ocupé de los papeles
necesarios para la salida de su madre con su hija que tenían que viajar por su
lado. Su mujer y sus hijos ya habían emprendido viaje unos días antes. La
salida del avión se efectuaría a mediodía. Pero como, por otra parte, había yo
prometido ir hacia la una a la mencionada Legación, para otro asunto, me
sorprendió mucho volverme a encontrar allí con Ricardo de la Cierva. Los dos
señores de la tarde anterior me informaron de que por una imprevista casualidad
se les había complicado la tramitación de los pasaportes necesarios para tomar
el avión en Barajas. Pero el avión aún les esperaba. Me insistieron entonces para que les
facilitara un pasaporte, cosa a la que me negué porque, como principio, yo no
expedía pasaporte falso alguno.
El joven estaba, naturalmente,
inconsolable ante la perspectiva fallida de reunirse con su familia y poder
escapar de los peligros que en Madrid le amenazaban y que, obsesivamente, tenía
ante sus ojos la escena asesina presenciada la noche anterior. Los dos señores
me insistían en que, como abogado de la Legación de Noruega, se le podía
considerar adscrito al personal de la misma y, en que tampoco era necesario un
verdadero pasaporte sino que bastaba con un "laissez-passer" (salvoconducto)
extendido en un papel corriente de la Legación; ya que de lo que se trataba era
sólo de proveer a los empleados del aeropuerto de un pretexto para dejarlo
subir a bordo. Una vez dentro del avión, podría romperse el papel. No había
peligro de que se descubriera, ya que en el aeropuerto todo era cuestión de
dinero. Preguntaron al joven cuánto dinero tenía; contestó que trescientas pesetas
y declararon que eso era suficiente. Todos estos argumentos, y especialmente la
compasión que me inspiraba el desesperado joven, me condujeron finalmente a
extender un simple salvoconducto en el que sólo constaba mi ruego dirigido a un
funcionario, en el sentido de que dejarán paso libre a Fulano de tal, súbdito
noruego. Como el avión aún estaba disponible y la madre y la hija tenían sus
papeles en regla, yo les pedí que las llevaran también, en lugar de tener que efectuar
el molesto viaje por mar, pasando por Alicante. Se convino en que las dos
señoras se trasladarían al aeropuerto con el correspondiente Encargado de
Negocios y la Cierva, en cambio, conmigo y que embarcarían como personas
desconocidas entre sí.
En el aeropuerto de Barajas el asunto
del control de la documentación se fue desarrollando, al principio, bien. Aquel
salvoconducto tan imperfecto, se aceptó como suficiente, debido quizá más que
otra cosa, a mi presencia y a mi intervención personal. Después hubo un primer
tiempo de espera, muy largo, porque el funcionario de aduanas estaba comiendo,
a una hora tan desacostumbrada y en el pueblo, a bastante distancia y hubo que
mandar a buscarlo. La Cierva no tenía, por cierto, más que un maletín, que iba
vacío, si se exceptúan un cuello y una corbata que le habían prestado. Pero
otros pasajeros tenían equipaje que había que revisar. Cuando al fin acabaron con
esto, se produjo la segunda espera,
porque el piloto no estaba allí, y lo que era peor, porque allá fuera en la pista,
cerca del avión, se encontraban todos aquellos tipos que por ahí deambulaban,
de sospechosas intenciones.
Finalmente apareció el piloto, se colocó
primero el equipaje y, entonces, subió Ricardo de la Cierva el primero. Cuando
estaba en el último escalón, llegó corriendo un "tío" que gritaba
"¡Pare, aún hay que hacer una aclaración"! La Cierva que había
quedado en no entender ni una palabra de español, movido espontáneamente a la
llamada cayó enseguida en la trampa, bajó del avión y se fue con aquel hombre a
un despacho en el que yo entré después, para ver lo que estaba pasando. Allí
nos explicó el Jefe del Aeropuerto que uno de los empleados decía que aquel
señor no era el que figuraba en la documentación sino un español, y que el
avión no podía salir mientras no quedara claro todo aquello; ya había llamado a
la Dirección General, de donde iban a mandar a alguien. Yo protesté contra
semejante suposición y exigía el reconocimiento del documento expedido por mí.
Pero aquel señor alegaba no estar
facultado para ello y tener que esperar la decisión de la Dirección General.
Entonces intenté recordar al colega Encargado de Negocios que aún estaba junto
al avión, que él nos aseguró que todo era cuestión de dinero. Pero ahora que el
asunto se ponía serio, se vino abajo y, finalmente, se fue de allí. Preocupado
como estaba yo, de que una nueva complicación pusiera también en peligro a la
madre y a la hija, que ya se hallaban en el avión, trataba de inducir al
Director Jefe a que dejara salir el avión dejando en tierra a la Cierva. Tras
una espera muy larga, ví desde el despacho al propio Director General, Muñoz,
hablando con un joven vestido con ropa azul de trabajo que parecía un ingeniero
o un abogado. Ese debía ser el denunciante. A la vista estaba, que el asunto le
debió parecerle a Muñoz lo suficientemente importante como para acudir personalmente
al lugar para resolverlo a su gusto. Poco después entraba en el despacho, me
saludó y preguntó "¿Quién es ese señor?". Contesté, dando el nombre
que figuraba en el documento.
"¿Nacionalidad?”, preguntó,
"Noruega", respondí. Estábamos de pie, frente a frente, mirándonos mutuamente
a los ojos; él no sabía cómo continuar, ya que yo mantenía cubierto mi
documento. La finalidad que yo perseguía era obligarle a reconocer la decisión
adoptada por el Decano del Cuerpo Diplomático, si es que no quería dar, sin
más, por válido mi citado documento. En este momento decisivo La Cierva dio un
paso adelante; su fuerte sentido del honor no le permitía admitir que yo pudiera,
por su causa, tener dificultades con el tristemente célebre Muñoz. Dijo: "Señor
Director, quiero hacer una confesión. He abusado de la buena fe del señor
Cónsul; Soy Ricardo de la Cierva.
Muñoz replicó "Veo que es Ud. un
hombre de honor y que pone las cosas en su sitio". Y, entonces, dirigiéndose
a mi: “Ve Ud., Señor Cónsul, que este hombre ha declarado, con toda libertad,
haberle engañado a Ud. Su salvoconducto carece, por tanto de validez".
Indicó a Ricardo que extendiera su declaración sobre un trozo de papel y, a
continuación lo detuvo. En cuanto a mí, me dijo: "Tendrá Ud. que admitir
que todo se ha hecho sin coacción alguna". Ya no me quedaba más recurso
que tragarme la rabia que ese rufián de Muñoz me había proporcionado,
humillándome con su presuntuosa legalidad, mientras se llevaba al propio la
Cierva en su coche.
Una vez en Madrid, de nuevo, busqué a
algunos colegas y les pedí que me acompañaran a visitar al Ministro de Estado
en funciones, Giner de los Ríos, que representaba a Álvarez del Vayo, durante
la estancia de éste en Ginebra. Cuatro diplomáticos de países europeos se
mostraron inmediatamente dispuestos a apoyarme en un intento de conseguir, por
mediación del Ministro, la libertad de la Cierva. Para empezar, tuvimos que
aguardar durante horas en el Ministerio, porque había Consejo,y se esperaba el
regreso del Ministro de un momento a otro. Finalmente hacia las diez, nos decidimos
a ir a su domicilio privado por suponer que se había marchado allí directamente
después del Consejo de Ministros. uando llegamos
nos enteramos de que acababa de salir en coche para el Ministerio.
Otra vez nos fuimos allá. Finalmente,
hacia las once, pudimos hablar con él. Le expliqué el asunto conforme a la
verdad y dejé, naturalmente, bien claro que no había habido engaño por parte de
La Cierva, sino que yo le había dado aquel documento, con plena conciencia de
lo que hacía, porque estaba convencido de que en Madrid su vida corría peligro.
El Ministro ya tenía conocimiento del caso, puesto que el Director General
había informado de ello inmediatamente al Consejo de Ministros. Reconocía que
los motivos de mi conducta estaban plenamente justificados y dijo que si de él
sólo dependiera, daría el incidente por resuelto y La Cierva nos sería
devuelto.
Pero, como el Consejo de Ministros ya se
había hecho cargo del asunto, él tendría que presentar mi solicitud, cosa que
haría inmediatamente a la mañana siguiente, al continuarse la sesión. Prometió hacer
de abogado de La Cierva y mío y recibirnos de nuevo por la tarde a las cinco
para comunicarme el resultado. En cuanto a mis colegas, que se había mostrado
tan amables conmigo, no pudieron irse a cenar hasta las doce de la noche.
Al día siguiente, por la tarde, me
reveló el Ministro que tras una larga discusión en la que él había defendido
mis puntos de vista, el Consejo de Ministros había decidido dar por resuelto el
incidente relativo al documento falso y no volver sobre ello, por cuanto
reconocía la nobleza de las razones que lo habían motivado, siendo así, además,
que yo era persona grata en grado sumo para varios de los Ministros. En cuanto
a devolver a La Cierva a la Legación, los Ministros opinaban, sin embargo, que
era algo impracticable, puesto que, al fin y al cabo, había cometido un delito
en materia de documento público (pasaporte) por el que tenía que ser juzgado.
El Ministro confiaba en que se volvería sobre el asunto, al hacerle yo ver los
peligros a los que estaba expuesto en tales circunstancias en las cárceles de
Madrid, un hombre con ese apellido. Me aseguró que estaba dispuesto a
intervenir en todo momento, en el Consejo de Ministros, en pro de su libertad.
En los días que siguieron, el Ministro
confirmó la mencionada decisión del Consejo, tanto al Encargado de Negocios
francés, que me había acompañado, como también al embajador de Méjico que en
aquel momento era Vicedecano del Cuerpo Diplomático.
Esto ocurría en los días veintiséis y
veintisiete, sábado y domingo respectivamente, de septiembre de 1936. El
veintinueve se celebraba la reunión diplomática, en la Embajada de Méjico, por ausencia
del Decano, Embajador de Chile. Esta Embajada se halla en una de las casas más
bellas de Madrid, construida por un arquitecto alemán y es propiedad alemana.
Antes de la reunión se sirvió agradablemente en el hermoso vestíbulo, una copa
de Jerez. Aproveché esa convivencia, libre de trabas, con los colegas para
poner en sus manos, a título preparatorio, copias de las observaciones hechas
por mí:
“Hago constar que hace tres o cuatro
días, las Milicias llevaron a distintos presos a los que el Gobierno había
comunicado la pena de muerte, entre ellos dos primos de José Antonio Primo de Rivera
(fundador de Falange Española en lugar de a la cárcel de Cartagena que era su
destino, a El Plantío (población situada a quince kilómetros de Madrid, camino
de la Sierra), y allí los habían matado. Tal hecho no es sino una repetición
más de otras acciones criminales precedentes.
Hago constar que cada mañana, pueden
verse en la calle de Cea Bermúdez, muy cerca de varias representaciones
diplomáticas, numerosos cadáveres de hombres y mujeres, así también como en la carretera
que va de la Dehesa de la Villa a la Puerta de Hierro.
Pero estos no son los únicos lugares
frecuentados por los asesinos políticos o comunes, ya que el número total de
cadáveres hallados, sin salirse del casco urbano de Madrid, alcanza,
diariamente, la cifra de sesenta, lo cual nos permite suponer que el número de
cadáveres que puedan encontrarse en las carreteras conducentes a los pueblos
vecinos, exceda ampliamente de la misma. En estos últimos días las víctimas se
cuentan ya por centenares.
Hago constar que estas últimas noches se
sacaron presos de las cárceles de San Antón, a los que se asesinó en diferentes
lugares; en un solo caso, producido recientemente, fueron asesinadas cincuenta
personas en una sola noche.
Hago constar, que en "Fomento
9", funciona un tribunal completamente ilegal que "pone en libertad",
en las primeras horas de la madrugada, a todos los que no han sido condenados,
para que el populacho que espera en las puertas los despedace sin piedad.
Hago constar que en muchos ateneos y
“asociaciones” de denominaciones diversas se arrogan el derecho de apresar
indiscriminadamente a personas, mantenerlas en cautividad y hacer con ellas lo que
les plazca.
En las prisiones oficiales del Estado,
se hallan en la actualidad: cinco mil presos en la cárcel Modelo, mil presos en
la que fue Cárcel de mujeres (Ventas), dos mil presos en San Antón y Porlier y
más de quinientas mujeres presas en Conde de Toreno 9.
Existen, además, una serie de prisiones
privadas, de las que el Estado no se preocupa; por ejemplo un antiguo convento,
en la calle de San Bernardo, frente a la Iglesia de Monserrat.
El domingo, temprano por la mañana, ví
con mis propios ojos veinte cadáveres que yacían en las proximidades de mi
Embajada. Calculo que en este día la cifra total de los asesinados en Madrid y en
sus alrededores pasaría de los trescientos. Además, se había producido, un
número incontable de secuestros de muchachitas cuyo apresamiento negaban, pero
que retuvieron para fines inconfesables.
Hago constar que la noche del cinco al
seis se recogieron ciento diez asesinados, sólo en el término municipal de
Madrid".
Esta estadística, basada en datos
obtenidos por mi mismo, no fracasó en su dolorosa impresión.
Diferentes colegas del Cuerpo Diplomático
me aseguraron que la transmitirían inmediatamente a sus respectivos Gobiernos.
Poco después de abierta la sesión, el
Embajador de México pidió a los presentes que se expresaran acerca de la
seguridad de los refugiados y de las Representaciones Diplomáticas, tema acerca
del cual, y precisamente en esos días, se mantenían negociaciones con el
gobierno, como más adelante se verá. Tomé la palabra y solté un largo discurso,
dejando salir todo lo que tenía dentro. En forma extremadamente concisa, el
acta de la sesión, refiere lo siguiente: "El Representante de Noruega, comunica
que el señor de la Cierva, a quien había dado asilo, fue detenido en el
Aeropuerto.
Expuso el caso al Ministerio de Estado;
el Ministro declaró que hacia todo lo posible para que el Señor De La Cierva
regresara a su refugio pero que tropezaba con la oposición del Ministerio de la
Gobernación (Interior). La Cierva se hallaba en la cárcel Modelo y en las
actuales circunstancias creía (el que así hablaba) que la vida del mismo no
estaba nada segura, ya que en cualquier momento se les podría ocurrir a los
milicianos "vengar", la toma de Toledo por los nacionales, mediante
el asesinato de los presos. No quiere que al señor de La Cierva le ocurra una
desgracia y ruega, por tanto, al Cuerpo Diplomático que insista en que sea
devuelto a la Legación de Noruega.
Opina que el Cuerpo Diplomático es el
único representante de los sentimientos humanitarios en las circunstancias
reinantes. En su opinión, ha de contarse con que antes de que las tropas nacionales
tomen la capital, descargue una tormenta de odio sobre las distintas cárceles
de Madrid, tormenta de la que el Cuerpo Diplomático, no sólo no puede
desentenderse, sino que tendrá que empeñar todas sus fuerzas y posibilidades
para que no llegue a producirse. Su propuesta es que el Cuerpo Diplomático
pidiera que cuatrocientos o quinientos guardias civiles de más de cuarenta
años, quedaran especialmente destinados a la defensa de dichas prisiones".
Mis argumentos, naturalmente, mucho más
detallados, culminaban y se resumían en mi opinión de que el Cuerpo Diplomático
sería culpable de complicidad ante la Historia si, en adelante, contemplase con
resignación el abandono de las cárceles por el Gobierno a los asesinos, así
como de los presos políticos, totalmente desprotegidos, a los milicianos
anarquistas y comunistas. Si mis colegas hubieran visto la chusma que, en
calidad de agentes de “Vigilancia y protección” se encargaba de los presos, no
hubieran podido dormir tranquilos.
Al final de mi informe siguió una
ovación cerrada. Todos los colegas aplaudían. Caso singular en los anales de
nuestro Cuerpo Diplomático y muy satisfactorio para mí, por lo que suponía de capacidad
de protección para los presos en peligro.
Se acordó nombrar una comisión para la
redacción de una nota con destino al Gobierno, que fue leída y aprobada ocho
días más tarde. En ella se encarecía que no se atentara contra la vida de nadie
sin previa sentencia judicial y que esa situación de hegemonía del populacho no
perdurara por más tiempo y, además que era preciso se nombrase otra clase de
personal de vigilancia y de custodia de los presos, con más sentido de la
responsabilidad que le incumbía, en cuanto a la protección de los mismos.
Los embajadores de Chile y de Méjico
entregaron personalmente, esta nota al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores)
el cual afirmó que precisamente se estaban retirando del frente a cuatro mil
expolicías y se les iba a destinar a la protección de las prisiones.
Naturalmente, tampoco esta promesa se cumplió, si bien en ningún caso hubiera
servido para nada ya que los asesinatos de presos se ejecutaron en noviembre
con la firma de Organismos del Gobierno: no había guardias que pudieran oponerse
a la criminalidad de Ministros y Directores Generales. ¡Con esto no se había
contado!
¿Fue como réplica a la mencionada
incómoda nota que el Cuerpo Diplomático envió al Ministerio de Estado, lo que
molestó a Álvarez del Vayo para que a los cuatro días, remitiera otra nota,
esta amenazadora, contra los representantes diplomáticos que albergaban y
protegían a los refugiados? (que eran casi todos). Se le podría atribuir tal
cosa, a juzgar por el odio mortal, con que, a partir de aquel momento, me
persiguió, como autor moral de la misma.
Tras una odiosa polémica, contra el
derecho de asilo, terminaba la Nota con la siguiente amenaza: “Habida cuenta de
que el ejercicio del derecho de asilo ha dado lugar a notorios abusos, es
voluntad del Gobierno hacer constar, ante los miembros del Cuerpo Diplomático
acreditado en Madrid, que se ve obligado a poner fin a la actitud de
extraordinaria tolerancia, mantenida hasta la fecha, frente al ejercicio de tal
derecho y a reservarse, a su vez, la facultad de proceder contra los abusos ya cometidos,
en la forma que en cada caso requieran los supremos intereses de la
República".
Lo que el propio Álvarez del Vayo
pretendía con esto, era concederse carta blanca para valiéndose de abusos sin
precisar más detalles, justificar por adelantado violencias contra las
representaciones diplomáticas, que él mismo maquinaba en complicidad con el
Ministro de la Gobernación (Interior) Galarza.
Contra lo dicho había que actuar
contundentemente si no queríamos que nuestra ya precaria situación se hiciera
insostenible. Resolvimos que las tres embajadas presentes visitaran personalmente,
con arreglo al derecho que les asistía como tales diplomáticos, al propio
Presidente de la República para preguntarle si estaba enterado de ese documento
diplomático tan importante y si lo aprobaba.
La visita se celebró ya al día siguiente,
dieciséis de octubre. El presidente Azaña nada sabía, ni del documento ni de la
actitud hostil del Gobierno con respecto al derecho de asilo. El mismo dijo (según
consta en Acta), que, con arreglo a su opinión personal, el Cuerpo Diplomático
estaba realizando una obra extraordinariamente interesante y humanitaria y que,
estimaba que esa obra tendría que adquirir toda la amplitud y extensión que
fuera posible. Estaba completamente de acuerdo con nosotros y, en ese terreno,
iría él aún más lejos lo que habíamos ido. Pero el Presidente de la República y
Jefe de Estado no tenía posibilidad de influir directamente en el Gobierno.
De todo ello se redactó una Nota
exhaustiva en la que se presentaron al Ministro los casos en los que la propia
España había ejercido, en otros países, el derecho de asilo; pero sobre todo se
relacionaban, con nombre y apellidos, los muchos casos de funcionarios de alta
categoría y políticos, nada menos que del propio Gobierno de la República, que
habían pretendido acogerse al asilo ofrecido por la Representaciones
Diplomáticas durante esta misma guerra civil. La respuesta a esta Nota era, al
parecer, tan difícil que nunca llegó. Por el momento se había sorteado el
peligro oficial; seguía latente el que podía ofrecer el populacho.
Dos meses más tarde fue asaltada una
Legación, pero en torno a ese caso había circunstancias tan especiales que
podrían calificarse válidamente de "abusos". Un hombre, cuya
nacionalidad era tan discutible como sus artimañas, había abierto, bajo la
bandera del país de referencia, viviendas y más viviendas para las que se
ingeniaba en obtener el reconocimiento de extraterritorialidad y que iba llenando
de refugiados. Cobraba un precio diario por la manutención; en boca del pueblo,
aquello no se llamaba "Legación" sino "Pensión...". Un día,
la policía, abrió varios de estos complejos de viviendas y llevó a prisión a la
mayoría de sus "huéspedes". Pero la propia Legación quedó, en este caso
también, intacta y asumida después por otro país.
Lo que sí conseguí fue que, pocos días
después de la junta diplomática que celebramos el 29 de septiembre, volvió a
plantearse en el Consejo de Ministros el asunto La Cierva pero quedó sin resolver.
Todavía hubo que trabajarse a unos cuantos Ministros para vencer la resistencia
del Ministro Galarza. Fui, por tanto, en busca del Ministro del aire; Indalecio
Prieto, a quien conocía bien, y le pedí que intercediera. Se declaró
personalmente dispuesto a cualquier acto de buena voluntad ya que conocía al
padre de La Cierva desde hacía muchos años por su carrera política y que, desde
luego, a pesar de ser opuestas sus ideas políticas no sentía enemistad alguna
contra él.
Pero en cuanto a la influencia que él
pudiera ejercer sobre el Ministro, dijo que no me hiciera ilusiones, porque él
era "la oveja negra" de ese Gobierno, y bastaría que abogara por algo
para que Largo Caballero quisiera lo contrario. Me dijo que probara con su
amigo Negrín, que era más idóneo para el caso.
Me fui, a buscar a Negrín, Ministro de
Hacienda, con el que ya había tratado, antes, de asuntos noruegos. Por su
parte, en aquella ocasión, le encontré interesado en concertar un convenio de intercambio
de productos agrícolas españoles contra bacalao noruego, en grandes
contingentes mensuales. Aproveché esa circunstancia para poner en evidencia que
el Gobierno noruego, informado por mí de la detención de nuestro abogado, no se
mostraría muy inclinado a acoger con demasiado entusiasmo la propuesta. Le
manifesté que había telegrafiado directamente al Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores) con el ruego de liberar a esa persona y consideraba una buena oportunidad
ofrecer su influencia para facilitar la buena marcha de la "operación
bacalao", obteniendo del Consejo de Ministros la devolución del abogado a
la Legación, impidiendo así, por otra parte que yo me viera obligado a decir:
"Sin el abogao no hay bacalao”. Prometió intervenir en este sentido y me
recomendó, al respecto, visitar a Álvarez del Vayo, Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), a quien
correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a quien
él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por cuestión de principios, me había
mantenido alejado del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) y, cuando no
había más remedio que hacerlo, sólo trataba con determinados funcionarios, que
aún quedaban, de otros tiempos. Al Ministro así como al Secretario General, no les
había honrado todavía con mi visita. No simpatizaba con ellos, no por sus ideas
sino por su carácter.
Álvarez del Vayo, hijo de un General de
la Guardia Civil, se había dedicada al periodismo después de terminar su
carrera de Derecho y se fue haciendo cada vez más rojo a medida que ello le reportaba
ventajas personales. La política no era para él más que un medio encaminado a
un fin. De convicción sincera, no es, por consiguiente, intrigante, se
superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor, normalmente sensato, le
parezca escaso de luces. De los ministros que yo conocía era el único que, no
sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches, sino que en su interior, le complacían
y hubiera sido capaz de cometerlos él mismo. Con su cuñado Araquistain, que era
Embajador en París (ambos habían contraído matrimonio, respectivamente, con dos
hermanas, dos judías rusas), debió embolsarse durante el tiempo que estuvo en
ejercicio tales cantidades de dinero que la envidia de sus compinches estalló
en una crisis ministerial en la que ambos quedaron eliminados.
Fui, pues, a visitarle al día siguiente,
lunes. Después de una conversación previa en la que me prometió llevar al día
siguiente al Consejo de Ministros la propuesta de libertad de Ricardo de La Cierva,
-durante la entrevista con Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le
telefoneó para recomendarle otra vez el asunto-, después pasó a tratar de la
situación general, con respecto a la cual, le dije que yo estaba mejor
informado, porque mientras él estaba sentado detrás de su mesa, yo andaba sin
parar por las calles. Así es como había visto la víspera (un domingo) veinticinco
cadáveres de hombres y mujeres en los bordillos de las aceras muy próximos a la
Legación. En esa noche del sábado al domingo,
se había asesinado a doscientas cincuenta personas.
Se quedó un momento sin habla ante lo
bien informado que yo estaba, (o ante la franqueza con que yo le hablaba a la
cara en su despacho oficial). Luego me dijo que entonces también sabría yo que unos
días antes se había descubierto una conjuración fascista encaminada a matar a
los Ministros.
Contesté que no lo sabía, pero que eso
tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno hubiera establecido un
Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado a muerte a quinientas personas
por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí alzaba mi voz contra cualquier
tipo de asesinato. El entonces replicó que si nosotros los diplomáticos
hubiéramos alzado la voz del mismo modo cuando los "rebeldes"
asesinaron a dos mil personas tras la toma de Badajoz, hubiéramos hallado en el
Gobierno oídos más atentos. A esto le dije que todavía no teníamos noticia
oficial alguna de que se hubiera tomado Badajoz (tal c osa se había mantenido
severamente en secreto para la prensa). Y, mucho menos, de lo que él me
contaba, de semejante matanza. Bien es verdad que algo de eso había aparecido
en los periódicos pero los periódicos eran tan poco de fiar que no nos bastaban
para fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con la misma
severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con lo dicho ya tenía él bastantes
motivos para despedirme rápidamente, no sin prometerme de nuevo que haría todo
lo posible, y lo mejor que pudiera, en cuanto al asunto de La Cierva.
Y ahora sólo me queda dejar, sobre todo,
bien sentado que, a partir del día siguiente, ya no se tropezaba uno con
asesinados en los puntos hasta entonces habituales. Todas las mañanas mandaba yo
que saliera un coche para recorrer y examinar todo los lugares de
"ejecución" que conocíamos.
¡Ya no se encontraban cadáveres! Así de
pronto había dado sus órdenes Álvarez del Vayo y tan perfecta era la conexión
entre el Gobierno y los asesinos, que toda la organización existente se transformó
en pocas horas: ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares
apartados, hasta donde no alcanzaban los ojos de los diplomáticos. Incluso
dejaron de existir en esos días las listas del depósito de cadáveres de Madrid
de las que yo antes recibía copias.
La "conjuración" con la que
especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser una captura equivocada de la Policía
que, sin embargo, muchas personas tuvieron que pagar con graves sufrimientos.
La sala de lectura de la Biblioteca
Pública se había convertido en una estancia agradable para muchos que ya no
tenían lugar adecuado donde permanecer o que, por miedo a las milicias, querían
pasarse allí la jornada. Un día frío y húmedo de octubre, irrumpió
inesperadamente la Policía y se llevó a todos los presentes, unas cuatrocientas
personas, con la disculpa de que allí tenían que habérselas con conspiraciones
fascistas. Las cuatrocientas personas fueron llevadas a declarar al edificio de
la Dirección de la Policía, que era un aristocrático palacio, muy abandonado,
sito en el Madrid antiguo.
Como los calabozos, ya citados en otro
lugar, estaban repletos, a los nuevos presos se les encerró en el patio
central, abierto a la intemperie por la parte de arriba. Apretados unos contra
otros, como "sardinas en banasta", llenaban todo el espacio
disponible. Así permanecieron tres días y tres noches, hombres o mujeres, en
semejante "redil", bajo una lluvia torrencial y sin comer. ¡No podían
caer desmayados por falta de sitio para ello! Apenas se podían mover.
Transcurridos los tres días se
comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron, sin más, con
excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron arrastrándose a
gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado declaración y apenas si
comprobaron sus datos personales pero donde, eso sí, tuvieron que aguantar tres
días y tres noches tal suplicio.
Para mejor reflejar la perfidia política
del señor Álvarez del Vayo, conviene saber que en Oslo manifestó sus quejas
contra mí, como supe por otros miembros del gabinete, aduciendo como pretexto
el "salvoconducto" de La Cierva a pesar de la declaración expresa del
Consejo de Ministros de que no se volviera sobre el incidente y se le
considerara como no ocurrido. El verdadero motivo de la queja, de la que yo
todavía no tenía conocimiento alguno por parte de Oslo, era que unos
indeseables habían informado a Álvarez del Vayo, tan pronto como éste regresó
de Ginebra, de la petición que yo había hecho tres días antes al Cuerpo
Diplomático para qué se presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como
también del discurso que pronuncié entonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo
valor ni para negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para
aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado convenientes.
No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la existencia de las
mismas, ni yo tampoco tenía por que entrar en ello, al
ser confidencial la información recibida.
Álvarez del Vayo, en cambio, sí se
sintió con el suficiente despecho, pasados unos días, como para quejarse ante
el Encargado de Negocios de un país europeo, de que se estaba trabajando con pasaportes
falsos en contra del Gobierno y se estaba queriendo favorecer a los
"fascistas".
Pero el mencionado diplomático que era
persona muy bien preparada y pronto a la réplica, respondió al Ministro como
correspondía. Le dijo que sabía muy bien a qué caso se refería pues, precisamente,
conocía todos los detalles del mismo (era el que me acompañó aquella tarde a
ver al Ministro en funciones), que no se trataba de un pasaporte sino de un
papel de orden secundario, sin ninguna importancia, extendido y entregado por
motivos muy justificados y honrosos de simple humanidad, siendo así, en cambio,
que el Gobierno español, por mediación de su Embajada en París, había expedido
hacía unos días una serie de pasaportes falsos, por motivos puramente interesados,
a saber para pasar de contrabando a España a unos oficiales de aviación de su nacionalidad,
a los que antes habían seducido para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era
por tanto el último que podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta
declaración fue entregada por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente
sesión para que constara en acta.
Álvarez del Vayo pretendió no saber nada
de los pasaportes falsos de su cuñado, el de París.
El viernes siguiente, me llamó el
Ministro del Aire, Indalecio Prieto, para comunicarme que, por desgracia, no
había podido obtener la libertad de La Cierva pero sí había aprovechado la
ocasión para subrayar la extraordinaria importancia de dicho preso, ya que su
detención la había efectuado personalmente el Director General, en presencia
del representante diplomático de una nación extranjera. También por su apellido
tan conocido, y, además, por su hermano el famoso inventor.
Que, por todo ello, habrían de adoptarse
todas las medidas necesarias para defenderlo de incidentes imprevistos porque
sería denigrante para la reputación del Gobierno que algo le ocurriera en tales
circunstancias. Por todo lo dicho, él no creía que tuviéramos que temer por su
vida.
Como ya quedó mencionado en páginas muy
anteriores el asunto de La Cierva tuvo un final trágico: La Cierva fue
asesinado con muchos centenares de otras víctimas de la cárcel Modelo. Largo Caballero
y Galarza se habían opuesto a que se le pusiera en libertad y a ellos se debe
que no fuera posible hacerlo. ¡Caiga su sangre sobre ellos!
Al día siguiente volví a visitar al
Ministro de Hacienda para decirle que, a pesar de la negativa sufrida, yo
estaba dispuesto a hacerme valedor ante mi Gobierno de su deseo de adquirir
bacalao, pues sabía que había hecho todo lo posible para obtener la puesta en
libertad de aquel para quien se la pedíamos. Se mostró totalmente de acuerdo y
me prometió continuar ayudándome.
Observadores e informadores incómodos
Dos acontecimientos ocurridos en el mes
de diciembre afectaron al Cuerpo Diplomático y merecen ser mencionados. El
Delegado del Comité Nacional de la Cruz Roja fue llamado a Ginebra unos días
antes de que se celebrara una sesión del Consejo de la Sociedad de Naciones en
la que Álvarez del Vayo pensaba desempeñar su habitual papel de salir
defendiendo a "Caperucita Roja" o a la "inocencia
ultrajada", y estigmatizando a los "lobos nacionales". El
Delegado tenía material probatorio de peso, sobre todo en lo concerniente a los
asesinatos de detenidos, del mes de noviembre. El avión del Gobierno francés
que pensaba utilizar para el viaje, llegó a Madrid procedente de Toulouse sin
impedimento alguno. Al día siguiente tenía que regresar el aparato con el
Delegado y dos periodistas franceses (de "Havas" y del "Le
Matin"). Por la tarde, otra persona que ejercía sus funciones en el Comité
internacional, se encontró con un francés a quien conocía que desempeñaba un
papel importante en el servicio de contraespionaje rojo en Madrid. Este le dijo
que el avión no saldría al día siguiente. A la mañana siguiente, el avión tenía,
en efecto, un fallo de motor que no se manifestó hasta el momento de arrancar,
con lo cual de hecho no pudo salir: los viajeros tuvieron que volverse a casa y
esperar veinticuatro horas. A la mañana siguiente, el avión ya reparado,
emprendió el vuelo. Cerca ya de Guadalajara, ó sea a pocos kilómetros de
Madrid, vino hacia él, otro avión que, al principio volaba en torno a él,
trazando grandes círculos. Llevaba los distintivos del Gobierno Rojo. El
francés lo saludó como de costumbre, con las alas, moviéndolas hacia arriba y
hacia abajo para darse a conocer, a pesar de que, además, llevaba grandes
distintivos de la Aviación francesa y la inscripción "Embajada de
Francia". El avión rojo voló a su alrededor, se alejó, cambió otra vez el
rumbo, volvió, voló debajo del avión francés y disparó sobre él con su
ametralladora desde abajo. Y luego se alejó a toda prisa. El espantado francés,
que me hizo personalmente este relato, bajó inmediatamente. Sólo la cabina
había sufrido los disparos. Los tres ocupantes resultaron lesionados. Uno de
los informadores murió de sus heridas, al otro hubo que amputarle una pierna,
el Delegado después de permanecer en cama cuatro meses, salvó por lo menos su
vida. Pero los ominosos documentos no llegaron a Ginebra a tiempo, para no
poner en apuros a Álvarez del Vayo. Entonces resultó que se trataba de la
"agresión criminal de un avión de
los nacionales al avión diplomático francés". ¡Y tal fue lo que la
indignada prensa roja anunció al mundo!
Muy semejante fue la escenificación, poco
tiempo después, del bombardeo aéreo de la Embajada inglesa en Madrid. En medio
de la noche vino un aviador "nacional" y buscó, entre tinieblas,
única y exclusivamente el edificio de la Embajada inglesa, que se hallaba
empotrado entre dos casas, para lanzarle dos bombas. Con toda delicadeza
emplearon un calibre moderado para tal saludo, de forma que sólo se dañará la
armadura del tejado y quedara herida una persona. Una vez hecha la fechoría se
fue de allí sin dar más señales de vida. Tan refinada infracción contra los
santos preceptos del derecho de gentes fue explotada a fondo al día siguiente
por la prensa roja. Los ingleses subestimaron,
sin embargo, la maestría de los aviadores nacionales hasta el punto de cargar
sin más la "equivocación" a
cuenta de los rojos.
El otro caso fue el asesinato del
agregado de la Embajada belga Borchgrave. Una mañana soleada de domingo, salió
éste de la Embajada para pasear un poco en coche. Iba solo, conduciendo su pequeño
automóvil. Ya no volvió más y desapareció sin dejar rastro. Llevaba encima, su documentación
diplomática y el coche ostentaba la bandera belga. Durante días y días, la
embajada de Bélgica estuvo acosando a Miaja y a los militares y civiles que
dependían de él. Nadie sabía nada, nadie le había visto. Tampoco se podía
encontrar el coche. No le quedaba a la Embajada más remedio que prescindir de
las llamadas autoridades y emprender investigaciones directas.
Con gran esfuerzo e infinitas fatigas, y
no sin correr peligros personales, pudo el Encargado de Negocios de la Embajada
belga descubrir lo ocurrido al cabo de varios días. Borchgrave se había
trasladado al frente de Madrid por la carretera que sube a la Sierra, para
buscar a dos belgas heridos, reclutados por la Brigada Internacional. Lo
detuvieron, a pesar de presentar su documentación diplomática, lo llevaron al
pueblo cercano de Fuencarral para someterle a interrogatorio. No había en modo
alguno puntos en que apoyar una acusación, ni siquiera para imputar un cargo
correcto, ni tampoco para poner en marcha una investigación judicial o
someterle al juicio de un tribunal.
Lo mantuvieron preso en el pueblo desde
el domingo hasta el martes temprano, en que, de madrugada lo llevaron a la
carretera y allí lo fusilaron. Intentaron borrar cualquier rastro de su
identidad, le robaron la documentación y la ropa, cortando hasta las iniciales
de sus prendas interiores. Lo enterraron inmediatamente con otros veinte
asesinados en una fosa común en el cementerio del pueblo. El juez del pueblo
había hallado la fórmula exacta: la calificación de "muertos no
identificados" y había descubierto de paso que a los asesinos se les había
escapado que en la hebilla del pantalón figuraba escrito su nombre completo,
que el juez hizo constar en el acta.
A pesar de ello el cadáver se declaró
"no identificado" con lo que se intentaba encubrir el asunto. El
"Gobierno", es decir Miaja y sus compinches, no hicieron lo más
mínimo para aclarar el asesinato. Miaja, el héroe, le tenía miedo a su
departamento de "contraespionaje" y no se atrevía a meterles mano. En
cuanto al coche de la Embajada de Bélgica, nunca más apareció.