miércoles, 28 de noviembre de 2012
7. El GOBIERNO ROJO VISTO ENTRE BASTIDORES
En la estepa de Rusia
Como ya referí anteriormente, y
-en relación con mi visita al Ministro de Hacienda, Negrín, con motivo del
acuerdo comercial con Noruega y también del caso La Cierva-, a los tres días de
mi visita recibía un telegrama de Oslo, a tenor del cual Álvarez del Vayo, se
había quejado al Ministerio en Oslo, por conducto del Consulado General de
España en Ginebra, en el que me denunciaba por haber extendido un pasaporte
noruego a un español denominado La Cierva y, además, que, según un telegrama de
Moscú a la prensa londinense, se me acusaba de procurar pasaportes falsos a los
fascistas españoles, con el fin de facilitarles la huida. Ante semejante
acusación, contesté a Oslo en los siguientes términos: que la queja del
Ministro era injustificada. Yo había expedido dos pasaportes noruegos con
destino a las siguientes personas... y un salvoconducto para el abogado de la
Embajada. Todo ello no era más que una intriga del Embajador de Rusia, que
quería reprimir mi lucha dentro del
Cuerpo Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes
denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la República.
El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de Noruega a
San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.
El Ministro de Noruega se
tranquilizó con dicho telegrama y con el del Cuerpo Diplomático. Pero Álvarez
del Vayo continuaba su labor subterránea aunque, de momento, sin conseguir su
propósito.
Unos días antes, el Encargado de
Negocios de una potencia europea hizo una visita al recién nombrado Embajador
ruso, Rosenberg. Una de las primeras preguntas que éste le hizo fue la
referente a mi nacionalidad; la respuesta fue evasiva pero Rosenberg con
expresión marcadamente enérgica replicó: "Ce Monsieur gêne le
Gouvernement" (este señor le resulta incómodo al Gobierno). ¡Consecuencia
de ello fue el telegrama que Moscú cursó a Londres! Quería a ojos vista,
hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir la
"soberanía" de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto.
Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras
sesiones diplomáticas el propio Rosenberg. Había intentado ante Álvarez del
Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros
informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no
integrábamos el Cuerpo
Diplomático, porque había miembros importantes del mismo que
no participaban en nuestras resoluciones. A eso, se le contestó, que nosotros,
a unos señores que no se habían sometido a ninguna de las formalidades
habituales, tales como comunicar su existencia al Decano, visitar al mismo y a
los demás miembros, etc. no podíamos contarles como pertenecientes al Cuerpo.
Rosenberg, ante esta imputación
intentó a continuación salvar tan justificado obstáculo, e hizo algunas visitas
formales y asistió a una Junta. A pesar de la cortés bienvenida que le dispensó
el Decano, la acogida que se le hizo, fue extremadamente fría. Se sentía
visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su fuerte joroba, sus largos dedos
huesudos le daban un aspecto que hacía recordar a las arañas. Se habían traído
a un intérprete, porque en las sesiones se hablaba, sobre todo, en español.
Tomaba a menudo la palabra, para en un francés asombrosamente ágil, intentar
reducir "ad absurdum" todas nuestras propuestas. Sin embargo, no
tenía escogidos sus argumentos con la habilidad suficiente y en la discusión
sufrió una derrota total. También yo tomé parte en la misma, a saber en
francés, para ahorrarle el intérprete, cargando principalmente el acento en
demostrar que entre el gobierno y los asesinos existía seguramente acuerdo.
Rosenberg no volvió a molestarnos
con su presencia en posteriores reuniones.
Aquí merece especial mención una
entrevista celebrada en los primeros días de octubre con el representante de un
país centroamericano, que por su tendencia política, se hallaba muy próximo al
Gobierno rojo. En una conversación entre colegas, acerca de todas las posibles
cuestiones que podían afectar al Cuerpo Diplomático, dicho señor mencionó que
la víspera había conseguido echar un vistazo al convenio que tenía que firmar
Largo Caballero con Rusia para comprar su ayuda, y dijo lo siguiente:
"Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el
que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía".
Para mayor asentimiento
transcribo la descripción de un diplomático esta vez sudamericano, donde se
desprende hasta qué punto tales relaciones de "esclavitud" influían
incluso en las formas externas de relación. Me contó su visita oficial al
Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero: "Estaba yo, sentado,
de conversación con el Presidente, en su despacho, de repente, se abrió la
puerta, sin previo aviso, y entró un hombre con el gabán puesto y el sombrero
hongo echado para atrás. Nos echó un vistazo y se sentó en un sillón sin pronunciar
una palabra ni hacer el menos saludo, con el abrigo puesto y el sombrero en el
cogote. Se sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la
boca abierta. ¡Se trataba de Rosenberg, Embajador de Rusia!".
Miaja, el héroe
Puedo contar un caso semejante,
con referencia al ya conocido General Miaja. Con frecuencia me preguntan lo que
pienso de este personaje. Sí que podría referir algunos acontecimientos o
incidentes que arrojarían cierta luz sobre el mismo y podrían ser sintomáticos.
Vaya por delante el que la parte principal de su carrera la hizo al mando de
una región militar, concretamente en Segovia donde estuvo durante años. Tuve
que ver con él oficialmente en distintas ocasiones. Nunca sacamos nada limpio.
Como le conocía prefería acudir directamente a sus ayudantes o jefes de su
Estado Mayor.
En otro lugar de este libro se
halla el informe de nuestra visita del trágico día siete de noviembre. Miaja no
sabía nada y no hizo nada. Asimismo, en otro lugar, puede leerse su
intervención al producirse la ocupación de la Embajada Alemana. Miaja se
replegó cobardemente ante los jóvenes de la policía socialista y faltó a su
palabra.
Más adelante, en enero, fui una
mañana a verle con el fin de solicitar su ayuda para la salida de España del
padre de Ricardo de la Cierva, Ministro que fue durante años del Partido
Conservador.
Entonces todavía salía
diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer llegar al
anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de Madrid, para que
pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de la España central
y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por tanto,
indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también desde hacía
mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que
naturalmente, conocía también a éste como último Ministro de la Guerra que fue
en tiempos de la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La
Cierva y le hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo:
"Me guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para
mí. Si en Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no
tendría nada que objetar puesto que ya no puede hacer más daño, dijo
refiriéndose al miliciano. Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y
se vistiera de tal modo que no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no
garantizo nada, tendrá que correr el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien
lo reconoce, lo mata, volvió a repetir.
He de reconocer que mi concepto
de la autoridad, sufrió un vuelco al oír eso. Tenía frente a mí, sentado al
Capital General de Madrid y éste sentía miedo de unos milicianos del
aeropuerto. El mismo reconocía que cualquier miliciano podía más que él. Yo ya
estaba harto, sobre todo después de asistir a la escena que voy a describir, y
me fui. La escena fue esta: Miaja sentado ante su mesa de trabajo a un extremo
del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos a hablar.
Entonces al otro extremo de la
estancia, se abre una puerta, entra un hombre con uniforme ruso, un oficial,
probablemente capitán, por la edad que representa, nos mira y se dirige al
General, sin la menor muestra de deferencia, como se habla a un ordenanza
"¿Oú est un tel" (¿dónde está fulano de tal). El General balbucea:
"Il est sorti par lá" (ha salido por allí) y señala una puerta. El
ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse dirigir al General,
otra mirada, sin más palabras.
De hecho ni siquiera dijo,
¡gracias!
Por esos mismos días se trataba
de averiguar quiénes eran los jóvenes que los bolcheviques se habían llevado
recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir a las fortificaciones para
hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran número de esos millares de hombres,
desaparecidos, según documentación de mucha confianza, recogida por un mero
funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio hijo había sido integrado con
ellos en casas de labor, fábricas y establecimientos similares de los
alrededores de Madrid y se los llevaban a diario a realizar trabajos de
fortificación. Nos interesaba mucho conseguir para la Cruz roja una lista de
nombres de sus secuestrados con el fin de poder informar a sus familias que,
como puede suponerse se hallaban terriblemente angustiadas.
Se entregó, por tanto, a Miaja
personalmente una carta con algunos datos precisos en cuanto a la ubicación de
esos lugares y se le pidió explicaciones y listas de nombres. Pasado algún
tiempo, contestó por escrito que la Sección de Fortificaciones le había
declarado que no existía nada acorde con el escrito. ¡Así que no se atrevían a
meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y los anarquistas detrás de
todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se le invitó con sus dos
ayudantes a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó mucho! A las seis de la
tarde aún estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente, las tropas nacionales
tuvieron aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en las averiguaciones
positivas que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar, simplemente,
porque su plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor establecer quien
estaba de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que encargara a un
ayudante el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan enigmático, que se
estaba dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja lo prometió todo,
pero no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al Delegado de la
Cruz Roja, que no se había sacado nada en limpio.
¿Hace falta todavía alguna prueba
más de su falta de disposición para ayudar y de su fracaso? Hela aquí, la más
trágica de todas. Miaja era Ministro de la Guerra. El doce de agosto de 1936,
llegaba a una pequeña estación, justo antes de Madrid, un tren de Jaén, una de
las capitales de las provincias andaluzas. En ese tren llevaban a
doscientos veinticinco hombres y mujeres
de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una cárcel próxima a
Madrid. Eran personas de los mejores niveles, funcionarios, labradores
importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces
durante el viaje se les había obligado a parar y se les había amenazado, pero
siempre habían logrado librarlos los veinticinco guardias civiles, que los
conducían. Pero desde esta pequeña estación informó el Oficial de dichos
guardias, al propio Ministro de Guerra, de que las milicias no les dejaban
pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de dejar pasar el tren, pero a los
milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de la Guerra, a pesar de que
nominalmente pertenecían al "Ejército". Obligaron a los guardias a
bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco personas allí mismo,
donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por supuesto se les había
saqueado a fondo.
No puedo resistir a la tentación
de intercalar aquí un párrafo de la carta del Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores) español a un ministro diplomático sudamericano, fechada en 14 de
agosto, o sea con dos fechas de posteridad con respecto al suceso arriba
descrito:
"Huelga expresarle la
magnitud de la indignación y el ardor de la protesta que el terrible crimen, de
cuya perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la República, en cuyo
nombre expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las palabras resultan en
estos casos insuficientes para reflejar el profundo dolor en el que coinciden
la representación de nuestro Estado con la de la Nación, que puede estar segura
de que por grandes que sean su indignación y su dolor por tan bárbaro crimen,
no serán mayores que los sentidos por España y su Gobierno.
Pongo en su conocimiento que
comunicaré a las autoridades competentes los detalles que me trasmite,
encareciéndoles que con la mayor rapidez posible y proponiéndose el éxito,
emprendan investigaciones policiales y las diligencias judiciales necesarias
para que no quede impune un crimen tan espantoso y expreso mi absoluta
confianza en que la acción de las autoridades cuya misión es impedir la
perpetración de tales acciones y lograr su expiación, sea tan eficaz como
rápida con el fin, al menos, que los irreparables daños causados se traduzcan
en consecuencias que restablezcan los principios eternos de la justicia y las
sagradas leyes que protegen los derechos humanos".
El escrito que antecede no se
refiere, sin embargo, al asesinato perpetrado en Madrid de los 225 rehenes,
sino al de siete hermanos de San Rafael, sudamericanos. Éstos eran enfermeros
de un manicomio de Madrid y habían viajado a Barcelona, amparados con un
documento diplomático expedido por el Ministro de la Legación de su país, para
volver a su tierra. Al llegar a Barcelona, los secuestraron y al día siguiente
se les halló asesinados en el depósito de cadáveres. Al mismo tiempo las
autoridades catalanas comunicaban al Cónsul de la nación correspondiente (que
había estado esperando a los religiosos en la estación), que no podían
garantizarle su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.
Naturalmente, en ninguno de los
dos casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos eran, desde luego,
los amos de la situación.
Esta carta destinada al
extranjero, unida al encubrimiento de los grandes actos de crueldad practicados
en Madrid, dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.
El "Derecho" rojo
Pero no sólo en el ámbito de la
seguridad pública, sino simplemente en todo, el Gobierno abdicaba ante los
representantes del desorden y de la inmoralidad. Ya no se podía hablar de un
" concepto del derecho". En todo caso no se puede utilizar el
concepto normal de "Derecho" para expresar la noción que del mismo
tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en septiembre de 1936 salió en la
"Gaceta de la República", entre otros del mismo estilo, un Decreto
del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el que se le rehabilitaba
solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de Correos destinándole a un alto
cargo para el que reunía condiciones especiales, en función del injusto
proceder de la administración anterior que le expulsó de la Asociación de
Funcionarios, como reparación haber
sido destituido por culpa de unas "miserables" pesetas. El motivo que
obligó a la administración a condenar a este "señor", tras el proceso
con arreglo al procedimiento judicial ordinario, fue por malversación de fondos
públicos. Cuando el propio Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo
califican como "de derecho natural", y el único reproche que cabe
hacerle es que robó sólo “unas miserables pesetillas” resulta totalmente lógico
que fuera premiado por su "honorable comportamiento".
Otra "perla del
Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía, requirió de todos
los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta; "caso de no
acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de propiedad con respecto
a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento".
Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando
a su buen criterio su incorporación al futuro "Corpus Juris" de la
República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno noruego.
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