Julián Marías escribió este breve ensayo
para vencer a la guerra, para advertir contra el gran peligro que pudiese
suponer una nueva falsificación.
«No podemos olvidarla -clamaba-, porque eso
nos expondría a repetirla». «Entre 1936 y 1939 los españoles se dedicaron a
hacer la guerra, a intentar ganar la guerra desde esta última fecha malversaron
lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente la paz. Esta es
nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos,
sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir, social, que nos
acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente
aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad
histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y aceptación de
nuestro destino.» (Julián Marías) «La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? de
Julián Marías, un texto palpitante, es una mirada serena, necesaria, moral, sobre
la guerra: una visión responsable.» Juan Pablo Fusi
Julián Marías
¿Cómo pudo ocurrir?*
A mediados de julio
de 1936 se desencadenó en España una guerra civil que duró hasta el 1 de abril
de 1939, cuyo espíritu y consecuencias habían de prolongarse durante muchos
años más. Este es el gran suceso dramático de la historia de España en el siglo
XX, cuya gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está
enteramente liquidado. Hay que añadir que apasionó al mundo como ningún otro
acontecimiento comparable. La bibliografía sobre la guerra civil española es
sólo un indicio de la conmoción que causó en Europa y América.
Ese apasionamiento,
y la perduración de sus consecuencias interiores y exteriores, ha perturbado su
comprensión: el partidismo, directo o en forma de simpatía o antipatía -el
«tomar partido» desde fuera-, ha desfigurado constantemente la realidad de la
guerra y su desarrollo; últimamente se va abriendo camino una investigación más
documentada y veraz, y empiezan a aclararse muchos cosas: nos vamos aproximando
a saber qué pasó. Pero para mí persiste una interrogante que me atormentó desde
el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién
cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir? Que algo sea cierto no quiere
decir que fuese verosímil. Sabemos que esa guerra sucedió, con los rasgos que
se van dibujando con suficiente precisión; pero queda en pie el hecho enorme de
que muy pocos años antes era enteramente imprevisible, que a nadie se le
hubiera pasado por la cabeza, incluso después de proclamada la República, que
España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse implacablemente
durante tres años, y adoptar ese esquema de interpretación de sí misma durante
varios decenios más. ¿Cómo fue posible? Alguna vez he recordado que mi primer
comentario, cuando vi. que se trataba de una guerra civil y no otra cosa -golpe
de Estado, pronunciamiento, insurrección, etc.-, fue este: ¡Señor, qué
exageración! Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por
comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que
nadie podía esperar. En otras palabras, una anormalidad social, que había de
resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad primaria contra la
guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera
de los beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el
que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido,
aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había disimulado y
provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado. Y, por supuesto, mi
repulsa iba, dentro de cada bando, a aquellas fracciones que habían contribuido
más a que se llegase a la guerra, a las que eran sus principales promotoras, a
las que la aprovecharon y mantuvieron -en la victoria o en la derrota- su
continuación en una u otra forma.
La única manera de
que la guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente
entendida, que se vea cómo y por qué llegó a producirse, que se tenga clara
conciencia del proceso por el cual se produjo esa anormalidad social que desvió
nuestra trayectoria histórica. Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada,
quiero decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo:
únicamente esa claridad, difícil de conseguir, podría convertir en vacuna para
el futuro aquella atroz dolencia que sacudió el cuerpo social de España.
Habría que
preguntarse desde cuándo empieza a deslizarse en la mente de los españoles la
idea de la radical discordia que condujo a la guerra. Y entiendo por discordia
no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la
voluntad de no convivir, la consideración del «otro» como inaceptable,
intolerable, insoportable. Creo que el primer germen surgió con el lamentable
episodio de la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no
había cumplido aún un mes. Turbio suceso, cuyos orígenes nunca se han aclarado,
sin duda extremadamente minoritario y que en modo alguno reflejaba un estado de
opinión; pero la reacción del Gobierno fue absolutamente inadecuada, hecha de
inhibición, temor y respeto a lo despreciable -clave de tantas conductas sucias
en la historia-; y, por su parte, un núcleo de una muy vaga «derecha», que ya
no era monárquica y todavía no era fascista, identificó la República con ese
oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella. Es evidente
que los gobiernos republicanos -y no digamos los partidos- cometieron muchos
errores, pero aunque la única falta del nuevo régimen hubiese sido el 11 de
mayo, una porción considerable del país no lo hubiese perdonado nunca, le
habría negado sistemáticamente el pan y la sal, sin otra esperanza que su destrucción.
«Cuanto peor, mejor, fue la consigna que se acuñó por entonces, y que valdría
la pena datar con precisión.
Del otro lado, empieza a producirse desde muy pronto un fenómeno de «antipatía» que sustituye rápidamente a la euforia inicial de la República; se inicia una actitud negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del «otro», arbitrariamente unificado por la enemistad. Esta operación -primariamente mental y verbal- se hace desde dos puntos de vista que se irán haciendo convergentes: el clasismo y el anticlericalismo. Sobre este último hay que decir una palabra. El Diccionario de la Lengua Española define la voz «anticlerical»: «Contrario al clericalismo»; pero en el Suplemento a la edición de 1970 se añade una segunda acepción: «Contrario al clero». El primer anticlericalismo puede ser muy justificado, y lp han sentido innumerables católicos; el segundo es otra cosa, de más difícil justificación, y desempeñó un papel decisivo en la política de la época republicana. Grupos políticos bastante grandes se dedican muy especialmente a irritar á una considerable porción del país, a producirle incomodidad, a enajenarla y excluirla lo más posible de la empresa colectiva que hubiera debido ser abarcadura y sin exclusiones.
Con todo, nada de
esto era todavía discordia. El levantamiento del 10 de agosto de 1932 contra la
República fue asunto de pequeños grupos descontentos y sin respaldo en el país;
las insurrecciones anarcosindicalistas del año siguiente también eran fenómenos
minoritarios y locales. Todo ello provocaba una repulsa más o menos enérgica en
el torso de la nación, y por eso tenía escasa gravedad.
A mi juicio, lo más
peligroso fue el ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se
podría llamar oposición automática. La función de la oposición ha solido
entenderse en España de manera elemental y simplista; se ha creído que consiste
en oponerse a todo, automáticamente. Como la política, cuando es razonable,
tiene un amplísimo curso central independiente de las posiciones partidistas,
lo normal es que la oposición esté de acuerdo con el gobierno, salvo matices,
en la mayor parte de los asuntos; y que el gobierno tenga en cuenta las
preferencias -y las razones- de la oposición para suavizar sus propias
inclinaciones, e incluso renunciar a una fracción de su poder. En estas
condiciones, la oposición queda restringida a ciertas cuestiones especialmente
conflictivas o a aspectos en que caben dos cursos de acción bien diferenciados;
y en esos casos, la oposición adquiere todo su valor. Cuando, por el contrario,
es constante, independiente de los méritos de su gestión o las propuestas,
cuando ya se sabe que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde
luego «no» a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista y sin
significación concreta; pasa a ser mera fricción, obstáculo y desgaste. Esto
ocurrió muy pronto en los años de la República; y se fueron formando grupos que
ingresaban en la categoría de los mutuamente «irreconciliables». Se podría
hacer un catálogo de ásperas críticas de la derecha d la gestión de los
primeros gobiernos, no ya a sus frecuentes errores, sino a sus mayores
aciertos, por ejemplo, en el campo de la educación: nunca hubo un aplauso de
los partidos o los periódicos adversos. Y por supuesto podría decirle lo mismo
de los gobiernos del segundo bienio, desde fines de 1933. Nunca se juzgaba nada
por sus méritos objetivos, sino por quién lo hacía; no se salvaba la parte de
justificación -o aún de necesidad- de medidas que podían tener inconvenientes,
torpezas o incluso una dosis de injusticia. Se retenía sólo la parte negativa,
lo que podría tener de hiriente, de agresión o agravio, y se incubaba en
incansable hostilidad. Las medidas de reducción del Ejéctito de Azaña, el
retiro voluntario d|e los militares que así lo solicitaran, con conservación de
sus sueldos completos, etc., todo ello podía discutirse en su detalle, podía
tener una raíz de antimilitarismo o desconfianza en el Ejército, pero tenía
indudablemente justificación económica y política; estos aspectos positivos se
pasaron por alto -tal vez la única excepción fue Ortega-; unos vieron con
alegría la disminución de las fuerzas armadas; estas -y sus simpatizantes-
miraron como un agravio lo que habían aceptado voluntariamente; la mayoría de
los militares retirados fueron enemigos irreconciliables de la República, y
cuando estalló la guerra fueron tratados no ya como adversarios ideológicos,
sino como enemigos activos, y se hizo todo lo posible por exterminarlos.
Esta medida-en
realidad excesiva e insuficiente a la vez, como la experiencia posterior
demostró- no hizo más que condensar y exacerbar un resentimiento que era
frecuente entre militares, los cualesj por razones muy complejas, llevaban
mucho tiempo de sentirse «segregados;» del conjunto de la sociedad, «oscuros»
por comparación con los estratos más aventajados y brillantes, y sobre todo con
la imagen inicial al comienzo de sus jarreras o de que habían gozado en
Marruecos. Este resentimiento, unido al o!e muchos intelectuales -a ambos
extremos del espectro político- fue un elemento capital en la génesis de la
actitud que desembocó en la guerra civil.
Nada de esto hubiese
sido suficiente para romper la concordia si hubiese
existido en España
entusiasmo, conciencia de una empresa activa, capaz de arrastrar como un viento
a todos los españoles y unirlos a pesar de sus diferencias y rencillas. La
falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los
que la desean y buscan cultivan el desencanto»,
la «desilusión», la «decepción», el «desaliento» y esperan sus frutos, agrios
primeros, amargos después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda
razón, desde 19 76? |
La humanidad tiene
bastante horror al gris; necesita algo estimulante, incitante, atractivo. La
República -sobre todo la palabra «República»- suscitó una oleada de entusiasmo,
pero los republicanos fueron incapaces de mantenerlo. Sus partidos eran
excesivamente «burgueses» (en el mal sentido de la palabra, quiero decir
prosaicos); eran también arcaicos, dependientes del siglo XIX, lastrados de
viejos tópicos: anticlericalismo, vago federalismo, afición a las sociedades
secretas, un tipo de «liberalismo» rancio, negativo y casi reducido a
desconfianza del Estado, en una época en que la marea ascendente de su culto
era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que había bue orientar y aprovechar.
Era imposible que los jóvenes se entusiasmaran por Ips partidos republicanos, y
el republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una
retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue
ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes
creían encontrar, por lo menos, pasión.
Ni siquiera las
posiciones toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el
entusiasmo mientras se mantuvieron en el área de la lucha política y dentro de
los supuestos democráticos. Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron
las riendas del poder sucesivamente, fueron el socialista y la CEDA. Los dos
resultaron «aburridos», poco incitantes, «administrativos»; tuvieron mayorías
-relativas- mecánicas, debidas sobre todo a la cosecha de hostilidades de signo
contrario, pero sin vigor propio.
El partido
socialista fue combatido ferozmente desde dentro, con una virulencia que los
que no lo vieron no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario
Claridad. Es decir, por un «socialismo» utópico y revolucionario, que
desembocaba directamente en el comunismo -las Juventudes Socialistas Unificadas
fueron el «ensayo general con todo» de la operación en curso-, hostil a la
democracia, a los aliados «burgueses», fiado en la violencia, con programas
inaceptables por todos los demás y, lo que es más, irrealizables en las
circunstancias españolas.
En cuanto a las
«derechas democráticas», fueron despreciadas por las más violentas, combativas
y expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre sentimental.
Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían una ventaja
inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, familiarizados con la
literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados -como sus enemigos más
opuestos-ai estilo «militan) (si se prefiere, «militante»): himnos y banderas
más que ficheros y estadísticas.
En Europa, no se
olvide, lo civil ha solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar
ni eclesiástico), y esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo
prosaísmo que ha sido el tono de la República francesa y de la alemana de
Weimar (Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la
cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o
azules). No se ha sabido casi nunca -en España, en 1931, desde luego no se
supo- crear una imagen afirmativa y atractiva de la condición civil (y
civilizada), de la libertad y la convivencia; tal vez sólo durante el
liberalismo romántico, inspirado por una buena retórica eficaz y por la doble
imagen de la bella reina regente María Cristina y la reina niña Isabel II.
Añádanse ahora
-ahora, y no antes, porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy
reales en el quinquenio que duró la República. Mientras la Dictadura de Primo
de Rivera (1923-29) se había beneficiado de la prosperidad, de la bonanza
económica que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del
comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron
sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las
causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933). Europa era bastante pobre;
España lo era resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos,
obreros, clases medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio
siglo después ni siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó
a la mayoría de la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se
intensificó (el paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso,
que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas
constantes aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza,
desalentaron la inversión, aumentaron el pak previo, desarticularon la economía;
una reforma agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del
campo. Los extremos del espectro político no sintieron esta crisis, más bien la
fomentaron: unos, porque el malestar fomentaba el descontento, y con él el
espíritu revolucionario, que el bienestar hubiese mitigado o desvanecido; los
otros, por una profunda y egoísta insolidaridad, por una esperanza de que el malestar
económico y social impidiese la consolidación de la República, fieles al lema
de «cuanto peor, mejor».
Se dirá que todo
esto era muy grave y hacía presagiar una descomposición del cuerpo social;
pero, a pesar de su importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad
que es una guerra civil. Se avanzó a ella por sus pasos, muy rápidos
ciertamente. El primero, la politización, extendida progresivamente a estratos
sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos
los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba saber de un
hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de
«derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática. La política se
adelantó desde el lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano,
dominó el horizonte, eclipsó toda otra consideración. Ello produjo, en un
momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una
retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de
simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a
meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos,
elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción, a una
deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada.
En una gran porción
de España se engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante
la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se siente
amenazada por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción
clara); pérdida de la condición de «país católico» -aunque el catolicismo de
muchos que se horrorizaban fuese vacuo o deficiente-; perturbación violenta de
los usos, incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar,
inteligible, cómoda.
Frente a este horror,
el mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la
intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la
expresión- de todas las formas <jle vida, estilos o clases que no encajasen
en el esquema convencional. Los españoles menores de sesenta años -y muchos
mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años,
desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El
Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de
otras ciudades que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el
mimetismo de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los
estímulos totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá
del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del
partido socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como
término genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la
italiana (desde 1933, Mussolini irá a remolque de Hitler, y es el año en que se
consolidan en España las tendencias que rara vez se denominarán «fascistas» por
los que las defienden, pero sí «nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia
«nacionalsocialista»).
¿No había otra cosa?
Sí. Por una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones
arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo. Por otra, los que intentan
defender una «democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura
borrosa de las llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas
de temor ante los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y
gallardía, oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la
aceptación de cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas
de un parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte
enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la
política de concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las
llevará a una política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda
guerra mundial.
Yo añadiría todavía
un factor más, que me parece decisivo para explicar la ruptura de la
convivencia y finalmente la guerra civil: la pereza. Pereza, sobre todo, para
pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a
los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus
temores. Más aún, para realizar en continuidad las acciones necesarias para
resolver o paliar esos problemas, para poner en marcha una empresa atractiva,
ilusionante, incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que
dispensan de pensar y actuar. En vez de pensar, echar por la calle de enme-dio.
Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su
receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.
No se puede entender
la situación española del cuarto decenio de este siglo si se la aisla del
conjunto de la europea. En 1931, según mis cálculos, se produce un cambio
generacional; es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los
nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a
la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio. Es el punto en
que se inicia en toda Europa el fenómeno de la politización, y con él la
propensión a la violencia. No hay más que ver en una cronología detallada la serie
de los sucesos en los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1931 para
ver cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a perderse el respeto a la
vida humana. Ese periodo generacional, que se extiende hasta 1946, es una de
las más atroces concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay
que entender la guerra civil española.
Pero -se dirá- en
otros países no se llegó a tanto. La guerra mundial fue otra cosa, no
propiamente una «discordia», una crisis eje la convivencia. Además, muy
probablemente fue «estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un
tiempo como «cebo» y «ensayo». Todo esto es cierto, pero la consecuencia que de
estas consideraciones hay que extrabr es que en la guerra civil hubo un
decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con insistencia, no
fue necesaria, no fue inevitable. Creo, por el Contrario, que la guerra civil
hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a una
situación sin duda difícil y peligrosa.
La guerra fue
consecuencia de una ingente frivolidad. Esta me parece la palabra decisiva. Los
políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras
representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban
«intelectuales» (y desde luego de los periodistas), la mayoría de los
económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los
dirigentes de sindicatos, se dedicaron & jugar con las materias más graves,
sin el menor sentido de responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo
que hacían, decían u omitían. La lectura de los periódicos, de algunas revistas
«teóricas», reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes, de
pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la
realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como
enemigos reales, no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría
en un momento de increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado
cita en España unas cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y
responsables de toda nuestra historia. Lo cual hace más grave el hecho
escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberada, cínicamente
desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese
capítulo.
Los años de la
República estuvieron dominados por la falta de imaginación, la incapacidad de
prever, de anticipar las consecuencias, de proyectar un poco lejos. No se llegó
a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra -por la
derecha y por la izquierda- que sólo se aceptaban sus resultados si eran
favorables; unos y otros estuvieron dispuestos a enmendar por la fuerza la
decisión de las urnas, sin darse cuenta de que eso destruía toda posibilidad
política normal y anulaba la gran virtud de la democracia: la de rectificarse a
sí misma. El 10 de agosto de 1932 fue el primer síntoma de esa Actitud, que
tuvo su correlato en los levantamientos anarquistas del año siguiente; pero la
irresponsabilidad máxima fue la insurrección del partido socialista en octubre
de 1934, aprovechada por los catalanistas, que llevó a la destrucción de una
democracia eficaz y del concepto mismo de autonomía regional. Se negó entonces
la validez del sufragio, la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la
estructura jurídica de la República española-, todo en una pieza. La democracia
quedó herida de muerte. Los gobiernos de esta segunda etapa, lejos de tratar de
enmendar lo que les parecía peligroso para la nación o para la religión en la
legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su propaganda-,
prefirieron dedicarse a restablecer egoístamente pequeñas ventajas económicas
para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron a la
disolución de Cortes, las elecciones de febrero de 1936, el triunfo en ellas
del Frente Popular y, poco después, la guerra civil.
Pero, ¿puede decirse
que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil?. Creo que no, que casi nadie español la quiso.
Entonces, ¿cómo fue posible? Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que
resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos, b)
Identificar al «otro» con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como
peligro real, como adversario eficaz, d) Eliminarlo, quitarlo de enmedio
(políticamente, físicamente si era necesario).
Se dirá que esto es una
locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces,
y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número). La locura puede
tener causas orgánicas, puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero
también puede tener un origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni
psíquica. Si trasladamos esto a la vida colectiva, encontramos la posibilidad
de la locura colectiva o social, de la locura histórica. (El irán, en el
momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único). Sin
recurrir a esta idea, ¿puede entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en
Alemania, los doce años de historia que van de 1933 a 1945? La Revolución rusa
fue otra cosa: locura lúcida de una exigua minoría, operando in anima vili
sobre un inmenso cuerpo social de «almas muertas», inertes.
Conviene recordar
que la situación española en el primer tercio del siglo había sido de promesa
constante, en gran parte realizada. Desde el desastre del 98, la sociedad
española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante
la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades
habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de
la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República. Desde el
punto de vista de la cultura superior-filosofía, literatura, arte,
investigación-, se había entrado en un siglo de oro. Las esperanzas de un joven
de mi generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue
el símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la
libertad. La España estudiada e interpretada por Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez
Moreno, Asín Palacios, Ortega y los historiadores y filólogos más jóvenes;
imaginada y recreada literariamente por Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los
Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y
los poetas «del 27»; pintada por Regoyos, Zuloaga, Solana, Palencia; la que
tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros cuantos; la que había empezado a
investigar-en escasa medida, pero tan bien como cualquiera- con Cajal, Cabré,
Palacios, Catalán; la que había creado, por primera vez desde hacía tres
siglos, una filosofía original y un comienzo de escuela sin adanismo -Ortega,
Morente, Zubiri, Gaos-, esa España, en tantos sentidos incomparable con todas
las anteriores desde mediados del siglo XVII, desde Quevedo y Calderón, fue la
que de repente fue negada a medías por fracciones que ni siquiera poseían ni
retenían la mitad de lo que pretendían defender. De esa España nos despojaron a
los españoles -y a nuestros hijos no nacidos- los que quisieron la guerra (o no
les importó dejarla llegar), los que fueron internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía
examinar una cuestión delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la
sociedad española lo que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se
disminuyeron sus defensas, para llevarla adonde no quería ir. He insistido en
el carácter no ya minoritario sino! exiguo de los grupos que habían de resultar
representativos y decisivos durante la guerra civil. Conviene tener presente
que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en
las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de
1936. En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya
que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una
coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española. Lo
cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la
política en la zona «republicana» y que Falange fíjese el «partido único» en la
«nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria.
El proceso que se
lleva a cabo entre los años 31 yi 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934
a 1936) consiste en la escisión del cuerpo social mediante una tracción
continuada, ejercida desde sus dos extremos. Ese torso de la sociedad, que poco
o nada tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus
pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político
(reducirlos a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, («el fleco demencial»),
se dejó dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos fragmentos que
«no querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y
se ejerce casi siempre- esa tracción? Mediante una forma de sofisma que
consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de
comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica
ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no
requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones,
diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran
desde el primer momento más allá de e|la, envueltos en análisis, procesos o
disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas
discusiones, que no se rehuyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión
de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin
critica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda
discusión ulterior. Los dos elementos (repetición y utilización) son
esenciales; el primero produce
una especie de «anestesia» o de efecto «hipnótico»; el segundo «pone a prueba»
la tesis que interesa, de una manera sumamente curiosa, que no es probarla,
demostrarla o justificarla, sino hacerla funcionar. Se sobrentiende que su
funcionamiento es prueba de su verdad. Si con esta idea como guía se hiciese un
examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la
guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores,
me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado
proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a la
situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar en
el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).
La única defensa de
la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio
de la lógica escolástica: negó suppositum, niego el supuesto. Si se entra en la
discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen,
se está perdido. Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos
intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y
formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación;
sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste
en una omisión. (Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la
eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de
Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito
a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras manos.)
De ahí la necesidad
de un pensamiento alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas,
especialmente los que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo
raciocinio de antemano. Esta es la función política que puede esperarse de los
intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no políticos, que se ajusten
a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo no se hace. ¿Faltó esto
en los años que precedieron a la guerra civil? ¿No era una época en que los
intelectuales gozaban de gran prestigio, no había entre ellos unos cuantos
eminentes y de absoluta probidad intelectual? Ciertamente los había; pero
encontraron demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de
resistencia o difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye
llover»; llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español
decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o
fanatizado, a su perdición. Tengo la sospecha -la tuve desde entonces- de que
los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado
pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado
pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer
comprensible cómo se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando
la realidad española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos
en algo abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se
interponga y mitigue el odio; cómo se manipuló hábilmente al pueblo español
desde dos extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo
de las soluciones más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo
y eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que
nadie contaba con ella. Los que la promovieron más directamente creían que se
iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar sencillísima,
estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de puente entre el
ejército victorioso y el país. Los que llevaban muchos meses de provocación y
hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los partidos de
derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la gran ocasión
esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos jurídicos, la
«república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social (lo malo es que
dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de desgarrarse
mutuamente poco después).
Todos sabemos que
las cosas no sucedieron así. La sublevación fracasó; el intento de sublevarla,
también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni
arrepentimiento, fue la guerra civil.
Si se la mira desde
este punto de vista, creo que se puede comprender mejor su desarrollo. Lo
primero que hay que decir-porque es lo más grave, lo diferencial de esta
guerra- es que en ella lo de menos fue la\ guerra. Las víctimas de ella fueron
secundariamente las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre
todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal). Es decir, la lucha
fue, más que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»;
y no contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino
contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida
arbitraria y estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta
concreta, inherente a la persona e irremediable. Las personas pertenecientes a
ciertas categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían
escape; estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la
huida o el ocultamiento.
En la zona que se
llamó «nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se
sumó al «movimiento» fue {perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de
los militares) por rebelión. Esta persecución se extendía a todos los afiliados
a partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales, ni los
pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, ios masones. En la
zona «republicana» («roja» pafa los enemigos), solamente los partidos del
Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos los
demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los
falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos,
monjas, etc., si no se escondían a tiempo eran exterminados. En ambas zonas,
todos los que no eran incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones»
dejaron sin puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba
«desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la
depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos,
sometidos a vejaciones y peligros. La condición de militar retirado en una
zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y, con
bastante probabilidad, la muerte. Por supuesto, en la zona republicana, con la
excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios
de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados
sistemáticamente. En toda España se constituyeron tribunales («de guerra» o
«populares») sin la menor garantía jurídica y de particular ferocidad; estaban
compuestos, en un caso, por representantes de todos los partidos del Frente
Popular y de las organizaciones sindicales; en las otro, por militares y
representantes políticos. Esto sin contar con las abundantísimas «checas» o sus
equivalentes, absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de las prisiones,
con pretextos de traslados que solían ser al otro mundo.
No me interesa
recordar el aspecto más horrible y siniestro de la guerra sino para recordar
que fue un universal terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino
contra los que se podían considerar neutrales o incluso partidarios no
fanáticos o incondicionales, dentro de la propia zona, lo cual significó un
chantaje generalizado, que excluía toda crítica y todo matiz de posible
disidencia. Así se llegó a la aceptación de todo (incluida la infamia), con tal
de que fuese «de un lado».
La consecuencia
inevitable fue el envilecimiento. Nadie quería quedarse corto, ser menos que
los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los
adversarios. Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su
falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo».
Esta diferencia puede comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el
republicano de Madrid y el franquista de Sevilla. La mentira, como puede verse
allí mismo día por día, dominaba en ambos campos por igual.
Esta actitud, unida
a la decisión de «pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-,
llevó a que la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese
literalmente vergonzoso. Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo
que escribieron muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos,
profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de
decoro literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de
excepciones. En algunos casos, lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento,
y pasada la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus
autores; en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la
denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia.
Una de las pruebas
de ese estado de abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las
trincheras provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos. La
hostilidad máxima se reservaba para los que no se sentían adscritos a ninguno
de los dos beligerantes, no por indiferencia o desinterés, sino por considerar
a ambos inaceptables. El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo
de todos, contra el cual todo estaba permitido. Por eso, tomar esta posición
fuera de España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo
dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y
colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el
de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho
hasta ahora me parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a
la guerra civil. Si no se tiene en cuenta, es completamente ininteligible que
un pueblo como el español, de tan larga a ilustre historia, creador de una de
las tres o cuatro grandes culturas modernas, en un momento de esplendor
intelectual y literario, sin ningún problema objetivamente grave, no digamos
insoluble, al día siguiente de lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su
vida, de repente se encontrara con que no podía seguir conviviendo, se llenara
de odio y se dedicase al exterminio de sus hermanos durante tres años. Es menester
recordar los pasos por los cjue se llegó a una situación mental colectiva que
tenía muy poco que ver con la realidad; es decir, con la realidad si se omite
el estado mental, que naturalmente era parte de la realidad española en 1936.
Quiero decir que, lejos de ser la guerra inevitable, su origen efectivo no fue
la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el
desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares,
llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuantjo era distinto a ellas. Y esto
es, literalmente, una anormalidad de la vida colectiva, que algún día podrá
diagnosticarse con precisión, cuando se vaya, más allá de la psiquiatría, a una
«bioiatría», a un conocimiento de la patología de la vida biográfica,
individual y social.
Pero la realidad
total de la guerra civil no se agota en lo que he dicho. Una vez estallada, una
vez iniciada, desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra.
Esta expresión es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en
que se está. Se vive dentro de la guerra, en su ámbito. Las cosas se ordenan en
otra perspectiva; el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación;
pierden importancia muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la
vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano-por ejemplo, el
valor-; se altera el «umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor; surgen
relaciones inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la medida de
sí mismos al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros, esfuerzos; se
conocen en dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es
-se ha dicho mil veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque
introduce la división y el odio entre compatriotas, amigos, hermanos. Su
especial intensidad le viene de eso y de que es más inteligible -empezando por
la lengua del enemigo, pero no sólo la lengua, sino todo el repertorio de
creencias, usos, proyectos, esperanzas-, para no entenderse que lleva a la
guerra procede de la distorsión de un entenderse, demasiado bien, que no se da
en las guerras internacionales.
La guerra civil
española estuvo arrimada por un violento, apasionado patriotismo;, en ambos,
lados. He insistido con la máxima energía en los aspectos negativos, en la
infinita torpeza, en la culpabilidad de los promotores de la guerra, en la
anormalidad que la constituyó. Pero una vez «en guerra»,, una vez estallada y,
de momento, inevitable, era menester en alguna medida lomar partido, preferir
un beligerante a otro, aunque los dos pareciesen torpes,, violentos, injustos,
condenables. He dicho preferir; es la condición de la vida humana; no> se
aprueba, tío se estima.,, nwo> apetece,, no gusta necesariamente lo que se
prefiere; el que prefiere la operación a la peritonitis no tiene la menor
complacencia en lo preferido; el que salta por una ventana para escapar a las
llamas no tiene nada a favor del salto: simplemente le parece el mal menor.
A ambos lados,
innumerables españoles sintieron que había que combatir para salvar a España;
incluso los que pensaban que en todo caso caminaba hacia su perdición, creían
que uno de los términos del dilema era preferible, que el otro era más
destructor, o más injusto, o más irremediable o irreversible. Añádase la
propaganda, la retórica bélica, el contagio del entusiasmo positivo de los que
lo sentían, el horror hacia las maldades -demasiado ciertas- del enemigo. Al
cabo de unos meses, millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero
llenos de entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella.
Especialmente los
muy jóvenes, que soportaron más que nadie el peso y el sufrimiento de la
guerra; y las mujeres, que sólo en mínima proporción la habían querido, que la
padecían en mil formas; y, en general, las personas sencillas, sin influencia
en la vida colectiva, con un mínimo de responsabilidad, sujetos pasivos de
todas las manipulaciones. La guerra suscitó la movilización de enérgicas
virtudes: la capacidad de sacrificio, la generosidad, la hermandad, la
impavidez frente al dolor o la muerte, el heroísmo.
Se puede pensar -se
debe pensar- que todo aquello estaba mal empleado, que tal cúmulo de virtudes,
tal capacidad de esfuerzo, aplicados a algo inteligente y constructivo habrían
puesto a España en pocos años en la cima de su prosperidad y plenitud, en lugar
de dejarla cubierta de escombros, campos asolados, muertos, mutilados,
prisioneros, odiadores y criminales. Pero esto no debe ocultar la evidencia de
que los españoles extrajeron de su fondo último una impresionante suma de
energía, resistencia y entusiasmo.
Los mitos se
acumularon en ambas zonas. La justicia social, la redención del proletariado,
la revolución universal, la civilización cristiana, la unidad de la patria
desgarrada, el orden, la familia. Poco importa que, en nombre de todo eso, se
cometieran atroces violaciones de lo mismo que se pretendía defender. El mito
que tuvo más aceptación y cultivo fue el de la independencia. La presencia de
combatientes italianos y alemanes en la zona «nacional», de las brigadas
internacionales y «consejeros» soviéticos en la «republicana», fueron suficientes
para que se hablase en las dos de «invasión» (la presencia de los moros en el
campo «nacional» dio lugar a muy sabrosos comentarios, y obligó a desarrollar
con muchos circunloquios el tema de la «Cruzada»). Al cabo de algún tiempo, la
propaganda de ambas zonas hablaba como si algunos españoles, por casualidad,
combatiesen en el lado de enfrente, meros «cómplices» de los invasores
extranjeros.
Esto era, como es
notorio, una absoluta falsedad, pero servía para oscurecer el hecho cierto e
incontrovertible de la manipulación de los españoles por los gobiernos de
Italia, Alemania y la Unión Soviética, de su influencia decisiva en la génesis
de la guerra y en su desarrollo. (Y cuando pasó el peligro, cuando uno de los
bandos logró la victoria, cuando ya no fue necesaria esa propaganda y convenía
más otra, la de la solidaridad totalitaria entre Berlín, Roma y Madrid, sus
conexiones durante la guerra fueron proclamadas y aireadas por los vencedores y
sus aliados; basta con leer los periódicos de abril y mayo de 1939, las
noticias y los comentarios de los que en ellos escribían lo que tal vez
prefieren olvidar).
Todo esto funcionó
de manera decisiva en el desenlace de la guerra. En diversas ocasiones, más
entre los republicanos que entre sus enemigos, había habido deseos y hasta
intentos de terminarla por un convenio o arreglo, por una paz. La derrota de
los italianos en Brihuega -de la que, si no me engaño, se alegraron incluso
muchos españoles de la zona «nacional»- fue un primer momento oportuno, pronto
frustrado. (La detención del ejército hasta entonces victorioso a las puertas
de Madrid hubiera sido la gran ocasión, pero la situación global en noviembre
de Í936 la hacía imposible.) La toma de Teruel por los republicanos, en el
invierno 1937-38, fue quizá la oportunidad más favorable, pero los partidarios
de la paz eran débiles y fueron barridos de ambos lados. Desde poco después, la
suerte de la guerra estaba echada: la República estaba derrotada -es decir, lo
que quedaba de la República, lo que se seguía llamando así-, y el final era
cuestión de tiempo. ¿Sólo de tiempo? De miles de muertes, destrucción,
pérdidas, dolor.
Aquí funcionó una
vez más el aspecto más repulsivo de todo este proceso. Del lado «republicano»
-y nunca más justificadas las comillas dubitativas-, se decidió la prolongación
a ultranza de la guerra, aunque estuviese enteramente perdida, porque ese era
el interés del «proletariado universal», al cual se podían sacrificar otras
cien mil vidas españolas. Del lado «nacional» se inventó la funesta fórmula
-usada en 1945 por los vencedores de la guerra mundial- rendición sin
condiciones, lo cual quería decir «victoria sin vencidos», sin conservarlos
como sujeto del otro lado del desenlace de la guerra, destruyendo así lo que
esta pueda tener de civilizado. La historia del mes de marzo de 1939, nunca
bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento
directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en última instancia.
Un análisis riguroso de lo que sucedió en ese mes, de lo que se hizo y se dijo,
arrojaría una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la
contienda y sobre las posibilidades -destruídas- de la paz. Tal vez algún día
intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas
decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro.
No se entiende el
final de la guerra si no se tiene presente que en el lado republicano, y
especialmente en Madrid, había un heroico cansancio, después de dos años y
medio de asedio, hambre, frío, bombardeos y cañoneos diarios, condiciones de
vida que tal vez ninguna ciudad haya soportado tan estoicamente y durante tanto
tiempo. Creo que se llegó a producir una peculiar solidaridad entre los
madrileños, más allá de sus divisiones ideológicas y sociales, de la
persecución que muchos habían 'padecido -ferozmente en los primeros cuatro
meses, con menos encarnizamiento después-; sólo esto explicaría la conducta de
los madrileños que se sentían vencedores cuando la guerra terminó, tan superior
por su generosidad y tolerancia a la del ejército de ocupación que entró en
Madrid, sin lucha, el 28 de marzo, y sobre todo a la de los funcionarios
políticos que tomaron posesión de la capital en los meses siguientes.
En la zona
republicana, además de cansancio había una infinita desilusión. Se sentían
burlados, engañados, manipulados, utilizados por los más representativos de sus
dirigentes. Además, desde el 5 al 28 de marzo se les había dicho la verdad-caso
único desde julio de 1936 hasta fines de 1975-. Los vencidos se sabían
vencidos, y lo aceptaban en su mayoría con entereza, dignidad y resignación;
muchos pensaban -o sentían confusamente- que habían merecido la derrota, aunque
esto no significara que los otros hubiesen merecido la victoria. Los justamente
vencidos; los injustamente vencedores. Esta fórmula, que enuncié muchos años
después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil,
podría traducir, pienso, el sentimiento de los que habían sido beligerantes
republicanos.
Sobre este suelo se
pudo edificar la paz. Si así se hubiera hecho, si se hubiese establecido una
paz con todos los españoles, vencedores y vencidos, distinguidos pero unidos,
con papeles diferentes pero igualmente esenciales, al cabo de poco tiempo la
guerra hubiese desaparecido tras el horizonte, como el sol poniente, y hubiese
quedado una España entera, más allá de la discordia.
No fue así. En lugar
de una reconciliación -aunque la dirección de los asuntos públicos hubiera
recaído de momento en manos de los vencedores-, se inició una represión
universal, ilimitada y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida.
Se pueden repasar las conductas y las palabras -incluso impresas-de los que
entonces gozaban de prestigio e influjo, y cuesta encontrar la más tímida
petición de clemencia, no digamos una defensa, o una repulsa de la represión. Y
hay que incluir, y muy especialmente, a los que posteriormente se han sentido
invadidos de entusiasmo por las tesis y las figuras que implacablemente
combatieron hasta después de su derrota.
Un elevadísimo
número de españoles tuvieron que abandonar el país; entre ellos se encontraban
no pocos de los más eminentes. Cientos de miles pasaron por las prisiones, más
o menos tiempo -el suficiente para dejarlos heridos y, en muchas casos, llenos
de perpetuo rencor-; bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones
jurídicamente atroces, y en muchos casos por «delitos» que, aun siendo ciertos,
hacían monstruosa la sentencia. Se estableció -y en principio para siempre- una
distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los «desafectos», los
que tenían, más que derechos, privilegios, y los que carecían de ambas cosas.
Esto condujo a la perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada. A esto ayudó sin duda la continuidad de la guerra española con la mundial, el establecimiento de paralelismos./0/sas, pero no por ello menos perturbadores. Se produjo una «fijación» de las posturas, una especie de congelación, en virtud de la cual muchos decidieron vivir de las rentas de la guerra. Entre los vencedores esto podía tener un sentido literal, pero entre los vencidos se dio la misma actitud: una incapacidad de cambiar, de enterarse de lo que pasaba, de mirar hacia adelante, de vivir el tiempo real. La actitud de «los mal llamados años» ha hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en España) vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo -el de sus vidas- no mereciera llamarse así.
Naturalmente, esto
era una engañosa ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza
-dice un verso de Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de
mis libros-. El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni tropieza; pasa, se desliza
de entre nuestras manos, constituye nuestra vida. Por debajo de las
apariencias, incluso de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una
fantástica transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de
superar todas las pruebas y dificultades. Varias generaciones nuevas han
aflorado en nuestro escenario histórico, han ido ocupando su puesto, ensayando
su estilo, se han ido esforzando por realizar sus oscuros deseos, sus
pretensiones a veces no bien formuladas; lo han hecho con recursos
inimaginables antes, que nunca habían poseído los que hicieron o padecieron la
guerra; han estado oyendo las viejas palabras de unos y otros, sin acabar de
entenderlas, como algo que apenas tiene que ver con la realidad, como un rumor
habitual y monótono que impide oir las voces que habría que escuchar. Así fue
creciendo la distancia entre la España real y las dos Españas «oficiales»
congeladas, petrificadas en los gestos de la beligerancia.
Esta es la situación
actual; desde ella hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para
recordarla -es decir, llevarla otra vez al corazón- como algo absolutamente
pasado, como nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos
expondría a repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de
nosotros, sin que sea un estorbo que nos impida vivir, esa operación que se
ejecuta hacia adelante.
Tenemos que eludir
el último peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra
beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellas había
perdido su eficacia y era inoperante. Entre 1936 y 1939 los españoles se
dedicaron a hacer la guerra, a intentar ganar la guerra; desde esta última
fecha malversaron lo que habían conseguido, no supieron edificar adecuadamente
la paz. Esta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la
guerra, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir,
social, que nos acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido
tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de
nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y
aceptación de nuestro destino.
Madrid, Semana Santa
de 1980.
J.M.*
Escritor y
catedrático de Filosofía. Miembro de la Real Academia Española.
1 Publicado
originalmente en el volumen VI (Camino para la paz. Los historiadores y la
guerra civil) de la edición ilustrada de La guerra civil española, de Hugh
Thomas (Ediciones U rbión) y, posteriormente, en Cinco años de España, editado
por Espasa Calpe.