viernes, 28 de diciembre de 2012

XI. LA NEUTRALIDAD DE ESPAÑA



XI. LA NEUTRALIDAD DE ESPAÑA
Hace por ahora tres años, un diplomático español, hombre importante en su carrera, me decía: «Se habla mucho de nuestra política internacional. ¿Pero qué necesidad tenemos de una política internacional?».
Aquel diplomático había llegado, por el camino de su reflexión personal, a una conclusión equivalente a la que solía profesar la mayoría de la opinión española. España —decían casi todos—, escarmentada de antiguas aventuras, debe permanecer apartada de los conflictos europeos y atender a su reconstrucción interior.
En el fondo de esta opinión palpitaba, aunque no todos lo advirtiesen, una punta de orgullo nacional lastimado.
Con su gran historia, y consciente de su debilidad actual —comprobada con dolorosa sorpresa del vulgo en las guerras coloniales y en la guerra con los Estados Unidos al finalizar el siglo XIX— el español se avenía mal a representar un papel de segundo orden.
Su divisa parecía ser: César o nada.

Alienta también en aquella opinión el sentimiento de que España, en tiempos pasados, fue tratada con injusticia cruel por sus rivales en la preponderancia europea. Justificado o no, ese sentimiento se mantiene vivo por la enseñanza y la educación en ciertas clases de la sociedad española.
Esta inclinación a la renuncia, entre desdeñosa y enojada, tomó su forma definitiva después de los desastres de 1898.
También entonces España se creyó abandonada por Francia e Inglaterra ante la omnipotencia agresiva de los Estados Unidos.
En rigor, España cosechó entonces, además de los frutos de una alucinación (se le hizo creer al pueblo que el poder naval de los Estados Unidos era desdeñable) los de su aislamiento voluntario.
Con un imperio colonial, España, además de carecer de escuadra, no había preparado el menor concierto diplomático que pudiera servir de relativa garantía a su integridad.
De hecho, el papel activo de España en Europa se había acabado con las guerras napoleónicas. Los antecedentes y resultados de tales guerras dejaron en el ánimo español un surco profundo de amargura y rencor.
Del imperio francés, España recibió la criminal agresión contra su independencia. Siguió una guerra atroz, que dejó al país sumido en la pobreza y la anarquía por medio siglo.
Más tarde, la Francia legitimista hizo en España la intervención de 1823 para restaurar el despotismo.
El sentimiento liberal, agraviado, por la política de Chateaubriand y el patriotismo, inflamado por el recuerdo de las depredaciones napoleónicas, coincidieron en mantener durante todo el siglo XIX la significación antifrancesa de la fiesta del 2 de mayo (insurrección de Madrid contra Murat).
Solamente en 1908, con motivo de la exposición franco-española de Zaragoza, celebrada precisamente con ocasión del centenario de la guerra, el gobierno español se decidió a quitar, a aquella fiesta, el carácter nacional que antes tenía, reduciéndola a una fiesta local.
Eran los tiempos de la entente cordial, de los pactos sobre Marruecos. Los agravios  antifranceses del patriotismo español, parecían borrados.
Todo el mundo aceptaba que las agresiones napoleónicas no eran, esencialmente, una política nacional de Francia.

Acerca de Inglaterra, el instinto popular español, cree saber que es muy mal enemigo. De las guerras de Carlos III y Carlos IV con Inglaterra, de la destrucción del poder naval español en Trafalgar, viene el dicho: «Con todo el mundo guerra, paz con Inglaterra».
El auxilio militar británico en la guerra de la Península contra Bonaparte, tuvo la importancia decisiva que nadie desconoce. Pero, aunque solicitado desde el primer momento por los directores de la resistencia española, el auxilio británico no amansó, ni mucho menos, las antipatías de los patriotas.
Las relaciones del ejército inglés con el gobierno y el pueblo de España, distaron de ser fáciles ni cómodas.
La política británica en la emancipación de las colonias españolas de América, no favoreció, ciertamente, un mejor acuerdo entre ambos países. La cuádruple alianza (Inglaterra, Francia, España y Portugal), no sirvió de gran cosa; pero marcó una aproximación entre los gobiernos.

El de Palmerston era favorable a la causa legítima del Partido Constitucional, representado por Isabel II. Por este motivo, Palmerston fue popular en España.
Arrasada por una guerra civil feroz, sin dinero, sin barcos, sin cohesión interior, sin prestigio, España parecía a dos dedos de perder su independencia.
Los agentes británicos y franceses en la Corte de Madrid, se disputaban la influencia sobre el gobierno español, intervenían en la política, como en país de protectorado.
Por el boquete de la guerra civil penetra fatalmente, de una manera o de otra, la preponderancia extranjera.
El caso se ha repetido en forma mucho más grave, con motivo de la guerra que acaba de concluir. No obstante, apenas restauraban medianamente la paz, los gobiernos españoles acometieron durante el siglo XIX algunas aventuras exteriores, por razones de prestigio, y creyendo continuar una tradición nacional: expedición a Roma (1849), guerra de África (1860), expediciones a México y Santo Domingo.

Todas concluyeron en puros desastres, o en dispendios estériles de vidas y haciendas.
El punto más bajo de la depresión del espíritu nacional español, coincide con el albor del siglo XX.
Españoles muy distinguidos creían llegado el fin de nuestra historia de pueblo independiente.
El polígrafo Costa popularizó un programa de regeneración nacional, sobre estos postulados: «Triple llave al sepulcro del Cid» (es decir, proscripción de la política de aventuras, del espíritu belicoso, del panache español); «despensa y escuelas» (es decir, dar de comer al pueblo e instruirlo).
Más que inventarlas, Costa traducía en esas fórmulas un estado de espíritu nacional.
Fueron popularísimas.
Los programas políticos de entonces se impregnaron de costismo.
Y aunque Costa, con apariencias de revolucionario, era profundamente conservador e historicista, sus predicaciones fueron especialmente bien acogidas y utilizadas por los partidos de izquierda.
En el orden exterior, la clausura definitiva del sepulcro del Cid se traducía así: neutralidad a todo trance.
En eso, los españoles estaban, por una vez, unánimes. Consistiendo la neutralidad, por definición, en  abstenerse, a la gente común le parecía que la neutralidad era la menor cantidad de política internacional que podía hacerse.
Con todo, es indispensable que la neutralidad pueda ser voluntaria y defendida, y que los beligerantes la respeten.
La política de neutralidad se apoyaba en la creencia de que la posición casi insular de España favorecía aquel propósito.
Esa creencia es, en general, errónea. Para ser cierta, se necesita que en cada caso concurran circunstancias que no dependen de la voluntad del pueblo ni del gobierno español.
Realmente, lo que hizo posible y, sobre todo, cómoda la posición neutral de España, fue la entente franco-inglesa. Mientras la rivalidad entre Francia e Inglaterra subsistía, la posición neutral de España en caso de conflicto habría sido dificilísima, insostenible, porque ambas potencias cubren todas las fronteras terrestres y marítimas de España (Portugal, aliado de Inglaterra), y dominan sus comunicaciones.
Zanjadas con ventajas recíprocas las competencias franco-inglesas, la situación exterior de España estaba despejada para mucho tiempo, mientras no surgiera en el Mediterráneo un rival, un competidor nuevo.
En cuanto el competidor ha surgido, la actitud de España en el orden internacional entra en crisis; el sistema y sobre todo las razones del sistema vigente desde hace treinta años, quedan sometidas a una prueba muy dura.
Neutral y todo, España no pudo dejar de mezclarse en el problema de Marruecos, que si hubiera desencadenado una guerra, habría acabado con nuestra neutralidad. Los españoles no tenían ninguna gana de ir a Marruecos, y menos aún de batirse allí.
La razón de Estado, el interés estratégico, y el sentimiento de la continuidad histórica, así como las perspectivas de ciertas ventajas económicas, se impusieron. Si había de haber reparto de zonas de influencia o de protectorado en Marruecos, España no podía desentenderse de ello.
Hubiera podido alegar entonces que el norte de Marruecos era «un espacio vital», si esta expresión hubiese estado de moda.

Un primer proyecto de reparto, anterior al acto de Algeciras, atribuía a España una parte del imperio marroquí mucho mayor que la zona de su protectorado actual. Un gobernante español de entonces, se felicitó, a mi juicio con razón, de que tal proyecto no llegara a realizarse.
Lo que España obtuvo en aplicación de los convenios de 1912, defraudó las esperanzas de los gobiernos y de aquella parte de la opinión que hacía de la expansión en Marruecos una cuestión de prestigio; por dos motivos: la solución híbrida dada al asunto de Tánger, espina clavada en el amor propio de los africanistas y la mezquindad con que a su parecer se hizo la delimitación de la zona española. Motivo de resentimiento y punto de fricción que están muy lejos de haber desaparecido.
La visita de Eduardo VII a Cartagena, y otras demostraciones de que España entraba en la órbita de la política franco-inglesa no fueron obstáculo para que se mantuviese neutral durante la guerra.
La neutralidad fue posible porque Italia se puso al fin del lado de Francia e Inglaterra.
Otra cosa habría sido si el Mediterráneo occidental se hubiese convertido en teatro de las operaciones. Neutral el Estado español, la opinión del país no lo fue en modo alguno. Los españoles se dividieron apasionadamente en dos bandos irreconciliables.
El ambiente parecía de guerra civil, menos los tiros. Prueba evidente de que el conflicto era mucho menos ajeno al interés español de cuanto se creía. Y no precisamente por el destino ulterior de Alsacia-Lorena o de Polonia, sino por las consecuencias seguras que del triunfo del uno o del otro grupo de beligerantes se deducirían para España,
Es seguro que la inmensa mayoría, en los dos bandos españoles, sabía poco de las causas de la guerra.
Ignorancia disculpable.
¿Sabían mucho más, acerca de eso, buena parte de los combatientes?
Cierto: no faltaban españoles —sobre todo en la élite— que tomaron posición por móviles desinteresados abrazando la causa que les pareció más justa y más acorde con el porvenir de la civilización liberal en Europa.
Pero eran muchos más los que obedecían a otros motivos.

Si la política exterior de un país es función de su política interior, parece normal que cada bando español desease con furia y, dentro de sus medios, trabajase por el triunfo de quienes podían aportar a la política futura de España un apoyo o cuando menos un ejemplo muy deseados.
Formaban en el partido pro alemán: el ejército (recuerdo de las antiguas guerras con Francia; prestigio de la disciplina y la técnica prusianas); el clero (rencor antifrancés por la política laica y la expulsión de las órdenes); gran parte de la burguesía (animadversión de la Francia republicana); el Partido Carlista entero; buena porción del Partido Conservador Dinástico, aunque no ciertamente algunos de sus jefes.
Son de notar algunas excepciones.
Ciertas personas de la nobleza, por relaciones de familia, por su formación personal, u otros motivos, eran proaliados.
También los sacerdotes católicos que habían recibido la influencia de Lovaina, y los pocos militares en quienes las ideas liberales se sobreponían a la formación profesional.

En el partido antialemán estaban los republicanos, casi todos los liberales dinásticos, los hombres más importantes del Partido Socialista, no muy numeroso entonces, y, en general, las masas populares. Ambos bandos sabían de sobra que la victoria alemana traería necesariamente estímulo y tal vez ayuda directa para una convulsión política interior que pusiese de nuevo a España bajo un régimen despótico.
Por eso, desde el punto de vista español, unos miraban aquella victoria con regocijada esperanza, otros con temor.
El partido pro alemán estaba además poseído de un sentimiento de signo negativo; merced a la guerra, creía llegado el momento de que Francia e Inglaterra (sobre todo Francia), expiasen las injusticias y vejaciones que a través de una antigua rivalidad, habían infligido a España. Un desquite por mano ajena.

No juzgo el valor de unos y otros sentimientos. Consigno cómo fueron.
Ambos bandos eran, en general, neutralistas; pero los proalemanes defendían más bien la neutralidad, porque estaba a la vista que España no podría en ningún caso romperla a favor de Alemania.
Con todo, el leader del Partido Carlista propagaba abiertamente la ruptura con Francia e Inglaterra para recuperar Gibraltar y otras prendas.
La propaganda alemana hacía creer a la opinión pública, e introducía en las esferas del Estado, la oferta de que poniéndose de parte del Kaiser, España obtendría Gibraltar, Tánger, una zona mayor en Marruecos y manos libres en Portugal.
Es decir, un imperio español desde el Pirineo al Atlas.
Lo que Miguel de Unamuno llamó, sarcásticamente, «el viceimperio ibérico».
Viceimperio porque, según su juicio, quedaría subordinado al gran imperio de la «Mittel Europa».
Nada de esto se realizó.
Y como todos los planes políticos que no pasan de un esquema fantástico, ha podido parecer durante algún tiempo cosa fútil y vana. Lo es mucho menos de lo que aparenta.

Desde entonces las posiciones en España están tomadas definitivamente.
Quien ponga en relación los movimientos políticos internos de España, desde 1923 hasta hoy, con la situación internacional en cada momento, comprobará cómo reaparece y actúa, sin perder su carácter, aquella división en dos bandos que dejó marcada. Actualmente, con la intervención italo-alemana, el antiguo bando pro alemán ha obtenido, para la política interior española, lo que de 1914 a 1918 soñó obtener de la victoria alemana.
Que por motivos diversos, algunas personas o algunos grupos, aliadófilos durante la gran guerra, estén al lado del nuevo régimen español, no significa nada para esta cuestión, porque su peso en los destinos del país parece reducido, por el momento al menos, a muy poca cosa.

La instalación de la Sociedad de Naciones pudo parecer la garantía definitiva de la paz exterior de España. El sistema de seguridad colectiva la pondría a cubierto de agresiones, sin necesidad de comprometerse en el exterior ni de montar una gran máquina militar.
La Sociedad de Naciones ha sido mirada en España, por el bando pro alemán, con aversión o con mofa. El fracaso de la seguridad colectiva, la desposesión de la Sociedad de Naciones, y la ocasión y los motivos de todo esto, juntamente con la aparición del competidor italiano en el Mediterráneo, plantea con urgencia para España el problema de su neutralidad en un conflicto europeo, o en caso de salir de ella, el de a qué lado irá su concurso.
Si el tema hubiera de decidirse por la masa nacional, el grito casi unánime sería: neutralidad sin condiciones.
Seguramente no faltarán personas para opinar o aconsejar lo contrario; pero son muy pocas.
Las razones que abonaban la posición neutral de España, subsisten, agravadas por el estrago de esta última guerra.
La necesidad y el anhelo de reposo han de tener más fuerza que nunca. Ningún gobernante puede ignorarlo. Por otra parte, el Estado español no puede desconocer tampoco que, para un régimen recién instalado, sería terriblemente peligroso que, a consecuencia de su instalación y de los medios empleados para lograrla, se viese envuelto, de la noche a la mañana, en una guerra con sus poderosos vecinos Francia e Inglaterra; guerra que cualquiera que fuese su conclusión, sería desde el comienzo asolador  y desastrosa para España, precisamente por su posición geográfica.
Tales son, a mi juicio, los motivos que trabajan en favor de la neutralidad de España en un conflicto europeo.
Son poderosos, pero no hay ninguno más.
Nada digo de los motivos que trabajen en contra, porque tendría que discurrir sobre ellos por conjeturas.
Pero se pueden examinar, porque los datos son conocidos, las razones que los dos sectores de la opinión española han tenido y tienen para orientar, desde el tiempo de paz, la política exterior y del país.
Sería erróneo atribuir la problemática actitud de España en un conflicto europeo, pura y simplemente a la presencia en la Península de tropas extranjeras, al prestigio que con sus éxitos haya logrado el Reich, o a la necesidad impuesta por la guerra civil y sus consecuencias. Todo eso tiene su parte en el problema, pero no lo absorbe enteramente.
Ninguna ilusión más peligrosa que la de creer que se trata de una improvisación.
La misma intervención italo-alemana, si la aislamos para considerarla estrictamente como un hecho español, denota la existencia de una opinión anterior, cuyos componentes he analizado más arriba.
Sería frívolo pretender reducirla a una expresión numérica; pero no es aventurado afirmar que los recientes sucesos no la han disminuido y que su influjo en las esferas oficiales nunca ha sido mayor.
He aquí sus tesis:
*.- España, país de misión civilizadora e imperial, fue desposeída de su preeminencia por la conjuración de rivales rapaces, conjuración movida por el afán de riquezas y el odio religioso.
*.- El engrandecimiento posible de España y, sobre todo, su voluntad de engrandecimiento, tropezará necesariamente con la preponderancia francesa. El interés de Francia consiste en mantener una España débil, inerme y sometida.
*.- No menos que el interés de Inglaterra, favorecedora de la división de la Península en dos estados que la dejan manca, y detentadora de Gibraltar, cuya recuperación le daría a España, con  el dominio absoluto del estrecho, una situación estratégica sin igual.
*.- Con el imperio alemán, España nunca ha tenido competencias graves. Al contrario: desde 1521 a 1712, la política de ambos países fue común, y casi un siglo de preponderancia española en Europa se acaba con las paces de Westfalia y de los Pirineos, es decir, con el triunfo de la política francesa sobre la corona española y el imperio germánico.

Consecuencia: como los intereses alemanes y españoles no chocan en parte alguna, y tienen de común la necesidad de protegerse contra los mismos rivales, la condición y el medio de engrandecer a España es restablecer la tradición política exterior de los siglos XVI y XVII.
La propaganda y la diplomacia alemanas, no necesitan inventar
nada dé esto. Muchos españoles lo aceptan de antemano.

Frente a esas tesis están las que, por agruparlas bajo un nombre común, llamaré tesis de los españoles liberales.
*.- En el giro de la civilización de la Europa occidental España tiene su puesto propio. Sin mengua de su carácter original, forma parte de un sistema que no está determinado solamente por la geografía y la economía, sino por valores de orden moral.
*.- En el terreno político, España ha seguido la evoluciónde las democracias occidentales.
*.- Los verdaderos fines nacionales de España están todos dentro del propio país y la primera condición de lograrlos es la paz.
Desde el siglo XVIII España no ha disfrutado nunca veinte años de paz consecutivos. Es relativamente pobre, y aunque el número de habitantes se ha duplicado en poco más de un siglo, todavía está poco poblada.
Por ejemplo, la provincia de Badajoz, tan grande como toda Bélgica, tiene catorce habitantes por kilómetro cuadrado.
Riquezas naturales mal explotadas.
Instrucción popular retrasada.
Millones de braceros pasan hambre.
Lo justo y lo útil es rehacer este pueblo, robustecerlo.

*.- Aunque las tesis imperialistas fuesen posibles, exigirían un esfuerzo militar y económico gigantesco, que no permitiría atender a la reconstitución del país. ¿Y qué expansión necesita ni puede conseguir un pueblo que aún no ha logrado poblar ni cultivar todo su territorio?
La neutralidad de España, en buena inteligencia con Francia e Inglaterra, sus vecinos más poderosos y sus mejores clientes, constituía para los mantenedores de estas tesis un principio fundamental.
Que España no fuese potencia militar era, hasta 1935, un factor esencial del equilibrio del Mediterráneo.
 Está muy esparcida la opinión de que este dato importantísimo no ha sido bastante  apreciado.
Esa política ha prevalecido en España, no solamente durante la República, sino antes, bajo la administración de los partidos parlamentarios dinásticos.
Prosiguiéndola, y lealmente adherida a la Sociedad de Naciones, entró España en la política de sanciones.
Los últimos creyentes en la Sociedad de Naciones han sido españoles. Se ha
visto con qué resultado.
Sería una extravagancia suponer que han abandonado esas tesis todos los españoles que las profesaban; pero el influjo decisivo de esa política, en la orientación internacional del Estado español, ha desaparecido con la República.

I. CAUSAS DE LA GUERRA DE ESPAÑA



I. CAUSAS DE LA GUERRA DE ESPAÑA
Las causas de la guerra y de la revolución que han asolado a España durante treinta y dos meses, son de dos órdenes: de política interior española, de política internacional. Ambas series se sostienen mutuamente, de suerte que faltando una, la otra no habría sido bastante para desencadenar tanta calamidad. Sin el hecho interno español del alzamiento de julio de 1936, la acción de las potencias totalitarias, que ha convertido el conflicto de España en un problema internacional, no habría tenido ocasión de producirse, ni materia donde clavar la garra. Sin el auxilio previamente concertado de aquellas potencias, la rebelión y la guerra civil subsiguiente no se habrían producido.
Es lógico comenzar por la situación política de España este rápido examen, que no se dirige a atacar a nadie ni a defender nada, sino a proveer de elementos de juicio al público extranjero, aturdido por la propaganda.
Desde julio del 36, la propaganda, arma de guerra equivalente a los gases tóxicos, hizo saber al mundo que el alzamiento militar tenía por objeto: reprimir la anarquía, salir al paso a una inminente revolución comunista y librar a España del dominio de Moscú, defender la  civilización cristiana en el occidente de Europa, restaurar la religión perseguida, consolidar la unidad nacional.
A estos temas, no tardaron en agregarse otros dos: realizar en España una revolución nacional-sindicalista, crear un nuevo imperio español.
¿Cuáles eran, desde el punto de vista de la evolución política de mi país, y confrontados con la obra de la República, el origen y el valor de esos temas?
Sería erróneo representarse el movimiento de julio del 36 como una resolución desesperada que una parte del país adoptó ante un riesgo inminente.
Los complots contra la República son casi coetáneos de la instauración del régimen. El más notable salió a luz el 10 de agosto de 1932, con la sublevación de la guarnición de Sevilla y parte de la de Madrid. Detrás estaban, aunque en la sombra, las mismas fuerzas sociales y políticas que han preparado y sostenido el movimiento de julio del 36.
Pero en aquella fecha, no se había puesto en circulación el slogan del peligro comunista.
La instalación de la República, nacida pacíficamente de unas elecciones municipales, en abril de 1931, sorprendió, no solamente a la corona y los valedores del régimen monárquico, sino a buen número de republicanos.
Los asaltos a viva fuerza contra el nuevo régimen no empezaron antes, porque sus enemigos necesitaron algún tiempo para reponerse del estupor y organizarse. El régimen monárquico se hundió por sus propias faltas, más que por el empuje de sus enemigos.
La más grave de todas fue la de unir su suerte a la dictadura militar del general Primo de Rivera, instaurada en 1923 con la aprobación del rey. Siete años de opresión, despertaron el sentimiento político de los españoles.
En abril del 31, la inmensa mayoría era antimonárquica. La explosión del sufragio universal en esa fecha, más que un voto totalmente republicana, era un voto contra el rey y los dictadores. Pero la República era la consecuencia necesaria.
El nuevo régimen se instauró sin causar víctimas ni daños. Una alegría desbordante inundó todo el país. La República venía realmente a dar forma a las aspiraciones que desde los comienzos del siglo trabajaban el espíritu público, a satisfacer las exigencias más urgentes del pueblo.
Pero el pueblo, excesivamente contento de su triunfo, no veía las dificultades del camino. En realidad, eran inmensas. Las dificultades provenían del fondo mismo de la estructura social española y de su historia política en el último siglo.
La sociedad española ofrecía los contrastes más violentos. En ciertos núcleos urbanos, un nivel de vida alto, adaptado a todos los usos de la civilización contemporánea, y a los pocos kilómetros, aldeas que parecen detenidas en el siglo XV.
Casi a la vista de los palacios de Madrid, los albergues miserables de la montaña. Una corriente vigorosa de libertad intelectual, que en materia de religión se traducía en indiferencia y agnosticismo, junto a demostraciones públicas de fanatismo y superstición, muy distantes del puro sentimiento religioso.
Provincias del noroeste donde la tierra está desmenuzada en pedacitos que no bastan a mantener al cultivador; provincias del sur y del oeste, donde el propietario de 14.000 hectáreas detenta en una sola mano todo el territorio de un pueblo. En las grandes ciudades y en las cuencas fabriles, un proletariado industrial bien encuadrado y defendido por los sindicatos; en Andalucía y Extremadura, un proletariado rural que no había saciado el hambre, propicio al anarquismo.
La clase media no había realizado a fondo, durante el siglo XIX, la revolución liberal.
Expropió las tierras de la Iglesia, fundó el régimen parlamentario. El atraso de la instrucción popular, y su consecuencia, la indiferencia por los asuntos públicos, dejaban sin base sólida al sistema. La industria, la banca y, en general, la riqueza mobiliaria, resultante del espíritu de empresa, se desarrollaron poco. España siguió siendo un país rural, gobernado por unos cientos de familias.
Aunque la Constitución limitaba teóricamente los poderes de la corona, el rey, en buen acuerdo con la Iglesia, reconciliada con la dinastía por la política de León XIII, y apoyado en el ejército, conservaba un predominio decisivo a través de unos partidos pendientes de la voluntad regia.
La institución parlamentaria era poco más que una ficción. Las clases mismas estaban internamente divididas. La porción más adelantada del proletariado formaba dos bandos irreconciliables.  La Unión General de Trabajadores (UGT), inspirada y dirigida por el partido socialista (SEIO), se distinguía por su moderación, su disciplina, su concepto de la responsabilidad. Colaboraba en los organismos oficiales (incluso durante la dictadura de Primo de Rivera), aceptaba la legislación social.
La organización rival, Confederación Nacional del Trabajo (CNT), abrigaba en su seno a la Federación Anarquista Ibérica (FAI), rehusaba toda participación en los asuntos políticos, repudiaba la legislación social, sus miembros no votaban en las elecciones, practicaba la violencia, el sabotaje, la huelga revolucionaria.
Las luchas entre la UGT y la CNT, eran durísimas, a veces sangrientas. Por su parte,
la clase media, en que el republicanismo liberal reclutaba los más de sus adeptos, también se dividía en bandos, por dos motivos: el religioso y el social. Muchos veían con horror todo intento de laicismo del Estado. A otros, cualquier concesión a las reivindicaciones del proletariado, les infundía miedo, como un comienzo de revolución. En realidad, esta
discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía, es el origen de la guerra civil.
La República heredó también de la monarquía el problema de las autonomías regionales. Sobre todo la cuestión catalana venía siendo, desde hacía treinta años, una perturbación constante en la vida política española.
El primer Parlamento y los primeros gobiernos republicanos tenían que contemporizar entre esas fuerzas heterogéneas, habitualmente divergentes, acordes por un momento en el interés común de establecer la República.
Una República socialista era imposible. Las tres cuartas partes del país la habrían rechazado.
Tampoco era posible una República cerradamente burguesa, como lo fue bastantes años la Tercera República en Francia.
 No era posible,
1. °porque  la burguesía liberal española no tenía fuerza bastante para  implantar por sí sola el nuevo régimen y defenderlo contra los ataques conjugados de la extrema derecha y de la extrema izquierda;
 2. °: porque no habría sido justo ni útil que el proletariado español, en su conjunto, se hallase, bajo la República, en iguales condiciones que bajo la monarquía.
En la evolución política española, la República representaba la posibilidad de transformar el Estado sin someter al país a los estragos de una conmoción violenta. El primer presidente del gobierno provisional de la República, monárquico hasta dos años antes, jefe del partido republicano de la derecha, y católico, formó el ministerio con republicanos de todos los matices y tres ministros socialistas.
La colaboración socialista, indispensable en los primeros tiempos del régimen, a quien primero perjudicó fue al mismo partido, en cuyas filas abrieron brecha los ataques de los extremistas revolucionarios y de los comunistas.
La obra legislativa y de gobierno de la República, arrancó de los principios clásicos de la democracia liberal: sufragio universal, Parlamento, elegibilidad de todos los poderes, libertad de conciencia y de cultos, abolición de tribunales y jurisdicciones privilegiados, etcétera.
En las cuestiones económicas era imposible (con socialistas y sin socialistas) atenerse al liberalismo tradicional. Las dificultades más graves que en este orden encontraron los gobiernos de la República, provenían de la crisis mundial.
Los siete años de la dictadura de Primo de Rivera, coincidieron con los más prósperos de la posguerra. La República advino en plena crisis. Paralización de los negocios, barreras aduaneras, restricción del comercio exterior. La política de contingentes fue un golpe terrible para la exportación española.
Bastantes explotaciones mineras se cerraron. Otras, como la de carbón, vivían en quiebra. La industria del hierro y del acero, aunque modestas, se habían equipado bien durante la guerra europea, pero ya no tenían apenas otro cliente que el Estado.
Los ferrocarriles, en déficit crónico, vinieron a peor, no sólo por la competencia del transporte automóvil, sino por la decadencia general del tráfico.
La industria de la construcción, la más importante de Madrid, llegó a una paralización casi total.
Éstas fueron, y no los complots monárquicos ni los motines anarquistas, las formidables dificultades que le salieron al paso a la República naciente, y comprometieron su buen éxito. Ninguna propaganda mejor que la prosperidad.
Para un régimen recién instalado, y ya combatido en el terreno político, la crisis económica podía ser mortal. El Estado tuvo que intervenir, si no para encontrar remedio definitivo, que no estaba a su alcance mientras la crisis azotara a los pueblos más poderosos, para acudir a lo muy urgente. Todas las intervenciones del Estado en los conflictos de la economía eran mal miradas, considerándolas como los avances de un estatismo amenazador.
En las cuestiones del trabajo (huelgas, salarios, duración de la jornada, etcétera), el Estado español, antes de la República, había ya abandonado, tímidamente, la política de abstenerse, de dejar hacer. La República, como era su deber, acentuó la acción del Estado. Acción inaplazable en cuanto a los obreros campesinos. El paro, que afectaba a todas las industrias españolas, era enorme, crónico, en la explotación de la tierra.
Cuantos conocen algo de la economía española saben que la explotación lucrativa de las grandes propiedades rurales se basaba en los jornales mínimos y en el paro periódico durante cuatro o cinco meses del año, en los cuales el bracero campesino no trabaja ni come.
Con socialistas ni sin socialistas, ningún régimen que atienda al deber de procurar a sus súbditos unas condiciones de vida medianamente humanas, podía dejar las cosas en la situación que las halló la República.
Sus disposiciones provisionales, mientras se implantaba la reforma agraria, fueron las más discutidas, las más enojosas, las que suscitaron contra el régimen mayores protestas.
De otra manera influyó también la crisis mundial en nuestros conflictos del trabajo: las repúblicas americanas no admitían más inmigrantes españoles. Pasaban de cien mil los que cada año buscaban trabajo en América. Hubo, pues, que contar por añadidura con ese excedente, que ya no absorbía la emigración.
Cuando la República sostenía una política de jornales altos, afluían más que nunca al mercado del trabajo brazos ociosos. La República no aceptó la implantación del subsidio al paro forzoso, entre otras razones, porque el Tesoro no habría podido soportarlo. Se prefirió impulsar grandes obras públicas, y favorecer la construcción con desgravaciones y otras ventajas.
Las reformas políticas de la República satisfacían a los burgueses liberales, interesaban poco a los proletarios, enemistaban con la República a la burguesía conservadora. Las reformas sociales, por moderadas que fuesen, irritaban a los capitalistas.
Las realizaciones principales de la República (reforma agraria, separación de la Iglesia y el Estado, ley de divorcio, autonomía de Cataluña, disminución de la oficialidad en el ejército, etcétera), suscitaron, como es normal, gran oposición.
También fue rudamente combatida la fundación de millares de escuelas y de un centenar de establecimientos de segunda enseñanza, porque la instrucción era neutra en lo religioso.
El Parlamento y los gobiernos que emprendieron esa obra no se sorprendían porque hubiese contra ellos una fuerte oposición.
Salidos del sufragio universal, persuadidos de que la política de un país civilizado debe hacerse con razones y con votos, merced al libre juego de las opiniones, triunfante hoy una, mañana otra, creyeron siempre que el mejor servicio que podían prestar a su país era el de habituarlo al funcionamiento normal de la democracia.
Una gran porción del partido socialista, en sus representaciones más altas, coincidía en eso con los republicanos. Las mejores cabezas del socialismo, imbuidas de espíritu humanístico y liberal, querían continuar la tradición democrática de su partido. Esta disposición era medianamente comprendida por sus masas. En el partido mismo llegó a formarse un núcleo extremista, cuya consigna fue: Los proletarios no pueden esperar nada de la República.
Por su parte, las extremas derechas hacían propaganda demagógica, y prestaban a los métodos democráticos una adhesión condicional. Se resistían también a reconocer el régimen republicano, pero aspiraban a gobernarlo, como en efecto lo gobernaron desde 1934.
El carácter español convirtió en una tempestad de pasiones violentísima lo que, en sus propios términos, era un problema político no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes, ni tan difícil que no pudiera ser dominado.
Lo que debió ser una evolución normal, marcada por avances y retrocesos, se convirtió desde 1934, con dolor y estupor de los republicanos y de aquella porción del socialismo a que he aludido antes, en una carrera ciega hacia la catástrofe.
Los republicanos llamados radicales, se aliaron electoralmente con las extremas derechas. Los republicanos de izquierda y los socialistas fueron derrotados. Un Parlamento de derechas deshizo cuanto pudo de la obra de la República. Derogó la reforma agraria, amnistió y repuso en sus mandos a los militares sublevados el 10 de agosto de 1932, restableció en los campos los jornales de hambre, persiguió  todo lo que significaba republicanismo.
Había amenazas de un golpe de Estado, dado desde el poder por las derechas, y amenazas de insurrección de las masas proletarias. Huelga de campesinos en mayo del 34. Conflicto con Cataluña. Entrega del poder (octubre 1934) a los grupos de la derecha que no habían aceptado lealmente la República. Decisión gravísima, llena de peligros. Réplica: insurrección proletaria en Asturias, e insurrección del gobierno catalán. Errores mucho más graves aún, e irreparables. El gobierno no se contentó con sofocar las dos insurrecciones.
Realizada una represión atroz, suprimió la autonomía de Cataluña y metió en la cárcel a treinta mil personas.
Era el prólogo de la guerra civil.
Del aluvión electoral de febrero de 1936, que produjo una mayoría de republicanos y socialistas, salió un gobierno de republicanos burgueses, sin participación socialista. Su programa, sumamente moderado, se publicó antes de las elecciones.
El gobierno pronunció palabras de paz, no tomó represalias por las persecuciones sufridas, se esforzó en restablecer la vida normal de la democracia. Los dislates cometidos desde 1934, daban ahora sus frutos. Extremas derechas y extremas izquierdas se hacían ya la guerra. Ardieron algunas iglesias, ardieron Casas del pueblo. Cayeron asesinadas algunas personas conocidas por su republicanismo y otras de los partidos de derecha. La Falange lanzaba públicas apelaciones a la violencia.
 Otro tanto hacían algunos grupos obreros. La organización militar clandestina que funcionaba por lo menos desde dos años antes, y los grupos políticos que se habían procurado el concurso de Italia y Alemania, comenzaron el alzamiento en julio.
Lo que esperaban golpe rápido, que en 48 horas les diese el dominio del país, se convirtió en guerra civil, en la que inmediatamente se insertó la intervención extranjera.
Manuel Azaña Causas De La Guerra De España

II. EL EJE ROMA-BERLÍN Y LA POLÍTICA DE NO-INTERVENCIÓN



II. EL EJE ROMA-BERLÍN Y LA POLÍTICA DE NO-INTERVENCIÓN
El golpe de fuerza contra la República, que vino a estallar en julio del 36, necesitaba, para triunfar, el efecto de la sorpresa: apoderarse en pocas horas de los centros vitales del país y de todos los resortes de mando. Empresa difícil, porque no se logra nunca descartar lo imprevisto, por mucho que se perfeccione el funcionamiento maquinal de una organización militar; pero no empresa imposible.
Fracasada la sorpresa, y obligado el movimiento a buscar la solución en una guerra civil, sus probabilidades de triunfo eran casi nulas, si se hubiera visto reducido a sus recursos propios en España. Esta consideración, que ahora ya no tiene más valor que el de una hipótesis agotada por la experiencia, mostrará siempre la importancia capital de la acción extranjera en España para encender y sostener la guerra, y decidirla.
Es seguro que si todas las potencias europeas hubiesen tenido en aquella ocasión una conciencia pacífica y una percepción desinteresada de sus deberes de solidaridad humana, la guerra española habría sido ahogada en su origen.
Una barrera «sanitaria» a lo largo de las fronteras y costas españolas, habría en pocos días dejado a los españoles sin armas ni municiones para guerrear, y como no iban a pelearse a puñetazos, hubieran tenido que rendirse, no a esta o a la otra bandera política, sino a la cordura, y hacer las paces, como pedía el interés nacional. Esta solución, muy arbitraria, agradable a todo espíritu pacífico, habría sido sin duda poco jurídica, y nada respetuosa con la altivez española. Otras soluciones se ha pretendido aplicar al caso de España, no más ajustadas al derecho ni más indulgentes con el amor propio nacional, y que han producido solamente daños. Pero si aquella conciencia pacífica, común a todas las potencias de Europa, hubiese existido, no habrían tenido que inventar ningún remedio para la desventura española, porque la guerra aún estaría por nacer. Cuando se habla de la intervención en la guerra española de ejércitos alemanes e italianos, enviados por sus gobiernos a combatir contra la República, no debe perderse de vista el rasgo principal de ese suceso: la intervención armada de estados extranjeros en nuestro conflicto, es originariamente un hecho español. Una parte, cuyo volumen no puede apreciarse ahora, de la nación, buscó y obtuvo el concurso de aquellos ejércitos; sin la voluntad de unos españoles —pocos o muchos— ningún ejército habría desembarcado en nuestro país. El caso no tiene semejanza en la historia contemporánea de Europa, salvo en nuestra misma España. No obstante ser muy vivo en el corazón de los españoles el sentimiento de independencia, se les ha visto en el siglo pasado reclamar y obtener la intervención de estados extranjeros, o los extranjeros mismos han aprovechado las discordias de España para justificar su intervención, con resistencia de una parte del país, pero con aplauso de la otra. La guerra civil, dolencia crónica del cuerpo nacional español, no reconoce fronteras.
El caso no se explica plenamente con hablar de la «ideología» política. El obstáculo que hay  que salvar para decidirse a una acción de ese género, está antes que los pensamientos y los planes políticos.
Habría que escudriñar lo que el carácter español, su energía explosiva, pone de violencia peculiar en todos los negocios de la vida. Y con qué facilidad el español sacrifica en público sus intereses más caros a los arrebatos del amor propio. Por otra parte, muchos españoles admiten y aplican —más o menos conscientemente— un concepto de la nacionalidad y lo nacional,  demasiado restringido. Según ese concepto, una sola manera de pensar y de creer, una sola manera de comprender la tradición y de continuarla son auténticamente españolas. El patriotismo se identifica con la profesión de ciertos principios, políticos, religiosos u otros. Quienes no los profesan, o los contradicen, no son patriotas, no son buenos españoles; casi no son españoles. Son la «antipatria». Con semejante disposición de ánimo, todos los obstáculos se remueven fácilmente, y resulta posible hacer, invocando la patria, lo que, a juicio de otros hombres, menos convencidos del valor eterno de sus opiniones personales, puede conducir tan solo a destruirla. Esta disposición trágica del alma española, inmolada en su propio fuego, produjo ya en nuestro pueblo mutilaciones memorables, que tienen más de un rasgo común con el resultado inmediato de la guerra civil.
La entrada de los ejércitos alemanes e italianos en España, no ha sido un recurso improvisado, impuesto por la necesidad de ganar la guerra a toda costa. Es parte de un plan mucho más vasto, que no se acaba con la transformación del régimen político español. Trámite previo era el de acabar la guerra con el triunfo del movimiento de julio.
Sus directores aportan al plan su dominio de España. Grave error sería estimar por lo bajo la cuantía de esa aportación. Es equivalente a la importancia de la Península, entre los dos mares, los Pirineos y el estrecho de Gibraltar. Ha podido ser desestimado injustamente el valor de la neutralidad de España. Tal como era, constituía una pieza capital del sistema vigente en el occidente de Europa.
Basta que en España cambie el viento, para que aquella importancia aparezca de pronto en toda su magnitud. Las pocas semanas transcurridas desde la conclusión de la guerra, han sido suficientes para demostrarlo. Así, los motivos de los directores del movimiento «nacionalista», al concertarse con las potencias totalitarias, son de dos órdenes:
1. °, resolver a su favor, por la fuerza de las armas, la discordia interior española.
2. °, complemento del anterior, coadyuvar (el tiempo dirá en qué medida) a una política europea que tiene todas sus simpatías, y que, como mostraré en otro artículo, tampoco son nuevas ni improvisadas.
Las potencias totalitarias han comprendido bien el valor de la carta española, y con la decisión que tantos éxitos les ha valido hasta ahora, han hecho todo lo necesario para incluirla en su juego. Ningún otro motivo podía pesar bastante para que Alemania e Italia echas en sobre sí las cargas y los riesgos de la operación.
La han conducido bien, con rotundidad, audacia y confianza en sus medios. Los más importantes, con serlo mucho, no han sido precisamente los medios militares enviados a España. Su peso en las operaciones ha sido naturalmente decisivo. Si nos atenemos a las declaraciones enfáticas de uno de los partícipes, Santander, Tortosa y Barcelona son victorias italianas. El duce acaba de decir que la victoria de los nacionalistas españoles es también italiana; se entiende, victoria militar, además de política. Tanto como el esfuerzo combativo de los cuerpos italianos y alemanes, ha significado el efecto moral de su presencia. Infundían confianza en el éxito final de la empresa, cuyos recursos, contando con el eje Roma-Berlín, podían tenerse por ilimitados. Seguridad que ayuda a afrontar las dificultades, cuando el
horizonte parece más cerrado, y a vencer el desaliento. A este propósito, se ha hablado mucho de la hostilidad con que algunas poblaciones acogían a los extranjeros, de rivalidades y enojos entre los oficiales españoles y sus colegas italianos, etcétera. Todo eso podrá ser verdad. No me consta. Pero un republicano que, después de sufrir dos años de prisión en Burgos, consiguió llegar a Barcelona, me dijo: «No crea usted en la hostilidad a los extranjeros. Hay incidentes aislados, sin más importancia. La mayoría de la gente adicta al movimiento, no desea que se vayan los italianos. Desea que vengan muchos más, para ganar cuanto antes». Esta  actitud es conforme a la lógica de los sentimientos suscitados por la guerra.
Pero el esfuerzo principal de Italia y Alemania se realizó en el terreno diplomático. El principal, porque nunca hubieran podido emprender ni mantener la intervención militar en España, sin el juego victorioso de sus cancillerías durante casi tres años. Las potencias totalitarias han operado en Londres y París con mejor información, con más cabal conocimiento de las intenciones y de los medios de la parte opuesta, que en la Península. Las peripecias de la guerra española, en su aspecto internacional, que era el dominante, se han desenlazado en aquellas capitales.
 El triunfo militar tenía que ser precedido, y ha sido en efecto precedido, de un triunfo diplomático rotundo. Olvidemos por un momento las dilaciones y los reparos con que, durante los primeros meses de la guerra, se aparentaba poner en duda el hecho de la intervención italo-alemana. Todo el mundo la conocía, pero no se había demostrado suficientemente. Un día llegó en que fue necesario rendirse a la evidencia. Estábamos, una vez más, ante un hecho  consumado. La acción del Eje había convertido la guerra española en un problema europeo de primera magnitud.
1. °, jurídicamente, por la violación del pacto, en virtud de una agresión contra un Estado cuya soberanía estaba reconocida por todos los demás.
2. °, políticamente, porque la agresión era un paso adelante en la expansión de las potencias del Eje. La República española mantenía en Ginebra, en Londres y en París, esta posición: que se retirasen de España todos los extranjeros. Era su derecho. Convenía a la paz general. Era una condición inexcusable para la pacificación interior de España.
El caso podía tratarse en Ginebra, por los métodos de la Sociedad de Naciones; teóricamente, eso era lo debido. O por conversaciones entre los gobiernos, susceptibles de conducir a una solución satisfactoria, mediante concesiones recíprocas. Descartada la Sociedad de Naciones (constitución del Comité de No-Intervención, nota franco-inglesa de 4 de diciembre de 1936, recomendaciones del Consejo, confiando en la gestión del Comité de Londres, etcétera), el problema quedaba pendiente de lo que, en último término, quisiera y pudiera hacer el gobierno británico.
Nuestra guerra ha dividido profundamente la opinión pública en los países extranjeros, como si la pasión española fuese contagiosa.
Grandes sectores de la opinión han hecho causa común con uno u otro de los dos campos españoles, y a veces les han añadido razones y motivos que no eran suyos. Esta tensión de los ánimos ha producido, entre otros efectos, el de obligar a los gobiernos a contemporizar.
Contemplándolo desde España, con todas las probabilidades de error que comporta el alejamiento, tal parecía ser el caso de Francia.
No era un secreto que el gobierno francés estaba dividido en cuanto al problema español. Contrariamente a lo que podía suponerse en mi país, la división no coincidía con el color político de los componentes del Ministerio. Hombres que por su pensamiento político, no podían simpatizar con la significación que, erradamente, se quería atribuir a la República española, anteponían a toda otra consideración lo que para el interés nacional francés significaba la frontera de los Pirineos.
 Otros ministros, y no de los menores, veían su responsabilidad terriblemente agravada y sus iniciativas paralizadas por el temor de que, una oposición enardecida les imputase el obedecer a consignas extranjeras.
Con mucha aflicción y calientes lágrimas, tenían que resignarse a la reserva y al equilibrio entre las dos tendencias de la opinión. Había sobre todo la necesidad vital para la seguridad francesa, de no distanciarse de Inglaterra. De esa manera, siendo Francia el país más inmediatamente afectado por el problema de España, los métodos aplicados al caso de la intervención extranjera, los remedios propuestos y los resultados a que se llegó., más que franceses, eran británicos.
La política desgobierno británico en el problema de España, visto en conjunto, ha sido una política de equilibrio, de ganar tiempo, y de observar los acontecimientos. Desde fuera, esa política parecía a veces una desorientación, un no saber qué hacerse. A favor de esa oscuridad, de esa reserva, informaciones más o menos dignas de crédito atribuían a veces al gobierno británico vagos pensamientos de mediación, o propósitos de llevar el asunto de España a una conferencia internacional, o de favorecer una restauración monárquica. Los espíritus suspicaces parecían persuadidos de que Londres jugaba a la carta de Burgos y que la desaparición de la República estaba, pues, decretada. Para probarlo, hacían la cuenta de los actos del gobierno de Londres que (fuese o no su propósito), favorecían a los «nacionalistas», con perjuicio de la República.
Realmente, antes de la guerra, la política británica no tenía motivos para mirar, no ya con hostilidad, pero ni siquiera con antipatía a la República española; ni creo, en efecto, que la mirase así. Encendida la guerra, con el cortejo de horrores y desmanes que asolaron a todo el país, los que ocurrieron en el territorio republicano repercutieron, como era natural, muy desfavorablemente para el régimen en la opinión británica, impresión profunda que ha persistido, sin llegar a borrarla del todo los esfuerzos del gobierno de la República. Con todas las salvedades necesarias, parece también cierto que la opinión británica en general, no llegó a interesarse por el aspecto político de la cuestión española tan vivamente como la de otros países.
Conocida es la posición de los partidos. En el gobierno, personajes muy importantes por su calidad, eran hostiles a la República. Otros ministros, disidentes de sus colegas en la manera de apreciar el problema general de Europa (el tiempo ha venido a darles la razón), y mejor dispuestos en el asunto de España, estaban obligados a una gran prudencia y reserva, por solidaridad ministerial y porque siendo hombres políticos y de partido, tenían que contar con su opinión pública. Las oposiciones, laborista y liberal, pugnaban por que se acabase la no- intervención, por que se volviese a la política de seguridad colectiva, por que se realizase la retirada de los contingentes extranjeros, etcétera.
Esta actitud, muy interesante, muy útil, no podía hacer variar radicalmente la política británica:
1. ° Porque su peso en la opinión general del país, no parecía, de momento, demasiado considerable. Nótese que, incluso entre las Trade Unions se advertía (como aparece en algunas de las resoluciones de sus organismos directivos y en las conferencias de la Internacional), una frialdad, una reserva respecto de la República española, que los socialistas y los sindicatos de España se explicaban difícilmente.
 2. ° Porque la causa de la República no adelantaba un paso si aparecía identificada exclusivamente con los grupos o partidos que hacían la oposición en cada país, o se la utilizaba como arma de oposición, o se daba lugar a la sospecha de que la República española hostilizaba indirectamente a los gobiernos de otros países, moviendo contra ellos a los partidos de oposición. La misma observación puede aplicarse, en área más vasta, a las decisiones posibles de la Internacional sindical.
3. ° La política de intimidación del Eje había hecho creer (nadie tenía interés en desvanecer esta creencia) que cualquier rectificación favorable al derecho de la República en la política de no-intervención, desencadenaría la guerra. Ahora bien: toda política encaminada enfáticamente a esquivar los riesgos de guerra tenía (mientras la experiencia no demostrase su esterilidad) las mayores probabilidades de aceptación general. Esta misma razón (cuya fuerza pusieron de manifiesto los acuerdos de Munich y la alegría con que fueron recibidos) autorizaba a pensar que ni siquiera unas elecciones generales hubieran rectificado fundamentalmente la política británica en los asuntos de España. Así se veía desde mi país la política de Londres. Cuando las empresas del Eje han impuesto una rectificación enérgica, el problema español, acabada la  guerra, había entrado en una nueva fase, en la cual, las consecuencias de todo lo hecho anteriormente, son, en sustancia, irrevocables.
El punto concreto sobre que se estuvo discutiendo dos años y agotó la sutileza del Comité de Londres, fue la retirada de los contingentes extranjeros. Realmente, lo peor del Comité de Londres, no fue que existiera, sino su fracaso. Implantada en teoría la no-intervención, lo más deseable, lo más útil, era que el Comité cumpliera efectivamente la misión oficial que le habían asignado, hasta acabar con la acción, en todas sus formas, cíe los extranjeros en España.
Según mi punto de vista personal, ante la realidad creada, la República debía colaborar con el Comité, facilitándole su labor. De hecho, los gobiernos de la República se han allanado (con reservas de pura forma, algunas veces) a las resoluciones del Comité. No fue la menos desconcertante de todas, la que decidió que los marroquíes no eran extranjeros en España; aplicación un poco abusiva de aquella boutade que situaba en los Pirineos la frontera de África. Y habiendo sido creado para mantener la no-intervención, estuvo a punto de conducir al reconocimiento del gobierno de Burgos por todas las potencias representadas en el Comité; o sea, a un acto de intervención decisivo.
En general, la actividad del Comité fue, de una parte, el enmascaramiento de una realidad que dejaba al descubierto su impotencia, y de otra, una provocación sostenida, entre insolente y burlona...
Hace dos años, un gran personaje británico se lamentaba, en conversación privada, de las «indignidades» que su gobierno tenía que soportar. Entre ellas estaban, seguramente, las jugarretas con que se hacía durar la intervención del Eje en España. No he puesto nunca en duda que el gobierno británico deseara y hubiese visto con satisfacción el reembarque de los  contingentes extranjeros.
Todavía en septiembre de 1938, el encargado de negocios en Barcelona me hizo saber que su gobierno persistía en el propósito y no había perdido la esperanza de lograr la retirada. Esta  conversación fue anterior a los acuerdos de Munich y a la entrada en vigor del Gentlemen Agreement.
 De la importancia del reembarque de los extranjeros, realizado a tiempo, y de sus inmediatas consecuencias para la pacificación de España, estaba enterado el gobierno de Londres, entre otras informaciones de que disponía oficialmente, por la muy minuciosa que le llevó, en mayo del 37, un emisario excepcional. En el fondo, el interés del gobierno de la República no coincidía exactamente con los puntos de vista británicos en esa cuestión. Para la República era cuestión de vida o muerte que la intervención cesara antes de que sobreviniera una decisión militar de la campaña. Solamente así podía llegarse a una conclusión de la guerra menos desastrosa. Al gobierno británico lo que en definitiva le importaba era que los extranjeros no se quedasen en España por tiempo indefinido. Después, no faltarían medios de establecer una buena inteligencia con el nuevo régimen español. Naturalmente, el conflicto de España era para los británicos una parte, y no la principal,  (22) del problema europeo que aspiraban a  desenlazar, si era posible, dentro de la paz.
Trámite utilísimo para el desenlace pacífico, parecía ser la debilitación del Eje, atrayéndose a Italia. Para ese fin, se transigió con las pretensiones de Roma. El Gentlemen Agreement condujo a esto: las tropas italianas se retirarían de España cuando se acabase la guerra.
O sea, cuando hubiera desaparecido la República. Ya se están marchando. Italia y Alemania, más unidas que nunca, suscitan una alianza militar de Francia e Inglaterra con la URSS. ¡La URSS, motivo de prevenciones contra la República española, que han pesado mucho en su suerte!.