XI. LA NEUTRALIDAD
DE ESPAÑA
Hace por ahora tres
años, un diplomático español, hombre importante en su carrera, me decía: «Se
habla mucho de nuestra política internacional. ¿Pero qué necesidad tenemos de
una política internacional?».
Aquel diplomático había
llegado, por el camino de su reflexión personal, a una conclusión equivalente a
la que solía profesar la mayoría de la opinión española. España —decían casi
todos—, escarmentada de antiguas aventuras, debe permanecer apartada de los
conflictos europeos y atender a su reconstrucción interior.
En el fondo de esta
opinión palpitaba, aunque no todos lo advirtiesen, una punta de orgullo
nacional lastimado.
Con su gran historia,
y consciente de su debilidad actual —comprobada con dolorosa sorpresa del vulgo
en las guerras coloniales y en la guerra con los Estados Unidos al finalizar el
siglo XIX— el español se avenía mal a representar un papel de segundo orden.
Su divisa parecía ser:
César o nada.
Alienta también en
aquella opinión el sentimiento de que España, en tiempos pasados, fue tratada
con injusticia cruel por sus rivales en la preponderancia europea. Justificado
o no, ese sentimiento se mantiene vivo por la enseñanza y la educación en
ciertas clases de la sociedad española.
Esta inclinación a la
renuncia, entre desdeñosa y enojada, tomó su forma definitiva después de los
desastres de 1898.
También entonces
España se creyó abandonada por Francia e Inglaterra ante la omnipotencia
agresiva de los Estados Unidos.
En rigor, España
cosechó entonces, además de los frutos de una alucinación (se le hizo creer al
pueblo que el poder naval de los Estados Unidos era desdeñable) los de su
aislamiento voluntario.
Con un imperio
colonial, España, además de carecer de escuadra, no había preparado el menor
concierto diplomático que pudiera servir de relativa garantía a su integridad.
De hecho, el papel
activo de España en Europa se había acabado con las guerras napoleónicas. Los
antecedentes y resultados de tales guerras dejaron en el ánimo español un surco
profundo de amargura y rencor.
Del imperio francés,
España recibió la criminal agresión contra su independencia. Siguió una guerra
atroz, que dejó al país sumido en la pobreza y la anarquía por medio siglo.
Más tarde, la Francia
legitimista hizo en España la intervención de 1823 para restaurar el
despotismo.
El sentimiento
liberal, agraviado, por la política de Chateaubriand y el patriotismo,
inflamado por el recuerdo de las depredaciones napoleónicas, coincidieron en
mantener durante todo el siglo XIX la significación antifrancesa de la fiesta
del 2 de mayo (insurrección de Madrid contra Murat).
Solamente en 1908, con
motivo de la exposición franco-española de Zaragoza, celebrada precisamente con
ocasión del centenario de la guerra, el gobierno español se decidió a quitar, a
aquella fiesta, el carácter nacional que antes tenía, reduciéndola a una fiesta
local.
Eran los tiempos de la
entente cordial, de los pactos sobre Marruecos. Los agravios antifranceses del patriotismo español,
parecían borrados.
Todo el mundo aceptaba
que las agresiones napoleónicas no eran, esencialmente, una política nacional
de Francia.
Acerca de Inglaterra,
el instinto popular español, cree saber que es muy mal enemigo. De las guerras
de Carlos III y Carlos IV con Inglaterra, de la destrucción del poder naval
español en Trafalgar, viene el dicho: «Con todo el mundo guerra, paz con
Inglaterra».
El auxilio militar
británico en la guerra de la Península contra Bonaparte, tuvo la importancia
decisiva que nadie desconoce. Pero, aunque solicitado desde el primer momento
por los directores de la resistencia española, el auxilio británico no amansó,
ni mucho menos, las antipatías de los patriotas.
Las relaciones del
ejército inglés con el gobierno y el pueblo de España, distaron de ser fáciles
ni cómodas.
La política británica
en la emancipación de las colonias españolas de América, no favoreció,
ciertamente, un mejor acuerdo entre ambos países. La cuádruple alianza
(Inglaterra, Francia, España y Portugal), no sirvió de gran cosa; pero marcó una
aproximación entre los gobiernos.
El de Palmerston era
favorable a la causa legítima del Partido Constitucional, representado por
Isabel II. Por este motivo, Palmerston fue popular en España.
Arrasada por una
guerra civil feroz, sin dinero, sin barcos, sin cohesión interior, sin
prestigio, España parecía a dos dedos de perder su independencia.
Los agentes británicos
y franceses en la Corte de Madrid, se disputaban la influencia sobre el
gobierno español, intervenían en la política, como en país de protectorado.
Por el boquete de la
guerra civil penetra fatalmente, de una manera o de otra, la preponderancia
extranjera.
El caso se ha repetido
en forma mucho más grave, con motivo de la guerra que acaba de concluir. No obstante,
apenas restauraban medianamente la paz, los gobiernos españoles acometieron
durante el siglo XIX algunas aventuras exteriores, por razones de prestigio, y
creyendo continuar una tradición nacional: expedición a Roma (1849), guerra de
África (1860), expediciones a México y Santo Domingo.
Todas concluyeron en
puros desastres, o en dispendios estériles de vidas y haciendas.
El punto más bajo de
la depresión del espíritu nacional español, coincide con el albor del siglo XX.
Españoles muy
distinguidos creían llegado el fin de nuestra historia de pueblo independiente.
El polígrafo Costa
popularizó un programa de regeneración nacional, sobre estos postulados:
«Triple llave al sepulcro del Cid» (es decir, proscripción de la política de
aventuras, del espíritu belicoso, del panache español); «despensa y
escuelas» (es decir, dar de comer al pueblo e instruirlo).
Más que inventarlas,
Costa traducía en esas fórmulas un estado de espíritu nacional.
Fueron popularísimas.
Los programas
políticos de entonces se impregnaron de costismo.
Y aunque Costa, con
apariencias de revolucionario, era profundamente conservador e historicista,
sus predicaciones fueron especialmente bien acogidas y utilizadas por los
partidos de izquierda.
En el orden exterior,
la clausura definitiva del sepulcro del Cid se traducía así: neutralidad a todo
trance.
En eso, los españoles
estaban, por una vez, unánimes. Consistiendo la neutralidad, por definición,
en abstenerse, a la gente común le
parecía que la neutralidad era la menor cantidad de política internacional que
podía hacerse.
Con todo, es
indispensable que la neutralidad pueda ser voluntaria y defendida, y que los
beligerantes la respeten.
La política de
neutralidad se apoyaba en la creencia de que la posición casi insular de España
favorecía aquel propósito.
Esa creencia es, en
general, errónea. Para ser cierta, se necesita que en cada caso concurran
circunstancias que no dependen de la voluntad del pueblo ni del gobierno
español.
Realmente, lo que hizo
posible y, sobre todo, cómoda la posición neutral de España, fue la entente
franco-inglesa. Mientras la rivalidad entre Francia e Inglaterra subsistía, la
posición neutral de España en caso de conflicto habría sido dificilísima,
insostenible, porque ambas potencias cubren todas las fronteras terrestres y
marítimas de España (Portugal, aliado de Inglaterra), y dominan sus
comunicaciones.
Zanjadas con ventajas
recíprocas las competencias franco-inglesas, la situación exterior de España
estaba despejada para mucho tiempo, mientras no surgiera en el Mediterráneo
un rival, un competidor nuevo.
En cuanto el
competidor ha surgido, la actitud de España en el orden internacional entra en
crisis; el sistema y sobre todo las razones del sistema vigente desde hace
treinta años, quedan sometidas a una prueba muy dura.
Neutral y todo, España
no pudo dejar de mezclarse en el problema de Marruecos, que si hubiera
desencadenado una guerra, habría acabado con nuestra neutralidad. Los españoles
no tenían ninguna gana de ir a Marruecos, y menos aún de batirse allí.
La razón de Estado, el
interés estratégico, y el sentimiento de la continuidad histórica, así como las
perspectivas de ciertas ventajas económicas, se impusieron. Si había de haber
reparto de zonas de influencia o de protectorado en Marruecos, España no podía
desentenderse de ello.
Hubiera podido alegar
entonces que el norte de Marruecos era «un espacio vital», si esta expresión
hubiese estado de moda.
Un primer proyecto de reparto,
anterior al acto de Algeciras, atribuía a España una parte del imperio marroquí
mucho mayor que la zona de su protectorado actual. Un gobernante español de
entonces, se felicitó, a mi juicio con razón, de que tal proyecto no llegara a
realizarse.
Lo que España obtuvo
en aplicación de los convenios de 1912, defraudó las esperanzas de los
gobiernos y de aquella parte de la opinión que hacía de la expansión en
Marruecos una cuestión de prestigio; por dos motivos: la solución híbrida dada
al asunto de Tánger, espina clavada en el amor propio de los africanistas y la
mezquindad con que a su parecer se hizo la delimitación de la zona española.
Motivo de resentimiento y punto de fricción que están muy lejos de haber
desaparecido.
La visita de Eduardo
VII a Cartagena, y otras demostraciones de que España entraba en la órbita de
la política franco-inglesa no fueron obstáculo para que se mantuviese neutral
durante la guerra.
La neutralidad fue
posible porque Italia se puso al fin del lado de Francia e Inglaterra.
Otra cosa habría sido
si el Mediterráneo occidental se hubiese convertido en teatro de las
operaciones. Neutral el Estado español, la opinión del país no lo fue en modo
alguno. Los españoles se dividieron apasionadamente en dos bandos
irreconciliables.
El ambiente parecía de
guerra civil, menos los tiros. Prueba evidente de que el conflicto era mucho
menos ajeno al interés español de cuanto se creía. Y no precisamente por el
destino ulterior de Alsacia-Lorena o de Polonia, sino por las consecuencias seguras
que del triunfo del uno o del otro grupo de beligerantes se deducirían para
España,
Es seguro que la
inmensa mayoría, en los dos bandos españoles, sabía poco de las causas de la
guerra.
Ignorancia
disculpable.
¿Sabían mucho más,
acerca de eso, buena parte de los combatientes?
Cierto: no faltaban
españoles —sobre todo en la élite— que tomaron posición por móviles
desinteresados abrazando la causa que les pareció más justa y más acorde con el
porvenir de la civilización liberal en Europa.
Pero eran muchos más
los que obedecían a otros motivos.
Si la política
exterior de un país es función de su política interior, parece normal que cada
bando español desease con furia y, dentro de sus medios, trabajase por el
triunfo de quienes podían aportar a la política futura de España un apoyo o
cuando menos un ejemplo muy deseados.
Formaban en el partido
pro alemán: el ejército (recuerdo de las antiguas guerras con Francia;
prestigio de la disciplina y la técnica prusianas); el clero (rencor
antifrancés por la política laica y la expulsión de las órdenes); gran parte de
la burguesía (animadversión de la Francia republicana); el Partido Carlista
entero; buena porción del Partido Conservador Dinástico, aunque no ciertamente
algunos de sus jefes.
Son de notar algunas excepciones.
Ciertas personas de la
nobleza, por relaciones de familia, por su formación personal, u otros motivos,
eran proaliados.
También los sacerdotes
católicos que habían recibido la influencia de Lovaina, y los pocos militares
en quienes las ideas liberales se sobreponían a la formación profesional.
En el partido
antialemán estaban los republicanos, casi todos los liberales dinásticos, los
hombres más importantes del Partido Socialista, no muy numeroso entonces, y, en
general, las masas populares. Ambos bandos sabían de sobra que la victoria
alemana traería necesariamente estímulo y tal vez ayuda directa para una
convulsión política interior que pusiese de nuevo a España bajo un régimen
despótico.
Por eso, desde el
punto de vista español, unos miraban aquella victoria con regocijada esperanza,
otros con temor.
El partido pro alemán
estaba además poseído de un sentimiento de signo negativo; merced a la guerra,
creía llegado el momento de que Francia e Inglaterra (sobre todo Francia),
expiasen las injusticias y vejaciones que a través de una antigua rivalidad,
habían infligido a España. Un desquite por mano ajena.
No juzgo el valor de
unos y otros sentimientos. Consigno cómo fueron.
Ambos bandos eran, en
general, neutralistas; pero los proalemanes defendían más bien la neutralidad,
porque estaba a la vista que España no podría en ningún caso romperla a favor
de Alemania.
Con todo, el leader
del Partido Carlista propagaba abiertamente la ruptura con Francia e Inglaterra
para recuperar Gibraltar y otras prendas.
La propaganda alemana
hacía creer a la opinión pública, e introducía en las esferas del Estado, la
oferta de que poniéndose de parte del Kaiser, España obtendría Gibraltar,
Tánger, una zona mayor en Marruecos y manos libres en Portugal.
Es decir, un imperio
español desde el Pirineo al Atlas.
Lo que Miguel de
Unamuno llamó, sarcásticamente, «el viceimperio ibérico».
Viceimperio porque,
según su juicio, quedaría subordinado al gran imperio de la «Mittel Europa».
Nada de esto se
realizó.
Y como todos los
planes políticos que no pasan de un esquema fantástico, ha podido parecer
durante algún tiempo cosa fútil y vana. Lo es mucho menos de lo que aparenta.
Desde entonces las
posiciones en España están tomadas definitivamente.
Quien ponga en
relación los movimientos políticos internos de España, desde 1923 hasta hoy,
con la situación internacional en cada momento, comprobará cómo reaparece y
actúa, sin perder su carácter, aquella división en dos bandos que dejó marcada.
Actualmente, con la intervención italo-alemana, el antiguo bando pro alemán ha
obtenido, para la política interior española, lo que de 1914 a 1918 soñó
obtener de la victoria alemana.
Que por motivos
diversos, algunas personas o algunos grupos, aliadófilos durante la gran
guerra, estén al lado del nuevo régimen español, no significa nada para esta
cuestión, porque su peso en los destinos del país parece reducido, por el
momento al menos, a muy poca cosa.
La instalación de la
Sociedad de Naciones pudo parecer la garantía definitiva de la paz exterior de
España. El sistema de seguridad colectiva la pondría a cubierto de agresiones,
sin necesidad de comprometerse en el exterior ni de montar una gran máquina
militar.
La Sociedad de
Naciones ha sido mirada en España, por el bando pro alemán, con aversión o con
mofa. El fracaso de la seguridad colectiva, la desposesión de la Sociedad de
Naciones, y la ocasión y los motivos de todo esto, juntamente con la aparición
del competidor italiano en el Mediterráneo, plantea con urgencia para España el
problema de su neutralidad en un conflicto europeo, o en caso de salir de ella,
el de a qué lado irá su concurso.
Si el tema hubiera de
decidirse por la masa nacional, el grito casi unánime sería: neutralidad sin
condiciones.
Seguramente no
faltarán personas para opinar o aconsejar lo contrario; pero son muy pocas.
Las razones que
abonaban la posición neutral de España, subsisten, agravadas por el estrago de
esta última guerra.
La necesidad y el
anhelo de reposo han de tener más fuerza que nunca. Ningún gobernante puede
ignorarlo. Por otra parte, el Estado español no puede desconocer tampoco que,
para un régimen recién instalado, sería terriblemente peligroso que, a
consecuencia de su instalación y de los medios empleados para lograrla, se
viese envuelto, de la noche a la mañana, en una guerra con sus poderosos
vecinos Francia e Inglaterra; guerra que cualquiera que fuese su conclusión,
sería desde el comienzo asolador y
desastrosa para España, precisamente por su posición geográfica.
Tales son, a mi
juicio, los motivos que trabajan en favor de la neutralidad de España en un
conflicto europeo.
Son poderosos, pero no
hay ninguno más.
Nada digo de los motivos
que trabajen en contra, porque tendría que discurrir sobre ellos por
conjeturas.
Pero se pueden
examinar, porque los datos son conocidos, las razones que los dos sectores de
la opinión española han tenido y tienen para orientar, desde el tiempo de paz, la
política exterior y del país.
Sería erróneo atribuir
la problemática actitud de España en un conflicto europeo, pura y simplemente a
la presencia en la Península de tropas extranjeras, al prestigio que con sus
éxitos haya logrado el Reich, o a la necesidad impuesta por la guerra civil y
sus consecuencias. Todo eso tiene su parte en el problema, pero no lo absorbe
enteramente.
Ninguna ilusión más
peligrosa que la de creer que se trata de una improvisación.
La misma intervención
italo-alemana, si la aislamos para considerarla estrictamente como un hecho
español, denota la existencia de una opinión anterior, cuyos componentes he
analizado más arriba.
Sería frívolo
pretender reducirla a una expresión numérica; pero no es aventurado afirmar que
los recientes sucesos no la han disminuido y que su influjo en las esferas
oficiales nunca ha sido mayor.
He aquí sus tesis:
*.- España, país de
misión civilizadora e imperial, fue desposeída de su preeminencia por la
conjuración de rivales rapaces, conjuración movida por el afán de riquezas y el
odio religioso.
*.- El
engrandecimiento posible de España y, sobre todo, su voluntad de
engrandecimiento, tropezará necesariamente con la preponderancia francesa. El
interés de Francia consiste en mantener una España débil, inerme y sometida.
*.- No menos que el
interés de Inglaterra, favorecedora de la división de la Península en dos
estados que la dejan manca, y detentadora de Gibraltar, cuya recuperación le
daría a España, con el dominio absoluto
del estrecho, una situación estratégica sin igual.
*.- Con el imperio
alemán, España nunca ha tenido competencias graves. Al contrario: desde 1521 a
1712, la política de ambos países fue común, y casi un siglo de preponderancia
española en Europa se acaba con las paces de Westfalia y de los Pirineos, es
decir, con el triunfo de la política francesa sobre la corona española y el
imperio germánico.
Consecuencia: como los intereses alemanes y españoles no chocan en
parte alguna, y tienen de común la necesidad de protegerse contra los mismos
rivales, la condición y el medio de engrandecer a España es restablecer la
tradición política exterior de los siglos XVI y XVII.
La propaganda y la
diplomacia alemanas, no necesitan inventar
nada dé esto. Muchos
españoles lo aceptan de antemano.
Frente a esas tesis
están las que, por agruparlas bajo un nombre común, llamaré tesis de los
españoles liberales.
*.- En el giro de la
civilización de la Europa occidental España tiene su puesto propio. Sin mengua
de su carácter original, forma parte de un sistema que no está determinado
solamente por la geografía y la economía, sino por valores de orden moral.
*.- En el terreno
político, España ha seguido la evoluciónde las democracias occidentales.
*.- Los verdaderos
fines nacionales de España están todos dentro del propio país y la primera
condición de lograrlos es la paz.
Desde el siglo XVIII
España no ha disfrutado nunca veinte años de paz consecutivos. Es relativamente
pobre, y aunque el número de habitantes se ha duplicado en poco más de un
siglo, todavía está poco poblada.
Por ejemplo, la
provincia de Badajoz, tan grande como toda Bélgica, tiene catorce habitantes
por kilómetro cuadrado.
Riquezas naturales mal
explotadas.
Instrucción popular
retrasada.
Millones de braceros
pasan hambre.
Lo justo y lo útil es
rehacer este pueblo, robustecerlo.
*.- Aunque las tesis
imperialistas fuesen posibles, exigirían un esfuerzo militar y económico
gigantesco, que no permitiría atender a la reconstitución del país. ¿Y qué
expansión necesita ni puede conseguir un pueblo que aún no ha logrado poblar ni
cultivar todo su territorio?
La neutralidad de
España, en buena inteligencia con Francia e Inglaterra, sus vecinos más
poderosos y sus mejores clientes, constituía para los mantenedores de estas
tesis un principio fundamental.
Que España no fuese
potencia militar era, hasta 1935, un factor esencial del equilibrio del
Mediterráneo.
Está muy esparcida la opinión de que este dato
importantísimo no ha sido bastante
apreciado.
Esa política ha
prevalecido en España, no solamente durante la República, sino antes, bajo la
administración de los partidos parlamentarios dinásticos.
Prosiguiéndola, y
lealmente adherida a la Sociedad de Naciones, entró España en la política de
sanciones.
Los últimos creyentes
en la Sociedad de Naciones han sido españoles. Se ha
visto con qué
resultado.
Sería una
extravagancia suponer que han abandonado esas tesis todos los españoles que las
profesaban; pero el influjo decisivo de esa política, en la orientación
internacional del Estado español, ha desaparecido con la República.