III. LA URSS Y LA
GUERRA DE ESPAÑA
De todos los temas
relacionados con la guerra española, pocos o ninguno han dado tanto que hablar
como la cooperación rusa en la defensa de la República. El origen, los
propósitos, la importancia de esa cooperación, sus efectos militares y
políticos, han sido, tanto en España como en el resto de Europa, tergiversados
por la propaganda y la polémica, desfigurados —en más o en menos— por la
emoción de las partes contendientes. Es cierto que la cooperación rusa ha
despertado graves temores, por las consecuencias (irrealizables en muchos
respectos), que pudiera traer para el porvenir del pueblo español.
También es cierto que
despertó esperanzas alegres, primeramente, en un área de opinión muy extensa,
para el resultado militar, y en segundo término, dentro de límites mucho más
reducidos, en el terreno político.
Ambos puntos de vista
—el del temor y el de la esperanza— eran, a mi parecer, equivocados, por falta de conocimiento cabal
de las cosas y por la peligrosa facilidad de
confundir con la realidad un sentimiento personal.
Frente a la presencia
importante, decisiva, de las potencias totalitarias en España, era fatal que se
levantase, como antítesis necesaria, la de la presencia soviética, y que se le
achacasen un origen, un propósito, un resultado paralelos (aunque de signo
contrario) a los de la intervención italo-alemana, sin pararse a averiguar el
volumen exacto y las posibilidades de la cooperación rusa. Así es siempre la
polémica política, que ni en paz ni en guerra suele guardar miramientos con la
verdad. Es creíble que durante la guerra, habrá habido en la España
«nacionalista» extremosos defensores de
la colaboración armada italiana; otros, más tibios, que la hayan soportado; y
algunos que la habrán mirado con antipatía y recelo. El mismo fenómeno, guardadas las proporciones, ha podido
producirse en la España republicana, con esta diferencia: nunca ha habido un
ejército ruso, grande ni chico, en el territorio de la República. Nunca ha
habido un pacto político, para el presente ni para el futuro, entre los
gobiernos de la República y el de Moscú.
La posición
internacional de España, en el caso de haber subsistido la República, no habría
variado esencialmente respecto de lo que venía siendo antes de la guerra. Estas
tres circunstancias muestran los límites impuestos por la naturaleza misma de
las cosas, no ya a las intenciones, sino a los medios de acción y los
resultados posibles de la cooperación rusa. De otros límites hablaré más tarde.
Había también en
algunas zonas de opinión de la España republicana una actitud antirrusa en la
cual participaban hombres políticos muy importantes, que gobernaban o habían
gobernado la República. Causa: la política absorbente del partido comunista en
la política interior de la República. Para algunas gentes, la URSS y el partido
comunista español eran la misma cosa. Es decir: se conducían como si estuvieran
persuadidos de que la posición de la URSS ante el problema de España, incidente
en un problema europeo más complejo, era igual a la del partido comunista
español, que mirando forzosamente el problema desde Madrid o Barcelona, no
podía verlo desde Moscú... ni desde Londres. Parecían también persuadidos de
que la URSS sería para la República española un escudo invulnerable, con el
cual se podría contar indefinidamente y en cualquiera eventualidad. Una
información más puntual les habría demostrado que tales cálculos fallaban por
su base.
Admitamos que Alemania
e Italia, empeñadas en ganar la guerra de España, habrían hecho para
conseguirlo todos los esfuerzos imaginables. La recíproca no era cierta. Las
potencias opuestas al bloque italo-alemán en Europa, y por consiguiente en
España, consideraban que, en el juego europeo, la carta española era de segundo
orden. Por dar jaque a Italia y Alemania en España, no solamente nadie
arrostraría un conflicto grave, pero ni siquiera una tensión diplomática, ni un enfriamiento de las ententes
ni de las amistades oficiales.
Esta situación
alcanzaba también a la URSS.
Cuando alguna persona,
razonablemente, trataba de explicar los motivos de esa situación, probando que
no podía esperarse otra cosa, y que la ayuda rusa no podía hacer prodigios,
algunos fanáticos se enfurecían, como si los insultaran. Más que por fanatismo,
por falta de instrucción.
La República española,
dirigida en sus comienzos por un gobierno de coalición republicano-socialista,
tardó dos años en reconocer de jure a la URSS. Hecho el reconocimiento
en 1933, no se nombró embajador, ni se estableció ninguna otra relación
política o diplomática.
Se intentó redactar un
protocolo, que sirviese para prevenir las posibles actividades políticas de la
URSS en España. Algún agente comercial ruso estuvo en España, examinando con el
ministro de Hacienda las posibilidades de un convenio. Existía base para
hacerlo, con ventaja de ambos países. No se llegó a nada, por las dificultades
de concertar la forma y las garantías de pago.
Estuvo también en
España una comisión de marinos rusos, que visitó algunos establecimientos
industriales, que pudieran aceptar encargos de material naval.
El gobierno cayó en
septiembre del 33, y las cosas quedaron en tal estado. Así continuaban en
febrero de 1936, al constituirse un nuevo gobierno republicano, esta vez sin
participación socialista.
Evidentemente, el
reconocimiento hecho tres años antes, había de formalizarse, estableciéndose
con la URSS relaciones normales. Los trámites se llevaron con tan poca prisa,
que seis meses más tarde, al empezar la guerra, aún no se habían organizado las
embajadas.
El primer embajador
soviético llegó a Madrid a los dos meses de guerra.
Ninguna gestión se
había hecho para ofrecer ni para buscar el apoyo ruso, en ninguna forma. En
Moscú parecían tener acerca de la situación de la República, informes poco
precisos, o más bien, equivocados, tal vez por haber creído demasiado a los
optimistas. Dos únicas conversaciones tuve yo con el embajador soviético. Por
ellas vine a saber que en Moscú creían en el triunfo inmediato y fácil de la
República.
Las observaciones del
embajador debieron de convencerle de que no era así.
Las consecuencias,
desastrosas para la República, de la no-intervención, sobre todo de la
no-intervención unilateral, empezaban a dejarse sentir. Los gobiernos que
prohibían la exportación de armas y municiones para España, estaban
estrictamente en su derecho. También estaba en el suyo el gobierno español
comprándolas donde se las quisieran vender. El embajador soviético, visitante
asiduo del presidente del Consejo, ministro de la Guerra, mantuvo en el más
riguroso secreto las intenciones de Moscú respecto de la venta de material de
guerra, de suerte que el arribo de la primera expedición, fue casi una
sorpresa.
Y durante todo el
curso de la guerra, la afluencia de material comprado en la URSS ha sido
siempre lenta, problemática y nunca suficiente para las necesidades del
ejército.
La gran distancia, los
riesgos de la navegación por el Mediterráneo, las barreras levantadas por la
no-intervención, impedían, por de pronto, un abastecimiento regular.
Según mis noticias, en
1938, hubo un lapso de seis u ocho meses en que no entró en España ni un kilo
de material ruso. Por otra parte, los pedidos del gobierno español, nunca eran
atendidos en su totalidad; lejos de eso.
Más de una vez, el
embajador de la República en Moscú, trasladó a su gobierno las recomendaciones
del ruso para que se mejorase y aumentase la producción de material en España,
reduciendo al mínimo la importación, que no era segura ni de duración indefinida.
Por qué la industria española no llegó a un rendimiento suficiente, pertenece a
otro lugar. Resultado: en ningún momento de la campaña, el ejército republicano
no solamente no ha tenido una dotación de material equilibrada con la del
ejército enemigo, pero ni siquiera la dotación adecuada a su propia fuerza
numérica.
En cuanto a los
combatientes rusos en España, he leído en una publicación, al parecer
respetable, que la defensa de Madrid corría a cargo de un ejército ruso de
ocupación, cifrado en cien mil hombres.
En 1937, el presidente
del Consejo de “entonces”, ciertamente poco inclinado a transigir con ninguna
intromisión rusa, me hizo saber que el número de rusos presentes en España con
diversas misiones, ascendía a 781.
Móviles de los gobiernos
españoles que promovieron el aprovisionamiento de material en la URSS: suplir
la carencia de otros mercados en Europa y América. Sin esa circunstancia, la
URSS no habría tenido nada que hacer en la guerra de España.
Una situación tal, ha
tenido consecuencias importantes. No fue la menor la impresión causada en la
opinión popular española.
El espíritu público,
naturalmente agnado por la guerra y su cortejo de horrores, estaba pronto a
llevar sus simpatías allí donde encontrase, o le pareciese encontrar, un asomo
de amistad y comprensión. No se le puede pedir a una masa que discurra como un
hombre de Estado, ni que aprecie con exactitud la política exterior de otro
país, lejano y desconocido. Es indudable que en la mayoría de los adeptos de la
República hubo,
temporalmente, un
movimiento de gratitud hacia la URSS; gratitud que era la fase positiva de una
profunda decepción. Ese movimiento cedió poco a poco, después con gran
celeridad, lo mismo en los grupos políticos y en algunos de sus leaders, que
en la masa general.
He aquí por qué: los
comunistas españoles aprovecharon a fondo para su propaganda, aquella
disposición del ánimo público. A juicio de personas expertas en política,
conocedoras del país y de la situación dé Europa, la aprovecharon demasiado.
Un partido que en las
elecciones de 1936 obtuvo el cuatro por ciento de los votos emitidos en toda la
nación, creció durante la guerra, y a causa de ella, usando de todos los
métodos de captación, entre ellos la influencia y la protección desde los ministerios
que ocupaban.
Una identificación
imposible entre los fines propios de la política exterior de Moscú y los fines
peculiares del partido comunista español, servía para reforzar o cimentar
aquella propaganda.
Como si detrás de cada
personaje, más o menos embrujado por el prestigio moscovita, detrás de cada
propagandista, detrás del partido estuvieran, y hubiesen de estar siempre el
señor Litvinov, el ejército rojo, y los 180 millones de súbditos de la URSS.
El primero de los tres
miembros de esa suposición, se ha realizado algunas veces, pero los otros dos
eran desvarío. Con todo, en algunas conversiones al comunismo, muy
sorprendentes, he podido apreciar que el resorte psicológico no era la
revelación de una doctrina, sino un sentimiento de despecho e irritación.
El vago sentimiento
rusófilo de que he hecho mención, se vio envuelto y contrariado por la
oposición creciente a la política de partido de los comunistas. Es cierto que
los comunistas españoles no se cansaban de repetir que no aspiraban a implantar
el bolchevismo, que su adhesión a la República democrática era sincera,
etcétera.
Informadores muy
personales, que creo fidedignos, me aseguraban, viniendo de Moscú, que los
dirigentes soviéticos estaban convencidos de que el comunismo en España era
imposible, por motivos nacionales e internacionales.
Si en efecto lo creían
así, daban muestras de buen sentido. Mas el partido comunista seguía la misma
táctica que otros grupos políticos: ocupar
en el Estado para ser los más fuertes el día de la paz.
Justo es decir que esa
táctica no fue adoptada por los Republicanos, ni por la fracción del partido
socialista que había permanecido fiel a su tradición democrática y
«anticatastrófica».
La oposición a la
política de partido de los comunistas fue creciendo entre todos los que no
estaban sujetos a su disciplina. Se vio reforzada por todo lo que era o
aspiraba a ser oposición al gobierno, en el que los comunistas tenían dos o
tres puestos, aunque los oponentes no hayan encontrado la ocasión o no hayan
tenido los medios de manifestarse.
Tocante a los motivos
de la política de Moscú en el problema de España, me abstengo de discurrir por
conjeturas. Muy fino ha de ser quien pretenda conocer en su raíz última las
decisiones de un gobierno que se rodea de tanto secreto. (Contraste notable con
la locuacidad española; otros más profundos hay entre los dos pueblos, pese a
quienes con ligereza pretenden asemejarlos.)
Preferir la
explicación más complicada no es siempre lo más sagaz.
Todo el mundo conoce
que los puntos de vista de la URSS en los problemas planteados en Europa por la
política del Eje, han diferido de los de París y Londres.
Igualmente, y por los
mismos motivos, han diferido en el asunto de España. El valor de España para la
política internacional de la URSS no depende de que haya en la Península un
régimen bolchevista, sino de que el gobierno español entre en el sistema de las
potencias occidentales y refuerce el sistema, en lugar de disminuirlo o
amenazarlo.
Los dirigentes de
Moscú no podían desconocer, incluso por su propia experiencia, que el
bolchevismo en España, lejos de reforzar las amistades franco-española y
anglo-española; las habría puesto en entredicho.
Una España
bolchevizada habría sido relegada internacionalmente, al lazareto, por todo el
tiempo, que no habría sido mucho, que necesitaran las potencias circundantes
para aniquilar ese régimen en la Península.
Según la tesis de
Moscú, la descomposición de las amistades francesas en el oriente europeo, la
política de intimidación del Eje, no contrarrestada por nadie, disminuían la
personalidad internacional de Francia.
La empresa
ítalo-alemana en España era una pieza principal de aquella política. El
hundimiento de la República menguaría la posición francesa en Occidente y en el
Mediterráneo; menguando la posición de su aliada, menguaría también la posición
de la URSS en Europa. La URSS apoyaba, en consecuencia, la causa de la
República en el terreno diplomático. En el orden militar, el apoyo consistía
esencialmente en lo que he dicho. Los límites de una y otra acción, mpuestos por la situación que entonces tenía
la URSS en Europa, estaban más o menos a la vista.
En ningún caso podía
ni quería tomar la URSS una actitud intransigente que originase decisiones
peligrosas. Las discusiones de Ginebra y del Comité de No-Intervención lo
prueban. Menos aún ha entrado en los cálculos de la URSS comprometerse
seriamente en España. La guerra española ha sido en todo momento para la URSS
una «baza menor».
Creo saber que un
personaje del Kremlin llegó a admitir la sospecha de que alguien en Europa
hubiera visto con gusto que la URSS se metiera a fondo en España, esperando que
así se debilitara. Desconozco el fundamento de la sospecha. El solo hecho de
admitirla y de prevenirse contra ella llevaba implícito el propósito,
confirmado por los hechos, de no arriesgar
directamente en la causa de España ningún atout (diplomático o
militar) de verdadera importancia. Piénsese como se quiera de todo ello, las
cosas ocurrieron, en los puntos que he tocado, como queda dicho y no de otra
manera.
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