El deber del corazón
En ausencia del ministro de Noruega, y
ya desde los primeros días, yo había asumido la tarea de velar por los
intereses noruegos y atender a los súbditos de dicho país. Estos pudieron salir
de España sin más complicaciones. Entretanto, el Gobierno noruego me otorgó
categoría diplomática, indispensable en tan difíciles circunstancias. Noruega
no tenía en Madrid ningún edificio propio.
Únicamente contaba con un piso de
alquiler en el que estaba instalada la Cancillería, y otro con la vivienda
privada del Ministro, en una casa de vecinos muy hermosa y elegante, situada en
la periferia, al norte de Madrid. Al lado de la misma había otro edificio
similar y ambos eran propiedad del Ministro de Agricultura cubano. La vivienda
del Ministro de la Legación de Noruega se hallaba en el número 27 de la calle
Abascal. La casa colindante era el número 25.
Mientras en la embajada alemana había mucha
actividad, por estar acogidos en ella varios centenares de alemanes de uno y
otro sexo que buscaban allí su seguridad, en "Noruega", por entonces,
vivíamos horas tranquilas. Solamente se había autorizado el traslado a la
vivienda del Ministro de Noruega, a una familia que vivían en el mismo
edificio, pero que se sentía amenazada a causa de los repetidos registros
sufridos y de la detención de uno de sus miembros varones. Allí, gracias a la
extraterritorialidad reconocida, estaban a salvo. Poco tiempo después, otros
vecinos de la casa me pidieron que ocupara para la Legación dos viviendas de la
misma casa que estaban vacías, con el fin de protegerlas de las innumerables
organizaciones recién fundadas que podrían instalarse en ellas. Cualquier
asociación, grande o pequeña, se atribuía además de una denominación pomposa,
el derecho a un domicilio lo más ostentoso posible. En la lengua española se
había introducido una nueva palabra mágica: "requisar". Se
"requisaba" sin más, lo que gustaba tener: un auto, una vajilla de
plata, buenas camas y también viviendas enteras. Todo ello se adquiría bajo la
convicción inapelable de la pistola, que no admitía réplicas y ese nuevo
vocablo, tan de moda, sustituía a las expresiones habituales españolas
utilizadas para designar tales acciones. Yo, por mi parte,
"controlaba", aunque, desde luego, de acuerdo con el administrador de
la casa , las dos viviendas vacías, sin que se me pasara por la mente
utilizarlas. Pero al cabo de unos días se hizo necesario brindar seguridad a la
numerosa familia del abogado de la Legación ya que, después de los doce
registros practicados en su casa, corría
grave peligro de que se le llevaran, para darle "el paseo", ya que su
padre era uno de los políticos conservadores de más renombre que había sido varias
veces ministro, por lo que, en realidad, era algo insólito que hasta entonces
no hubiera sido víctima de tal destino. Quince personas entre las cuales se
contaban seis niños pequeños constituían el grupo inicial del aún no previsto
“Gross Asyl Noruega” ("Gran Refugio de Noruega"). El aluvión de
personas necesitadas de protección ya no iba a cesar, dada la espantosa
situación en que se encontraba la inmensa mayoría de la población, de toda
condición, desde las mejores familias por su rango social, hasta otras de
condición más modesta y entre ellas jóvenes aislados. Todos, unos por sus ideas
políticas, otros por su condición apolítica, aunque significándose, únicamente,
por llevar una conducta de trabajo y respeto hacia los demás. Por lo que una
representación diplomática tras otra se resolvieron, por un ineludible
imperativo de simple humanidad, a poner a disposición de esos seres humanos
perseguidos, la protección de la extraterritorialidad de sus correspondientes edificios o locales.
Desde que cayó en desuso el derecho
generalizado de asilo, atribuido hace siglos a lugares consagrados, no se había
vuelto a dar, por lo menos en la Europa civilizada, semejante estado de carencia
absoluta de derechos, y, además, en tantos miles de personas. Era necesario
hacer frente a esta situación completamente nueva, con medios también nuevos.
El derecho de extraterritorialidad de las misiones diplomáticas extranjeras,
brindaba el único elemento posible de sustitución de la mencionada práctica
medieval del derecho de asilo. ¿Qué persona, capaz de sentir compasión, y con posibilidades
de disponer de semejante refugio, podría
negárselo a nadie, de quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal
rechazo supondría su muerte? Los diplomáticos extranjeros con destino en Madrid
siguieron, por tanto, el dictado de su conciencia -siempre cuando no se lo
prohibieran expresamente algunos gobiernos en particular- y aprovecharon, muy
amplia y generosamente, sus posibilidades de protección.
Las condiciones que yo establecí para la
acogida en la Legación eran: en primer lugar; la acreditación de una
persecución, producida en el momento, inmediata, sin motivo justificado y no procedente
del Gobierno, sino de bandas incontroladas que actuaban a su albedrío; y, en
segundo lugar, no ser elemento activo con participación en actuaciones hostiles
al Gobierno, ni tener relación de empleo con el mismo. En un informe exhaustivo
al gobierno de Noruega le describí la situación y puse en su conocimiento la
acogida dispensada a los que solicitaban asilo con arreglo a las condiciones
que quedan dichas.
Víctimas de la persecución Los casos
particulares que se presentaban cada día y a cada hora eran en parte terribles
y en parte grotescos. Un hombre, oficial del Ejército, se pasó tres días con
sus noches escondido, tumbado, debajo de un colchón en el que se estaba
desarrollando el parto de una señora. Únicamente, así, pudo salvarse.
Una señora acudió a mi acompañada de una
muchacha joven para contarme lo que les había sucedido. Pocos días antes,
estando en su casa, ella con su marido y su hijo, más un conocido con su hijo,
llamaron a la puerta, a golpes, entrando cuatro milicianos exigiendo la
presencia del señor de la casa. Al ver que, además de él, estaban allí el hijo
y los otros dos hombres, ordenaron que los cuatro se fueran con ellos para
prestar declaración ante el "Juzgado"; es decir, "Fomento
9", la célebre "checa".
Algo más tarde, la hija mayor acudió
valientemente allí para preguntar lo que les estaba pasando. La mandaron de un
lado para otro, porque nadie quería saber nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada,
se quedó parada ante la puerta, apareció un coche con los cuatro tipos que se
habían llevado a su padre, hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo
que le dijeran lo que habían hecho con su familia. Los individuos, furiosos
ante la expectación que provocaban en la calle, la arrastraron hacia el
interior de la casa. A la mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta por
arma de fuego, en una cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al hermano y
a los otros dos, los criminales los
habían fusilado, nada más prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados.
En cuanto al amigo y a su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres,
simplemente por encontrarlos juntos les hicieron correr la misma suerte, según
el dicho alemán Mitgefangen mitgehangen, ("juntos hallados, juntos
ahorcados").
Trágico fue también el caso de un conde
que tenían dos hijos. A uno se lo llevaron una tarde, al otro consiguió
esconderlo, todavía a tiempo. Al día siguiente me pidió permiso para refugiarse
en la Legación de Noruega; quería venir después de comer a mediodía. Durante la
comida aparecieron los milicianos de nuevo y prendieron al más joven de sus
hijos. El conde llegó sólo a la Legación.
En la noche siguiente dispararon contra
los dos hijos juntos y los mataron.
Se dieron muchos casos en los que la
preocupación por los demás miembros de la familia impedía la salvación propia.
El amigo de un joven duque perseguido solicitó asilo para este y se le
concedió. Pero él se negó a tomar en consideración esta oportunidad porque
decía que, al no encontrarle a él, se llevarían a su madre. Al día siguiente lo
prendieron en su casa y por la noche lo mataron a tiros. Había sido durante
años ayudante de Primo de Rivera. Más tarde, tuve que acoger a su familia, para
él ya era demasiado tarde.
Este procedimiento era el corriente;
para obligar a presentarse a los hombres, se prendía a las mujeres. La mayor
parte de ellos se veían sometidos a esta presión. Por esa razón, tenía yo que acoger
en muchos casos, no sólo al hombre perseguido y amenazado de muerte, sino a la
familia entera con niños y todo. Más de una vez, cuando el marido y la mujer
habían encontrado refugio, se llevaban a los hijos menores. Tal fue la causa de
que tuviéramos en casa familias con niños pequeños.
Los escondrijos en los que algunos de
los hombres tuvieron que guarecerse, hasta que pudieron llegar a nuestra
Legación, pasadas semanas, y, con frecuencia, también meses, eran a veces fantásticos.
Solía ocurrir que las personas que habían escondido a fugitivos eran también
víctimas de su encomiable proceder. Las situaciones que nos deparan los tiempos
revolucionarios son no sólo la falta de reconocimiento, sino el más severo
desprecio de las mejores virtudes humanas tales como la nobleza y la lealtad.
Podría escribirse acerca de esos meses madrileños un libro entero lleno de
ejemplos al respecto, para vergüenza de la humanidad, pues hay que tomar en
consideración el hecho de que no se trataba aquí de una persecución más o menos
legal por parte de Tribunales o de autoridades, sino del proceder arbitrario de
individuos no cualificados, o sea que no se propugnaba una oposición al Estado,
sino una ayuda contra la criminalidad.
Y como ejemplo, puede valer éste: el
propietario de una finca de mediana importancia, situada al suroeste de Madrid,
se encontraba al empezar la lucha, con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores
de la cosecha. Antes de que cundiera la consigna, que inmediatamente se
extendió por el pueblo, de matar a todos los terratenientes, huyeron, en primer
lugar, a esconderse en un pozo, adonde un criado que les era fiel, les llevaba
alimentos de noche. Allí se pasaron varias semanas hasta que enfermaron y
quedaron sin movimiento.
En uno de sus pajares había una pared
doble; el espacio entre ambos lienzos de pared era de unos cincuenta
centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al método español de paja
cortada. Excavaron por las noches un "túnel" que atravesaba la "montaña"
de paja, y, al final de esa "galería" hicieron un hueco en el primer
tabique y se cobijaron entre los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos
dos hombres unos seis meses largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya
que cada pocos días volvían a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado
les dejaba, en un lugar determinado, algunos víveres con los que desaparecían, inmediatamente,
de nuevo al escondite en el que tenía que permanecer inmóviles aguantando el calor
del verano y el frío del invierno, sin ventilación; y eso durante seis meses.
Resulta difícil imaginar los tormentos
que tuvieron que soportar. Más de una vez estuvieron a punto de salir afuera y
dejarse asesinar antes de seguir aguantando. Sólo les mantuvo la esperanza de
recibir ayuda de su familia. Finalmente así fue. Debido a las gestiones de una
hija, el camión de la Legación llegó al pueblo con el pretexto de comprar
víveres. Al caer la noche, recorrió un trecho hacia las afueras del pueblo y
esperó allí a los dos desgraciados a quienes el viejo criado sacó "de
contrabando". Los trajeron a la Legación en estado francamente lastimoso.
En muchos casos, era ya corriente que
los hombres perseguidos fueran de un lado para otro por las calles y, a la
noche, se metieran en cualquier agujero, o debajo de una maleza o en algún otro
escondite parecido, hasta que, finalmente, los prendían o ellos encontraron
cobijo en una Legación.
Pero, sobre todo, lo que no había que
hacer era quedarse en una vivienda a esperar, cada segundo, los golpazos en la
puerta, anunciadores del subsiguiente "paseo".
"Controlo" una casa grande
No es, pues, de extrañar que las dos
viviendas que yo "controlaba" se llenaran en un plazo muy breve.
Tenía que ampliar mis locales, ya que la inseguridad, que día a día iba creciendo,
no permitía pensar en dejar de prestar ayuda. Era un peso que la conciencia
simplemente "no podía soportar".
Cuando se han vivido esas escenas y se
han oído súplicas desesperadas de esposas, madres, hermanas, un ser humano
compasivo, prescindiendo de todo sentimentalismo, no puede permitirse una fría
reflexión diplomática considerando ulteriores complicaciones; lo que hay que
hacer, en tales casos, es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar
estimándose a sí mismo.
Decidí, pues, hacerme con toda la casa,
de catorce viviendas (dos por cada planta), para la Legación. Los pocos
inquilinos que aún quedaban allí, ya se habían tenido que pasar, sin más, a mis
locales protegidos. Ahora podían volverse a sus viviendas, con la obligación de
mantenerlas a mi disposición, para que pudieran ocuparlas, además, otros
refugiados. Mediante una instancia por escrito, bien razonada, más una
conversación convincente, conseguí del Ministerio de Estado (Asuntos
Exteriores) el reconocimiento de todos los derechos de extraterritorialidad
para el edificio de Abascal 27, que quedó reconocido, en su totalidad, como
residencia de la Legación de Noruega.
Al día siguiente, recibí la
correspondiente confirmación expresa por escrito. Pero, ya la víspera, y basándome
en la correspondiente promesa verbal, al volver a casa por la tarde, expliqué
al portero y a los dos puestos de guardia que, desde ese momento y en lo
sucesivo, el territorio noruego empezaba en el umbral de la puerta y que nadie
podía cruzarlo sin mi consentimiento. La casualidad quiso que ya esa misma
tarde quedará patente la efectividad de la medida; vinieron, primero dos milicianos
a recoger al inquilino de una vivienda de planta baja que aún habitaba allí con
su familia, empleando la fórmula clásica de que se trataba de prestar
"declaración" ante un tribunal, lo cual hubiera acabado
ineludiblemente en el "paseo".
El hombre pudo todavía escapar, por una
puerta trasera, a otro piso más alto. A los que le venían a buscar, se les
explicó que tenían que salir de allí porque se hallaban en territorio
extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad asesina, no les había
ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez de ellos en dos autos.
No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los dos policías de
guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de disparar contra
el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización.
Hasta eso no querían ellos llegar, ya
que tenían un concepto muy unilateral de los disparos. Se retiraron, gruñendo y
amenazando, pero no volvieron nunca más. Nuestro hombre había salvado la vida,
que hubiera perdido de no ser por ese derecho de reciente adquisición.
Al día siguiente clavamos en la pared,
al lado de la puerta de entrada, la copia del documento, que en los tiempos que
siguieron prestó servicio más de una vez.
A lo largo de todo ese tiempo, adquirí
la experiencia de que una actitud decidida, en que se mantiene desde un
principio una conducta intransigente, constituye la mejor protección frente a
la masa.
El principio indiscutible de una
inmunidad condicionada a un poder efectivo, provoca comouna especie de barrera
invencible. Tal actitud me ha ayudado siempre en situaciones difíciles. Si aquello
s energúmenos hubieran podido percibir alguna vacilación interna mía en cuanto
a la seguridad propia, las cosas se hubieran torcido, ciertamente, más de la
vez.
¿Cómo viven novecientas personas en
una casa?
El edificio de la Legación se fue
llenando durante los meses de septiembre y octubre de 1936, de modo que tuve
ocupar, en noviembre, algunas viviendas más, en el inmueble vecino. Por ello trasladé
también allí el Consulado, por el motivo de haber sido tiroteado el edificio
donde estaba instalado, en el centro de la ciudad. Al final llegó a haber unas
novecientas personas en el "asilo" noruego, número superado en
algunos centenares por la Embajada de Chile, que contaba, eso sí, con más
edificios.
Ahora, imagínense lo que representan
novecientas personas a quienes hay que acomodar, juntos, en una casa de pisos
de alquiler, aunque ésta sea grande. Luego, pensemos en que esas personas no podían
dar un sólo paso fuera de la casa, sin correr peligro de muerte o al menos de
privación de libertad; que estaban mezclados al azar, procedentes de todos los
niveles sociales y, por tanto, de muy distintos modos de relacionarse; que se
pasaban la noche y el día encerrados en los mismos cuartos y todo ello ¡durante
más de un año entero! (1937).
A esto hay que añadir las temperaturas diarias
de Madrid que, en invierno, a veces descienden a varios grados bajo cero, sin
calefacción para combatirlo… ¡Y, aún era, sin duda, peor el verano con un calor
que alcanzaba los 40° a la sombra! Quien sea capaz de hacerse cargo de lo que
fue esta realidad, podrá tener una idea de los problemas originados por tan
terrible situación. Añádase a ello la dificultad de alimentar a estas personas
en una ciudad en la que reinaba el hambre desde hacía varios meses. Todo ello,
por si fuera poco, sin contar más que con escasísimas cantidades de dinero, ya
que la gente, tras varios meses de encierro, muy poco o nada podía aportar. El
gobierno noruego no aportó ni un céntimo en la empresa, hasta el punto de que
los telegramas que se le enviaron, relacionados con los "refugiados"
y con su evacuación, tuvieron que pagarse a costa del fondo común de los mismos
acogidos.
Es de esperar que no se repitan
acontecimientos como éstos, tan demenciales que obligaron a socorrer en un
refugio de urgencia a tal cantidad de gente y por tanto tiempo, pero ya que el
destino hizo que interviniera en la organización de la vida diaria en estos
digamos "acuartelamientos masivos permanentes" considero de interés
desde el punto de vista testimonial, relatar a continuación la historia del
refugio en la Legación de Noruega de Madrid. Las doce viviendas disponibles del
inmueble estaban ocupadas cada una por sesenta y cinco a ochenta personas.
La casa tenía la ventaja de poseer
grandes cocinas con dos fogones cada una, así como amplios cuartos de baño, dos
por cada vivienda, más un pequeño retrete. Todo los cuartos, salvo,
naturalmente, los mencionados, tuvieron que utilizarse para dormir.
En cuanto a muebles, no había muchos,
porque varias viviendas estaban completamente vacías cuando las ocupamos,
mientras que otras habían experimentado la pérdida de parte de su mobiliario,
con ocasión de anteriores registros. En cuanto a las camas, sólo habían quedado
algunas.
En consecuencia, había que dormir en
colchones, en el suelo.
Al principio, se recogían colchones y
ropa de cama de las viviendas de los refugiados. Pero pronto se hizo esto
demasiado difícil, por haberse dictado una disposición por la que se declaraban
embargados todo los colchones de Madrid. Tuvimos que comprar cantidad de
colchones baratos rellenos de borra. En ellos, se acostaban, en una misma
habitación, de ocho a doce hombres o mujeres; únicamente a las familias con
niños se les permitía alojarse, juntos, en una habitación para ellos.
Durante el día se amontonaban los
colchones, se recogían en algunos cuartos en un rincón y se instalaban las
mesas y sillas existentes, fabricadas en nuestra propia carpintería: para
montar "cuartos de estar".
Cada piso tenía su Jefe, al que asistía
un ayudante; tenía que distribuir el trabajo, la compra y la rendición de
cuentas y cuidar del orden de la vivienda y de las convivencia entre los
residentes. Los jefes de cada piso habían de responder directamente ante el
jefe de Administración (Chef des Kommisariats) que asumía la administración
conjunta y empleaba a Jefes de Sección con las siguientes competencias: Caja y
Contabilidad, búsqueda y compra de carne, leche, pan, etc.; Transporte, Policía
interna, Atención a los presos, Vigilantes nocturnos y Porteros de día, así
como una Inspección de higiene. Dicho Jefe de Administración estaba en contacto
constante con cada Jefe de piso, por un lado y con mi Secretaría por otro.
Todos aquellos incidentes que no podía solucionar el Jefe de piso, pasaban al
Jefe de Administración. Únicamente en el caso de que tampoco él pudiera dominar el asunto, pasaba éste a mí
Secretaría que, en un principio, intentaba resolverlo por sí misma y sólo
cuando no lo lograba me lo transfería mí. Debo decir en honor de mis refugiados
que en este caso, y me refiero a cuando se trataba de desacuerdo entre ellos,
sólo se dio pocas veces y que, siempre, mi opinión personal bastaba para
resolver, inmediata y totalmente, la posible diferencia.
Disponíamos de un servicio excelente de
sanidad ya que contábamos con diez médicos que estaban en la Legación. Se
habilitaron dos salones grandes para enfermería, de hombres y de mujeres respectivamente,
con buenas camas, cuarto de baño, y otro cuarto para medicamentos, etc. En esta
enfermería, atendimos impecablemente a varios partos, pero también tuvimos un
caso de defunción por tuberculosis.
La inspección sanitaria de todo los
espacios y habitaciones del edificio la practicaba con frecuencia un médico
encargado de la misma y se procuraba con esmero mantener la máxima limpieza.
También tuvimos la suerte que se produjeran muy pocos casos de enfermedad.
Hubo quienes vinieron a la Casa con toda
clase de padecimientos de estómago o de otras enfermedades crónicas, que
aducían no poder comer de los platos que constituía nuestro menú diario (a
saber, sopas espesas o purés, de garbanzos, judías blancas, lentejas etc.
patatas, más un poco de jamón, de cuando en cuando carne fresca y bastante
cantidad de arroz) y que, pasado algún tiempo, dejaron de lado sus dolencias de
estómago, sin otras causas y comían de lo que había y se dio el caso curioso
que muchos enfermos de estómago, curaban su dolencia y estaban más sanos así, de
lo que habían estado durante años.
Los niños, y también los mayores a
quienes se lo mandaba del médico, podían subir a diario, durante algunas horas,
a la terraza de la casa para disfrutar del aire y del sol. A los demás no se
les permitía porque hubiera sido demasiado peligroso, ya que había milicianos
acuartelados en las "villas" de los alrededores, de quienes se podía
pensar que dispararían se veían mucha gente.
Consecuentemente, tampoco se permitía
que nadie saliera de día a los balcones, había que tener bajadas las persianas
y la casa tenía que dar, por fuera, la impresión de estar deshabitada.
El movimiento en las puertas de entrada
tenía asimismo que quedar limitado al mínimo posible.
Dichas puertas que eran de hierro,
estaban cerradas y los vigilantes solamente las abrían para dar paso a personas
o carruajes. Se anotaba con exactitud en un libro-registro los datos de
entradas y salidas con la correspondiente mención horaria y todas las mañanas
me presentaban la lista exacta del día anterior. Durante los primeros meses
teníamos, a efectos de vigilancia, seis hombres de la Guardia Nacional, que, al
ser siempre los mismos, vivían en parte con su familia, en los sótanos de la
Legación.
Más adelante, los policías destacados a
efectos de protección, montaban guardia en la calle, delante de la puerta y no
les estaba permitido traspasar el umbral. Los propios refugiados asumieron
entonces la de vigilancia propiamente dicha.
Todo el trabajo que había que realizar
en la casa corría a cargo tanto de las mujeres como de los hombres: guisar,
lavar, planchar, eran tareas confiadas a las mujeres; limpiar las habitaciones,
pelar patatas y otros trabajos auxiliares de la cocina, acarrear carbón y leña
y demás trabajos rudos quedaban a cargo de los hombres; sobre todo de los
jóvenes. La distribución de las faenas correspondía al "Jefe de piso"
y había que atenerse a ella rigurosamente. Con razón podía yo, ocasionalmente,
hacer alarde ante los comunistas, del "comunismo ideal" que se
practicaba en nuestra casa, donde cada uno trabajaba para todos y donde se daba
literalmente el caso de que una duquesa lavara la ropa de su criada, cuando a
ésta le tocaba la semana de "cocina" y a ella la semana de "colada".
Así de "comunista", en el buen
sentido, era también la solución que se daba a la cuestión económica. Al
principio, la mayoría de la gente disponía de alguna cantidad de dinero, mayor
o menor, o podía procurársela a cargo de amigos o parientes. Como, en realidad,
salvo el tabaco, sólo podía gastarse en comer y en beber y se trataba, por
tanto, de gastos comunes, éstos se liquidaban toda las semanas en comunidad y
por pisos. El Jefe de piso mandaba buscar cada mañana a nuestros propios
almacenes en el sótano los alimentos necesarios que tenía que pagar.
Al final de la semana hcia las cuentas y las repartía entre los
ocupantes de la casa. Los gastos oscilaban según los pisos, ya que algunos se
administraban con algo más de "sibaritismo"; pero, como término medio
salíamos adelante con tres pesetas (más o menos, un marco) diarias por persona,
en "pensión completa"; a saber, con desayuno, consistente en café con
leche y pan, comida y cena, con dos platos calientes, tan abundantes como
quisieran, y un vino ligero del país.
Tan pronto como aumentó algo el número
de refugiados, puse en servicio, primero un camión y, al poco tiempo otro.
Ambos los había "controlado yo", es decir que el primero lo puso su
dueño voluntariamente a nuestra disposición, para salvarse; sólo teníamos que
pagar el carburante y al conductor.
El segundo, lo solicitamos al organismo
correspondiente que se hallaba bajo la dirección de mi antiguo chófer, que nos
lo proporcionó y cuando ya llevábamos algunos meses utilizando este vehículo,
un día que lo teníamos aparcado delante de casa, aparecieron de pronto algunos
milicianos increpando al conductor; resulta que aquel camión les pertenecía a
ellos; es decir, a la organización anarquista y, según decían, se lo habían
robado los socialistas. Por más que les dijimos cómo lo habíamos conseguido no
se dejaron convencer, se metieron dentro, tiraron la mercancía que llevaba el
camión y se fueron con él. El chófer pudo seguirle la pista y comprobar que lo
encerraban en un garaje muy próximo a la Legación. Entró y se quejó al
"responsable" del garaje, que se manifestó como un anarquista
exaltado y, con malos modos, le echó afuera al chófer, que estaba afiliado al socialismo.
Después supimos que se dirigió a varias embajadas ofreciendo, muy amablemente, los
servicios del camión en condiciones prohibitivas.
No nos dejamos intimidar y nos dirigimos
a los directivos de la Dirección de transportes exigiendo la devolución del
vehículo que se nos había entregado con absoluta legalidad. Telefoneé personalmente
al que ostentaba la más alta dirección, que me prometió aclarar el asunto, lo
más brevemente posible. Tres días después, reconocía que habían surgido
dificultades y que no sabía cómo podría dar por resuelto el mencionado asunto.
Me enteré, por otras referencias, de que el "cancerbero" del garaje
se había comunicado con el alto directivo de transportes y le había propuesto
unas marrullerías de las que aquel señor se sintió abochornado y ya no se
atrevió a volver a hablar con el anarquista.
Mandé a mi secretario alemán que fuera a
ver a aquel bárbaro y le invitara, amablemente, a venir a verme a la Legación
para tomarse una copa conmigo. Accedió a la entrevista, y al poco tiempo mi
secretario me presentaba a un verdadero oso. Era gallego (habitante del ángulo
nordeste de España de donde proceden casi todos los cargadores, seguramente con
algún componente germánico, puesto que allí se mantuvo el reino de los suevos),
grande, cuadrado, bastote, peludo, con voz poderosa. Le recibí como un buen
amigo con el que hubiera "tenido algún malentendido". Habíamos
charlado media hora cuando me abrazó efusivamente, como también a mis tres
secretarios y nos dijo que repararía enseguida el vehículo que su gente había
estropeado conduciéndolo y que en dos días lo tendríamos a nuestra disposición.
Y añadió que si, en adelante, tuviéramos que hacer alguna reparación, o
necesitáramos otros coches, no teníamos más que decirlo. De hecho, a partir de
entonces, no sólo nos reparaba los vehículos, sino que más de una vez, ponía
otros a nuestra disposición si, por algún motivo, los necesitábamos.
He referido este episodio como
sintomático de la "coexistencia" de rudeza, y de bondad de corazón, en
estos seres primitivos. Todo español lleva dentro algo así como un
"caballero"; sólo hay que ayudarle a que éste se manifieste.
Nuestros dos camiones, así como el
vehículo de reparto, nos llevaban ahora sin impedimentos, por todo el país;
primero por las provincias que rodean Madrid y después hasta Almería, Murcia y,
con frecuencia Valencia, a comprar víveres. También nos servíamos a veces de
los comunistas, que se ponían a nuestra disposición, como mediadores que
traficaban, en régimen de intercambio, con organizaciones comunistas de
localidades próximas que, por ejemplo, cambiaban jabón por patatas, carne o
garbanzos por café. Más adelante, teníamos que llevar, con regularidad, café,
azúcar o jabón a los lugares donde queríamos comprar algo, para poderlo hacer,
ya que desde la primavera de 1937 los labradores no estaban dispuestos a
enajenar víveres por dinero, ni siquiera en localidades más distantes.
Esta organización de compras, que
actuaba activamente no solamente nos permitía cubrir generosamente las
necesidades de nuestra propia Legación, sino también ayudar ampliamente a la mayor
parte de las demás, mediante el suministro de víveres, lo que, dada la escasez
que ya empezaba padecerse, nos atrajo naturalmente su simpatía. Pero es que,
además de todo lo dicho, llegamos incluso a poder proveer de víveres a las
cárceles. Durante mucho tiempo, y de acuerdo con la persona que tenía
contratado el suministro de los presos, a razón de 1,50 ptas por individuo y
día, suministramos patatas a todas las cárceles de Madrid hasta que empezaron a
escasear los alimentos y el combustible para los camiones y hubo que dejarlo.
Con ocasión de mis muchas visitas a las
distintas prisiones, sus directores me daban a probar una muestra de la comida
y, como ésta solía consistir únicamente en una sopa aguada con arroz o lentejas,
replicaban a mis exigencias que no podían procurarse otra cosa y, sobre todo,
no había modo de encontrar patatas, tan necesarias para saciarse. Nuestros
camiones procuraron ayudar hasta que, en enero Melchor Rodríguez, un hombre de
mucho mérito de quien hablaremos más adelante, se procuró en su calidad de
Director de Prisiones de Madrid, medios propios de transporte y pudo encargarse
de llevar a cabo el suministro.
Según avanzaba la contienda escasearon
tanto los víveres en toda la zona dependiente del Gobierno rojo, que los
camiones regresaban medio vacíos, a pesar de todas las mercancías que llevaban
para el trueque. Entonces, en una situación de emergencia tuvimos que traer
víveres de Marsella, mediante una comisión conjunta establecida, por el Cuerpo
Diplomático. Mediada la guerra no había modo de conseguir ni siquiera aceite, y
a principios de julio de 1937 no pudimos obtener ya ni un solo kilo de arroz,
ni en Valencia, el gran centro arrocero, ni en sus alrededores que no cultivaban
otra cosa.
El hambre de la población civil
Ya desde el mes de diciembre de 1936,
Madrid padecía verdadera escasez. Y esta necesidad no consistía sólo en la
falta de alimentos, sino que aún era casi peor la falta de combustible. Se formaban
“colas” kilométricas. ¡Mujeres hubo que se habían puesto a la cola a las dos de
la madrugada y que a las diez o a las once de la mañana no habían podido
adquirir ni dos kilos de carbón!
A pesar de que había una considerable
reserva de carbón en Madrid. Se almacenaba en los trasteros de las casas
señoriales, en las que, como de costumbre, ya desde principios de verano, se encerraba
el carbón para la calefacción del próximo invierno.
Todo esto había sido objeto de incautación,
y el carbón que se suministraba al Cuerpo Diplomático procedía siempre de las carboneras
de esas casas. ¿Qué iba a pasar el próximo invierno cuando dicha reserva
faltara? Se abatieron árboles, en el mismo Madrid, y sobre todo en los
alrededores, y esa leña verde, procedente de pueblos cercanos, se traía en
carros arrastrados por mulas y burros a Madrid, donde se vendía a precio de
“straperlo”.
Las tiendas de comestibles abrían en su
mayoría, pero casi no tenían género. De momento, la gente todavía recibía pan y
cierta cantidad de arroz. El azúcar y el aceite se expendían en cantidades mínimas.
Pero al cabo de algún tiempo empezó falta el pan, que es lo peor que les puede
pasar a los españoles.
Durante algunas semanas, en febrero de
1937, se iban formando, colas interminables para adquirirlo. Junto a la
Dirección de Seguridad había una tahona, donde, naturalmente, se formaba una
cola como en todas las demás. Me interesé a través de varias mujeres que
consideré de mejor apariencia social las vicisitudes que tenían que soportar en
la “cola” y así me enteré que llevaban allí de pie, alternándose unas con
otras, tres noches desde las doce o la una para que a las diez de la mañana les
dijeran finalmente que se había terminado todo el pan. Ó sea, que desde hacía tres
días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían recibido nada. En marzo, por
fin, se empezó a suministrar el pan, a través de cartillas con raciones muy
escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con menos molestias.
Emocionante, ridículo y a la vez trágico
era el espectáculo de los carritos de dos ruedas tirados por un burro,
procedente de los pueblos colindantes, circulando por Madrid con algo de
verdura o de fruta y conducidos por un viejo labrador, a quién seguían detrás,
una caterva de mujeres, niños y algunas veces incluso hombres; andaban así
hasta que el carro se paraba en cualquier sitio y entonces se procedía a la
venta.
En el Madrid sitiado, llegó a adquirir
la situación alimentaria extremos límites, verdaderamente angustiosos, en que
fallaba hasta el racionamiento, teniéndose que valer los madrileños de los procedimientos
más inusitados para poder llegar a adquirir un poco alimento, bien por
intercambios de jabón, bebidas alcohólicas, tabaco..., muchos sucumbieron por
el hambre, pero hubo muchísimos que lograron sobrevivir milagrosamente, porque parecía imposible
pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante cerca de tres años,
cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron literalmente en los
huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco e incluso treinta
kilos, originándose, como consecuencia, en la población una endemia de avitaminosis y tuberculosis, con toda las
consecuencias patológicas que esto conlleva.
La Legación de Noruega era conocida en
Madrid por la alimentación y los cuidados convenientes que dispensaba a sus
refugiados; también salían de allí diariamente víveres para los familiares que estaban
fuera y para las cárceles. Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación
estaba abastecida, en su almacén propio, con los víveres necesarios para
mantener, durante unos meses, a un número de personas que oscilaba entre las
ochocientas y las novecientas.
Vacas españolas y leche noruega "Noruega"
¡tenía hasta sus propias vacas! ¡Nada menos que cincuenta! Porque la leche era naturalmente
uno de los alimentos más escasos. Nosotros no las habíamos comprado, sino "controlado".
Me explico: me había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un
edificio próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes,
situados en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente
provisional y primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si
de ésta daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas.
No había pienso que comprar en Madrid y
su propietario no tenía medios de transporte de ninguna clase para procurárselo
trayéndolo de otra parte. Dado que todos los propietarios de vacas estaban en
la misma situación, ya se habían sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta
de que la carne se pagaba muy cara.
Convine, pues, con el hombre en hacerme
yo cargo de las vacas, a cambio del suministro exclusivamente a mi Legación de
la leche producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción del coste
del pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar y atender como
es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros camiones y
obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre todo para nuestros
ciento veinte niños.
Los garajes existentes en la casa se
utilizaron ocasionalmente como mataderos, cuando las vacas ya se secaban o
cuando se las podía comprar para sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación
una vaca destinada al sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche
sorprendió al vendedor y a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre
causó extrañeza y acabó siendo conducido con su "acompañante" a la Comisaría
y allí pasó la noche.
La vaca se comió la colchoneta de un
policía. A la mañana siguiente, tuve que reclamar la vaca por la vía
diplomática, después de lo cual, la trajeron a empujones a la Legación, con su
propietario por delante tirando y dos policías empujándola por detrás.
Todavía teníamos otras quince vacas más
en régimen de "pro-indiviso". Pertenecían conjuntamente a Chile,
Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban en un establo chileno junto al hermoso
palacio en el que estaba instalado el decanato del Cuerpo Diplomático.
Checoslovaquia las había conseguido y Noruega cuidaba de procurarles el pienso.
Su leche se repartía amistosamente entre los tres Estados y nunca se formularon
reclamaciones diplomáticas aún cuando disminuyera con el tiempo, la ración y se
aceptara que la proximidad "geográfica" favoreciera a nuestros amigos
los chilenos.
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