8. LA LIBERACIÓN DE LOS REFUGIADOS
Los refugiados en la Embajada de
Alemania
A mediados de noviembre de 1936, el
Reich alemán rompió sus relaciones con la España roja, y trasladó su
representación a la España nacional. El personal de la Embajada ya se había
trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba protegido por los barcos
alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en Madrid continuaba
utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un número mayor de
refugiados españoles que se habían acogido a la protección de la bandera alemana.
Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche delante de la puerta un
camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al acecho de algunas
personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con ellas.
Había asumido la protección de los
refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de Chile, en su calidad de
Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por la mañana temprano, recibió una nota en la que se
le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos el edificio
de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para tratar de la
salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó la
distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras representaciones
diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ira recogerlos.
El Embajador tendría que procurarse
garantías para nuestra seguridad durante la operación que, vista la
"disposición" reinante, era bastante peligrosa. También tendría que
fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que ésta tenía que ejecutarse ya que
la expresión "dentro de 24 horas" no resultaba lo suficientemente
fiable.
El Embajador se fue a ver al General
Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste prometió toda clase de facilidades.
Entregó al Embajador una carta en la que confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía
transportar a los internados en la Embajada de Alemania y que se pondría ante
la misma, la dotación policial necesaria para proteger la realización del
transporte, ante cualquier riesgo. El plazo expiraría a la una de la tarde, 24
horas después del convenio concertado con Miaja.
Nosotros nos citamos para las ocho de la
mañana en la Embajada, llevando nuestros coches; también el Embajador de Chile
quería estar personalmente presente para hacerse cargo de su cupo de
refugiados.
A las ocho en punto me personé con dos
coches. Ya había toda una serie de autos de diplomáticos.
El Embajador no pudo acudir porque se
encontraba indispuesto. Delante de la finca, en la Castellana, había gran
número de tipos armados; no se podía saber si policías o milicianos, unos y otros
iban igual de desastrados en cuanto al atuendo. En la mayoría de los casos el
uniforme consistía en el habitual mono azul de trabajo con correaje de cuero;
del cinturón pendía la pistola; parte de ellos llevaban fusil al hombro. La mayoría
eran jóvenes, su aspecto no inspiraba confianza.
Cuantos pasaban por ser guardias de
asalto o milicianos eran, sin duda elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún
sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los
dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos
presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena
costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.
En el jardín había ya cierto número de refugiados
dando vueltas, esperando con impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar
seguro. Se hallaban comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de
la policía hostil. Yo introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché
el primero y giré a la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles
de la guarda contemplaban el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se
había ido. A la velocidad del rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación,
al otro extremo de la Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los
entregue a los antiguos y regresé enseguida a la Embajada.
La gran avenida llamada Paseo de la
Castellana, al principio de la cual se hallaba situada la Embajada tiene una
amplia calzada central, con dos andenes anchos y ajardinados para peatones a derecha
e izquierda, respectivamente, y al otro lado de cada uno de ellos otra parte
empedrada para los tranvías y el resto del tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi
que había un atasco en la parte de tráfico rodado de la derecha, frente a la
Embajada. Exacto: en la esquina con la bocacalle, los policías habían mandado
parar el coche mejicano que venía detrás del mío y habían pedido la documentación
de los que iban en él. Otros cinco coches, cargados con refugiados que habían de
ser transportados a otras Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en
fila, detrás del primero. Se estaba desarrollando un violento duelo verbal
entre el funcionario mejicano del primer coche y los policías. Éstos estaban
muy excitados. La atmósfera se iba haciendo cada vez más densa y la situación
se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de nacionalidad alemana también,
estaba subido al estribo en medio de los policías y trataba de suavizar la
situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya varias veces había
probado con éxito, para imponer mi opinión en esa "banda sonora" de
palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante tamaña osadía. Tuve suerte;
entre ellos había por casualidad un policía de los antiguos. También él se
sintió osado y gritó: “¡Este señor tiene razón, estáis locos, deteniendo coches
diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo que pasa es que estos novatos no
lo saben!" Aproveché el momento y le grité al chófer mejicano "¡Adelante!"
Éste arrancó y los otros cinco detrás, antes de que los demás volvieran en sí
de su sorpresa. Gracias a Dios, por de pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados
fuera de peligro.
Regresamos, otra vez, a la Embajada que
estaba próxima; la Policía se había situado en la esquina de la derecha.
Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el chileno; giró astutamente a
la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo alcanzar la otra calle, sin
impedimento alguno.
En el jardín de la Embajada había aún
varios coches, y entre ellos, los dos míos, listos ya, con otros siete hombres
dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy cargada. Fuera la "piara"
con pistolas y fusiles, ya abiertamente hostiles. Por precaución, cerramos la
puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos adelante. Hay que intentarlo!
Entonces me acordé de las hermosas pistolas y granadas que estaban allí y que
en caso necesario bien podría utilizar en mi delegación. Dentro de unas horas,
me dije, estarán sin más en manos de esa panda. ¡O sea que para adentro! Fui al
cuarto donde estaban las cosas preparadas para su entrega o para utilizarlas,
eso todavía no se sabe. Cogí cierto número de pistolas, municiones, y una caja
de granadas de mano y las metí en mi coche. Así por lo menos para algo
servirían, si es que se salía adelante.
Mi colega y compatriota dijo entonces
"Schlayer, salga Ud. el primero”; Tenía otra vez a tres hombres en el
coche, me senté en el asiento de delante, al lado del conductor. “¡Gira
enseguida a la izquierda y echa a correr como un diablo!” Entonces mandé que
abrieran el portón de repente y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la
izquierda. Me esperaban a la derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos
tiros. Hicieron varios agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie.
Sin embargo, tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos
y agitaban sus pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno
de ellos había abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a
través de la ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que
detenerse, la cosa se ponía demasiado peligrosa.
Intenté empujar hacia abajo al fulano
que mantenía su pistola debajo de mis narices, porque no dejaba la puerta
libre. Pero, entretanto, los del otro lado habían abierto la puerta y separado brutalmente
a dos compañeros que querían sujetarla despidiendo hacia fuera a los tres
hombres.
Como una jauría de perros se tiraron al
coche. Por suerte en mi segundo coche que iba detrás donde llevaba el
cargamento que me podía comprometer seriamente pudo escapar a toda marcha a la Legación
de Noruega, donde descargó.
Como pude, regresé a la Embajada alemana
pero a los tres hombres que habían sacado de mi coche, se los llevaron a la
Dirección General, que estaba cerca.
Ante el portalón de la Embajada había
llegado ahora el Jefe de la Policía de Madrid, un joven de la Juventud
Socialista Unificada, un ser nada recomendable; como ocurría con todo los de
dicha organización, que ya no era socialista sino puramente comunista. Nos
quejamos a él de la actitud de la así llamada Policía que, en lugar de
ofrecernos protección, nos había
agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos garantizaba plena libertad actuación, lo cual
no se había cumplido. El arguyó que esa libertad de actuación no podía
referirse a los ocupantes españoles de la Embajada alemana porque este servicio
estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a ver a Miaja, con el colega
polaco, conde Kosziebrodsky, y con el yugoslavo, para pedirle que hiciera
respetar lo convenido por él. Hablamos en primer lugar con el Coronel, Jefe de
su Estado Mayor. Este trató el asunto con el General, y se puso enseguida a
nuestra disposición para acompañarnos a
la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero una vez allí, nuestro
buen Coronel se vino abajo.
Adoptó el argumento del jovencito, según
el cual los "ocupantes de la Embajada" que podíamos llevarnos no
podían ser más que los de nacionalidad alemana. Los súbditos españoles le correspondían
a él. En vano insistimos: en el clarísimo texto original del convenio nada
había que se pudiera interpretar de modo distinto. Se refería a los ocupantes, sin ninguna excepción y esto lo tenía
Miaja muy claro al redactar el texto. El joven policía se mantenía, con una
terquedad que parecía aprendida de Largo Caballero, (el único mérito que le
había llevado a tan alto puesto era el haber pertenecido con anterioridad a la
guardia personal de Largo Caballero) en su unilateral interpretación, y el
Coronel retrocedió vergonzosamente. La "escolta de protección" que
nos había prometido Miaja se había cambiado en "tropa de ataque".
No nos conformamos con los argumentos
del Jefe de la Policía y nos dirigimos al Embajador de Chile, en su calidad de
Decano, para hacer valer nuestro bien documentado derecho. El embajador telefoneó
a Miaja que, ahora, de repente argüía, no saber que en la Embajada de Alemania
hubiera acogidos que no fueran alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho
capitulaba de manera ignominiosa ante su subordinado, el aprendiz de policía,
ya que conocía de sobra la orden, según la cual, desde hacía ya semanas, tenía
que haber, día y noche, frente a la Embajada alemana, un fuerte destacamento de
policía en un coche, para impedir la salida de la finca de determinadas personalidades
españolas allí refugiadas, acogidas al derecho de asilo. El Embajador telefoneó
en nuestra presencia, a Valencia y habló con Álvarez del Vayo y con Largo Caballero. Dado que se trataba de una cuestión
jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante todo, la prolongación
del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para reflexionar antes de proceder
a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la propuesta con pretextos, Largo
Caballero con grosería.
Declaró sin rodeos que quien tuviera la
nacionalidad española y estuviese en la Embajada quedaría detenido. Ante tal
infidelidad a la palabra dada y contra semejante violencia nada podíamos hacer.
Y era casi la una, hora en que
finalizaba el plazo impuesto, cuando regresamos a la Embajada alemana sin haber
podido conseguir nada para los cuarenta y cinco españoles restantes. El portón estaba
cerrado, la Policía se hallaba ya delante del mismo, formada en orden de
combate dispuesta al asalto. Se procedió entonces a sacar a los alemanes que
aún estaban dentro y, tras examinar sus papeles, la guardia los dejó pasar; se
los llevaron a otra Legación. Dos de los alemanes se quedaron voluntariamente
dentro y se entregaron a la policía española. A la 1’15 estaba yo todavía solo
en el jardín de la Embajada. Los refugiados españoles se habían retirado al
interior de la casa, amedrentados, ya que no podían prever el trato que les
esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba la Policía dispuesta al
ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa policial, que era un
Capitán y me explicó que yo tenía que
salir ahora de la Embajada ya que había recibido la orden de tomarla por asalto a la
una y entonces me tendría que considerar como perteneciente a la misma.
Apenas salí fuera de la Embajada cuando
la policía penetraba con las pistolas, ya sin seguro, y con los rostros en
fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin duda esperaban resistencia.
Afortunadamente ésta no se dio y todo
transcurrió pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los llevaron a cárceles,
donde estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo, recobraron todos su
libertad.
Pero unos días después, recibí por
mediación de una Embajada amiga, un telegrama del Ministerio noruego en el que
se me comunicaba que el Gobierno de Valencia me había acusado como
"persona no grata" y que se esperaba, por tanto, mi petición de
renunciar a mis cargos de Encargado de Negocios y de Cónsul. Mi actuación con
referencia a los razonamientos y disputas entre el Cuerpo Diplomático y el
Gobierno con relación a los hechos ocurridos en la Embajada alemana, a pesar de
contar siempre con la conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por lo
visto, que servir de pretexto para que se produjera mi alejamiento, deseado con vehemencia, desde
hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.
No podía yo, empero, abandonar mi
puesto. No estaba decidido, en modo alguno a dejar a su suerte a las
seiscientas personas que en aquel momento estaban refugiadas en la Legación.
Tal destino en este caso equivaldría, más o menos, a que el Gobierno de
Valencia se aprovechara, sin duda alguna, de la vacante dejada por mí para
apoderarse de esos refugiados, tal como ya varias veces, lo había intentado.
Apelé por tanto, en interés de esas gentes necesitadas, de protección, al
Cuerpo Diplomático, a cuya intervención se debió que el Gobierno Noruego diera
una solución al asunto, que hacía posible mi permanencia al frente de la
Legación de Madrid. Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.
Difícil situación del Cuerpo
Diplomático
A finales de diciembre, el Gobierno
noruego envió a un Secretario de Embajada, en calidad de Encargado de Negocios,
ante el Gobierno de Valencia. Yo permanecí en Madrid ejerciendo las demás
funciones que había desempeñado hasta la fecha.
Se produjo entonces de momento, una
situación muy peligrosa, que duró unas cuantas semanas, porque el nuevo
Encargado de Negocios en Valencia declaró públicamente que el Gobierno noruego
nada tenía que ver con los refugiados en la residencia del ex Ministro de la
Legación de Noruega; esa era una iniciativa privada mía. Se podía presentir que
el Gobierno de Valencia, aprovechara esa falta de protección, para
"limpiar" la Legación.
Lo que únicamente detuvo al Gobierno fue
la alta consideración de que gozaba la Legación de Noruega en todo Madrid, su
conducta absolutamente correcta y la ausencia de todo reproche con respecto a
la misma. Sólo al cabo de algunas semanas pude recoger por escrito una
clarificación al respecto. El Gobierno noruego ratificaba su solidaridad con la
Legación de Madrid e insistía en el derecho al respeto más absoluto de la extraterritorialidad correspondiente. Tal fue
la base de una colaboración con el Encargado
de Negocios en Valencia para iniciar la gestión de la evacuación de algunos
refugiados acogidos al derecho de asilo, en nuestra Legación.
Es muy lamentable que el espíritu de
solidaridad que, en los primeros meses animaba unánimemente al Cuerpo
Diplomático, no se mantuviera con la fuerza suficiente para resolver, también
conjuntamente, la cuestión de la evacuación de los miles de acogidos al derecho
de asilo.
El Gobierno consiguió introducir la
división de opiniones al respecto, entre los representantes de los distintos
Estados, y el resultado fue que algunos consiguieran sacar a sus acogidos al
extranjero y otros tuvieran que seguir albergando a los suyos, durante más de
un año. Con un decidido "todos a una" tal como propugnábamos varios
de entre nosotros en diciembre de 1936, se hubiera evitado tan mala situación y
se hubiera salvado, sin duda, con mucho tiempo, a todos los refugiados. Después
de las negociaciones del mes de enero en Ginebra, el Gobierno mostró en un
principio, una complacencia, que se debilitó más adelante, debido a que, en
aquel entonces (principios de 1937) las organizaciones anarquistas tenían aún
la supremacía en los puertos y sólo sobre la base de pactos costosos con ellas
podía lograrse el permiso teórico del Gobierno. Como ya se ha dicho, había dos Legaciones
que conseguían la evacuación contra importantes desembolsos de dinero, que
quedaban fuera de las posibilidades de otras Legaciones. La condición, impuesta
por el Gobierno, de una conducta neutral por parte de los hombres jóvenes después de su salida de la zona roja, se
infringía en algunos casos, con lo que el gobierno apretó más las clavijas. Se
exigió entonces que los hombres cuya edad estuviera comprendida entre los
veinte y los cuarenta y cinco años, permanecieran en el Estado que los hubiera
admitido en su representación diplomática, hasta el ffinal de las hostilidades.
Sobre dicha base se produjeron
evacuaciones en serie tan pronto como las organizaciones anarquistas quedaron
dominadas por el Gobierno y ya no era necesario pagarles tributo. Para la Legación
de Noruega no era practicable, por desgracia, dicha vía, porque el Gobierno
noruego declaró terminantemente que no admitiría en el país a ninguno de los
acogidos al derecho de asilo, sin duda por motivos de política interior. Yo
propuse que consiguieran la admisión por otro país neutral de los trescientos
hombres de edades comprendidas entre los veinte y los cuarenta y cinco años que
se hallaban en la Legación con el fin de obtener del Gobierno de Valencia la
excepción correspondiente. Para facilitar al Gobierno de Noruega las
negociaciones con otros países, había yo ofrecido depositar una garantía de
750.000 ffs. a favor del país que se mostrara dispuesto a recibir a esa gente.
Tal cantidad garantizaría al país correspondiente un aval a cuenta de los
gastos que tuvieran que sufragar por los refugiados, así aceptados. Pero el
Ministerio noruego tampoco aceptó tal propuesta. A pesar de las repetidas
gestiones realizadas personalmente en el transcurso de los meses de abril a
junio en Valencia para obtener la tan urgente evacuación de los acogidos al derecho
de asilo, todas mis iniciativas fracasaban ante dicha actitud negativa del
Gobierno noruego que me imposibilitaba presentar una contrapuesta al Gobierno
de Valencia. Este había aprobado en abril, mediante nota verbal, la evacuación
de nuestros refugiados y expresado sus condiciones
Noruega se limitó, después de mucho
tiempo a desestimar globalmente dicha nota, sin entrar en detalles ni hacer contrapropuestas.
Poco después, volvió a cambiar
fundamentalmente la actitud del Gobierno de Valencia. Varios de los Estados que
habían evacuado gente con la condición de retener dentro de sus fronteras a los
hombres en edad militar, descuidaron este punto. Los refugiados al amparo de un
estado asiático, empezaron por no irse al mismo, sino que abandonaron el barco,
durante el viaje, para dirigirse a la España nacional. Esto fue la gota que
colmó el vaso. A partir de entonces, Valencia declaró que ya no dejaría salir
ningún hombre de edad comprendida entre los dieciocho y sesenta años.
¡Urge el intercambio!
Esto, prácticamente, significó el final
de las evacuaciones, ya que las mujeres con hijos varones en edad militar no
querían separarse de ellos; y tampoco se dejaban evacuar.
Intenté dar con alguna solución que, a
la vez, pudiera eliminar la dificultad especial existente para mi Legación.
Visité, poniendo de relieve que no se trataba de una iniciativa noruega sino estrictamente
personal mía, en primer lugar al Ministro vasco, Irujo, con el que ya había
colaborado con frecuencia y le expliqué el mal humor que la resolución del
Gobierno español tenía que provocar en todos los estados participantes, porque
trataba, nada más ni nada menos, de que pagaran justos por pecadores.
Expresé mi coincidencia con el Gobierno,
de que tras las experiencias vividas, no se le podía exigir que continuara con
los métodos empleados hasta entonces y, parecía en cambio mucho más inteligente
intentar un arreglo positivo y definitivo, que andar envenenando más y más la
situación de todos los participantes con disposiciones de carácter negativo. Si
los hombres acogidos al derecho de asilo no iban a poder salir, en absoluto de
las Legaciones, podrían ocurrir, muy fácilmente cosas que dejaran muy mal al
Gobierno ante la humanidad. Si por el contrario, se aceptaba de una vez el
punto de vista de que, en opinión del Gobierno de Valencia eran inviables las
evacuaciones de hombres en edad militar que, de todos modos, en las dos partes
estaban obligados a realizar su servicio militar, sería más razonable decidir
en consecuencia, que lo conveniente era dejarles que se fueran al lado nacional
al que ideológicamente pertenecían y exigir a cambio su sustitución por hombres
de la misma edad cuyo modo de pensar era el propio del lado rojo. Resumiendo,
lo que proponía era un canje entre los hombres acogidos a las representaciones diplomáticas a cambio del
número correspondiente de hombres de la misma edad que estuvieran en zona
nacional, y quisieran pasar a la zona roja, con el fin de que tanto unos como
otros pudieran actuar en el lado que les correspondía, de acuerdo con sus
ideales.
Esta propuesta le pareció a Irujo nueva
y recomendable; me prometió transmitírsela al Ministro de Estado (Asuntos
Exteriores) para después seguir tratando la cuestión conmigo. El Ministro,
Giral, me mandó llamar efectivamente en los días que siguieron y me dijo que
Irujo le había comunicado detalladamente mi propuesta que él, personalmente,
creía interesante; pero tenía que presentársela al Consejo de Ministros, cosa
que prometió hacer en los próximos días. Yo también, le dije que se trataba de
una iniciativa exclusivamente mía, y de carácter personal y me ofrecí, para, si
se aceptaba la propuesta, viajar yo mismo a la otra zona para obtener de aquel
Gobierno, el asentimiento a la misma.
Visité, también, entretanto, a los Encargados
de Negocios de Inglaterra y Francia para comunicarles la acogida, aparentemente buena,
que la propuesta había tenido por parte del Gobierno, y pedirles la posible
cooperación de sus países para realizar el intercambio. Con el Encargado de
Negocios británico estudié particularmente la forma más apropiada, si se daba
el caso, de llevar a los acogidos en las Legaciones, a Valencia, para embarcar
en un vapor inglés, mientras que el número correspondiente de hombres, afines a
los rojos y dispuestos al intercambio, pasaran la frontera de Gibraltar, de
modo que el barco pudiera llevar a los "blancos" a Gibraltar y, a su
regreso, los "rojos" a Valencia.
La “Pasionaria”
Transcurridos unos días, el asunto pasó
a discusión en Consejo de Ministros. Irujo me comunicó que, al parecer, todo
los miembros, con excepción de los comunistas, estaban de acuerdo con lo dicho;
pero que sería bueno que, primero, interesara yo personalmente en el asunto a
alguno más de los Ministros y, segundo, que convenciera a los ministros
comunistas, ya que, en contra de sus votos, probablemente no podría imponerse
nada. Yo tenía reparos en visitar a los ministros comunistas a los que no
conocía y entonces, Irujo me animó a hablar con una mujer a quien llamaban la
Pasionaria, que tenía mucha influencia con respecto a ellos; su verdadero
nombre era Dolores Ibarruri, originaria de Bilbao y vasca por los cuatro
costados. Me aseguraron que, en su juventud había pertenecido a asociaciones
católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.
Si eso era exacto, había cambiado mucho
desde entonces. Sus actuaciones en los mítines comunistas eran
extraordinariamente "sanguinarias" y fogosas. Así se había convertido
en la oradora más popular de la masa comunista-socialista, aficionada a las
“cosas fuertes”. Por entonces, yo nunca la había visto ni la había oído. Me
interesaba conocerla y esperaba, al mismo tiempo, convencerla con mis
razonables argumentos y ganármela para la causa del intercambio.
Al día siguiente fui a verla. Tenía un
despacho en la Central Comunista de Valencia. A la entrada había un puesto
doble de milicianos, con bayoneta calada. Anunciaron mi visita por teléfono a
la Pasionaria y me condujeron inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala,
me recibió con naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años.
Charlamos durante hora y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que
se nos iba ocurriendo; ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado
allí no salió a colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de
confianza. Esa mujer hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy apasionada en
sus opiniones. La impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza
cuando abogaba por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus
sanguinarios discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien
mezclado con una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu
maternal, innato en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como en el siguiente
episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular
vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo
más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. "No
puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para
colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria! Les
expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de
ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego
en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y
miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que
podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida
ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me
llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas,
apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se
habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los
problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver
el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una bañera tallada en un bloque de
mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro
incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque
había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de ambre y de frío, Mientras la Duquesa tomaba su
baño en aquella lujosa habitación. Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".
Discutí con ella a fondo el problema de
los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones y, a pesar de que,
naturalmente, no dio muestra alguna de simpatía por el tema, ya que consideraba
a los interesados como a enemigos mortales suyos, sí que comprendía las
ventajas para la causa roja, que supondría intercambiarlos por personas del
mismo sentir de ella, que estaban al otro lado, en lugar de sacrificarlos
cuando se presentara la ocasión. Por tanto, prometió recomendar a los camaradas
Ministros la aceptación de la propuesta con el resignado refrán español:
"del lobo, un pelo".
Hacia el final de la conversación, le
pregunté cómo se imaginaba ella que las dos mitades de España, separadas la una
de la otra por un odio tan abismal, pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo
y soportarse mutuamente. Entonces estalló todo su apasionamiento: "¡Eso es
simplemente imposible! ¡No cabe más solución que la de que una mitad de España
extermine a la otra!”. No podía, por tanto, quejarse si la parte contraria le
había aceptado la receta.
Cuando abandoné el edificio ya había
cambiado la guardia de entrada. De pronto uno de los soldados se desprendió del
arma y se acercó amablemente a saludarme. Había sido obrero mío y me expresaba
su adhesión ante sus camaradas que sonreían con simpatía. Este episodio se completó
con una carta que recibí del que había sido muchos años Maestro de taller, y
que ya entonces era comunista. Ahora era Secretario General de una organización
provincial comunista y se ponía como tal a mi disposición y me pedía noticias
de cómo me encontraba. Esa carta redactada con toda espontaneidad con
ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con el grito de "Viva el Cónsul
trabajador".
También, en la carretera, me solía
ocurrir que me saludaran amablemente, milicianos que habían trabajado conmigo.
Con frecuencia cuando yo les preguntaba por qué andaba perseguido Fulano o Mengano
me contestaban: "Tenía obreros", a lo que yo siempre les replicaba
que eso no era ningún motivo; al contrario, cuando el patrono sabe cumplir con
su deber, los trabajadores le protegen.
Pero ante esa opinión respondían con
movimientos de cabeza provocados por el asombro. La diferencia entre el modo de
concebir las cosas los nórdicos y los meridionales es demasiado profunda. Triunfa
el sano entendimiento entre los hombres Hacía aún poco tiempo, con ocasión de
una entrevista, que le había hecho al Presidente del Consejo de Ministros,
Negrín, la misma pregunta acerca de la futura convivencia de las dos mitades de
España en conflicto. La conversación se desarrollaba en alemán, lengua que
Negrín hablaba muy a gusto y extraordinariamente bien. Según me dijo, había
trabajado durante doce años en universidades alemanas en calidad de Profesor
Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero según noticias privadas y a tenor
de sus propias manifestaciones, hechas a una familia amiga, que en aquel verano
convivió con ellos unos días, no estaba marcada en absoluto por la impronta
soviética.
Tengo la impresión de que Negrín,
víctima de su ambición, se hallaba en una situación que no era propiamente la
adecuada para él, persona muy sociable y vivaz, con sentido del humor, (lo cual
ya era suficiente para hacerle fundamentalmente incompatible con su entorno en
el que el exceso de bilis anulaba dicha cualidad). Contestó a mi pregunta con
su habitual vivacidad, diciendo que esperaba milagros de la juventud de ambos
lados: el destino de esta era unirse e implantar una nueva España con más
libertad y con un sentido de solidaridad y de asistencia mutua que hasta el momento
había faltado. Desarrollaba extensamente este tema de comunidad nacional, con
gran elocuencia, lo que hizo que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué
se diferenciaba su programa de lo que Adolfo Hitler había realizado en
Alemania. Titubeó un poco y, luego, dijo que reconocía plenamente que Hitler
había hecho mucho en Alemania, pero que no estaba de acuerdo con sus métodos,
sin extenderse ya en detalles acerca de aquellos que él sí que consideraba
aceptables. En todo caso, la diferencia entre la doctrina comunista de la
Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo de Ministros era como la de
la noche y el día.
Entretanto, continuaban en Consejo de
Ministros las negociaciones acerca del intercambio de los acogidos al derecho
de asilo en las Legaciones extranjeras. Visité también al Ministro de Defensa,
Indalecio Prieto y le expliqué mi
propuesta. Con su claro entendimiento vio enseguida las ventajas de evitar un
callejón sin salida. "No me parece mal", repetía. Aproveché la
oportunidad para acabar con otra cantinela del Ministrio de Estado respecto a esta cuestión.
El Ministerio venía exigiendo desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los
niños y los hombres ancianos acogidos, no pasaran a
países fronterizos con España, lo que
casi imposibilitaba su evacuación. El motivo que aducían era que las
mencionadas personas en esos países limítrofes harían propaganda contra el
Gobierno rojo.
Hice ver a Indalecio Prieto (que
inmediatamente lo entendió) que todas esas personas, en todos los sitios adonde
llegaran, con su sola presencia ya, actuarían necesariamente de propagandistas
contra la España roja y que, por tanto, el hecho de repartirlos entre una serie
de países lejanos no significaría más
que la creación de puntos de propaganda enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera
el Gobierno, impondría, al contrario, la condición de que no pudieran ir a
ninguna parte, salvo a la otra zona nacional de España donde esa propaganda
existe ya, sin necesidad de nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se
impuso y las ulteriores evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en
Legaciones, se hicieron directamente con destino a la zona "blanca",
cosa que hasta entonces estaba severamente prohibida.
También traté de esta cuestión con el
Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, con ocasión de un encuentro en el
Ministerio de la Guerra. En primer lugar, él exigía que los acogidos en las representaciones
diplomáticas fueran entregados al Gobierno, que respondería de que no les sucediera
daño alguno. Yo repliqué que para mayor garantía se comprometieran mediante
acuerdo que no se iba a encarcelar a esas personas. Negrín opinaba que,
naturalmente, los que tuvieran que responder por algo, tendrían que ser
detenidos yo le dije entonces que si esa gente se había acogido al derecho de
asilo era precisamente, porque según el concepto que de ello tenía el actual
Gobierno, habían contraído una responsabilidad política y él (Negrín) no podía
exigir a ningún Gobierno constitucional que entregara, con destino a la cárcel,
a personas que se habían acogido confiadamente a la protección de su bandera.
Eso era precisamente lo malo, opinaba él, que no se podía aceptar esa huída, al
amparo de una bandera extranjera, sino que había que mantener la jurisdicción
española sobre los súbditos del Estado español. Yo repliqué que no queríamos
resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia infructuosamente discutida, sino
que más bien aspirábamos a intentar una solución práctica, definitiva,
aceptable por ambas partes y ese era precisamente el intercambio. Entonces
accedió, aceptándolo como un mal menor.
Entretanto, había vuelto yo a Madrid y
no había tenido noticia de resolución alguna por parte del Consejo de
Ministros. Entonces, a fines de junio, recibí en Madrid la visita del Delegado
General del Comité internacional de la Cruz Roja, que me entregó la copia de
una carta del Ministro de Estado, en la que se requería del Comité que
presentara a los nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades
comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en
la representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se
hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya mi
propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la
obtención de la conformidad de la otra parte.
El Comité internacional se hizo cargo
del asunto, pero, por desgracia, no se acababa de lograr la ejecución de lo propuesto. Aún por
el año 1938, existían muchos miles de personas
confinadas en las representaciones diplomáticas sin que se pudiera prever si se
las podría liberar y cuándo.
Del Vayo torpedea por tercera vez El 15
de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia para gestionar el traslado de los
acogidos en la Legación. Había tratado personalmente con Negrín, Ministro de
Hacienda, acerca de la liquidación de esa difícil negociación y quería hablar
al día siguiente con el capitán del vapor de transporte francés que se
esperaba, para fletar éste con el fin de realizar una travesía de Valencia a Marsella,
exclusivamente destinada a los acogidos "noruegos". Fue entonces
cuando me llamó el Encargado de Negocios de Noruega en Valencia a última hora
de la tarde para que fuera a verle a su despacho y me contó que Álvarez del
Vayo le había mandado llamar a las nueve de la noche, hora poco habitual en él, para que se
encontraran en el Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo
conspiraba contra el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de
prisión. El noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro
contestó: "no, de conspiración". El noruego quiso entonces ver las
pruebas pero el Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio
del Interior. Si fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con
Noruega, pero aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía
intervenir. Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para
darme la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería,
sin duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el Secretario
General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había declarado al
noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos al derecho de
asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro que como objeto de
venganza roja por mi comportamiento contrario a sus métodos asesinos. El
Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me pusiera enseguida en lugar
seguro porque estaba convencido de que si me cogían me matarían. Pero yo no estaba
dispuesto a dejarme cazar por Álvarez del Vayo, con su mentirosa
"conspiración".
Al día siguiente, me fui, sin más
trabas, al vapor francés. Hice mis tratos con el capitán y regresé a tierra, a
exponerme a la venganza de Álvarez del Vayo. Me fui directamente al Ministerio
de la Gobernación (Interior) y solicité poder hablar con el ministro Galarza.
No estaba. Hablé con el subsecretario a quien ya conocía. No sabía nada de la
orden de detención que tenía que haber pasado por sus manos sin remedio;
preguntó a la Policía, que tampoco sabía nada. Eso tenía que ser -me dijo el
Subsecretario-, cosa del Ministro, y muy personal, de la que nadie, por lo
demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con el Ministro cuando
volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería ver esas pretendidas
pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había estado allí unos
minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario, dos veces, durante tres
días al Ministerio del Interior (Gobernación) y siempre recibí la misma
respuesta, nadie sabía nada y al Ministro no se le podía alcanzar. Al cuarto
día estalló una crisis ministerial y tanto Álvarez del Vayo como también
Galarza cesaron en sus ministerios.
Después de la crisis volvió otra vez la
tranquilidad y no aparecía orden de detención alguna en ninguna parte. Toda esa
historia se la había inventado Álvarez del Vayo para intimidar al Encargado de
Negocios de Noruega. ¡Verdad es que lo consiguió!
A mediados de junio estaba yo otra vez
en Valencia para continuar las negociaciones relativas a la evacuación con el
nuevo Gobierno, aparentemente más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios
de Noruega me presentó a un señor que acababa de llegar y a quien el Gobierno
de Noruega había enviado para relevarme en la dirección de la Legación de
Madrid. Al mismo tiempo se me reveló que el Gobierno noruego no podía ya
garantizarme la vida y que yo tendría que procurar acogerme a la evacuación
organizada por alguna Legación.
Resolví quedarme todavía unas semanas en
Madrid, sobre todo para ocuparme, totalmente, hasta el final de los
preparativos del transporte de los acogidos al derecho de asilo. Se obtuvo al
efecto, en Valencia, la conformidad por escrito, del Gobierno. Los hombres en
edad militar, entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años, quedaban sin
embargo excluidos. Se confeccionaron las voluminosas listas personales de los
acogidos, de quienes se trataba y se pasaron al Gobierno. A principios de
julio, habían llegado a su fin dichos preparativos. Por esos días, llegó a
Madrid, por vez primera, una orden de detención contra mí, dirigida a la Policía
de Madrid, y procedente del Ministerio de Estado. Se fundaba en las fotocopias
de una carta enviada por mí a finales de mayo a una Compañía de Seguros
extranjera por mediación del enlace diplomático de un estado europeo. En ella
explicaba yo que en las circunstancias reinantes no iba a poder pagar la prima
y pedía que se la cobraran a cuenta del importe del seguro. Tal era la conspiración", que después se
inventaron, "contra el Gobierno rojo". El pretexto era tan ridículo que
el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado la ejecución de
la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar y devolvió el
expediente a Valencia.
El viaje de salida y sus obstáculos
En vista de todo lo dicho mandaba la
cordura no exponerme a más persecuciones. Podía emprender viaje con la
conciencia tranquila; la evacuación estaba tan adelantada que podría quedar
realizada dentro de los dos o tres próximos meses y en el almacén de la Legación
había víveres para tres meses con destino a las 800 personas acogidas.
En la noche del 7 al 8 de julio de 1937
nos dirigimos a Valencia en el coche de otra Legación. Un secretario se encargó
de pasar el equipaje por la aduana y nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente
al vapor del Gobierno francés tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía
mucho calor y el vapor se hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas
de patatas nuevas que se estaban pudriendo y exhalaban un hedor insoportable.
Tales patatas estaban destinadas a la exportación, privando de ellas a la
población hambrienta, y aquí se estaban echando a perder gracias a los
"buenos oficios" de la burocracia roja.
En ese vapor tenían que embarcarse
cientos de refugiados, sin embargo estos no llegaban porque la pesadez de los
trámites aduaneros y de los relacionados con los pasaportes, los retenían en el
despacho de aduana situado a unos cien metros de distancia.
De repente, cuando ya llevábamos varias
horas a bordo, me mandó llamar el Capitán. Allí me esperaban dos miembros de la
Policía secreta, al mando del guardia que tenía asignada la custodia del
Encargado de Negocios noruego y que acostumbraba a acompañarle en todos sus
pasos. Estaba, asimismo, presente el Cónsul de Francia. El capitán, dijo que
los policías venían con orden del Gobierno, de hacerme desembarcar, porque me
tenían que llevar a la Comisaría de Policía con el fin de estampar el sello de
salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi pasaporte diplomático noruego provisto
de un visado diplomático francés no necesitaba estampilla de ninguna clase de
la Policía española, como muy bien tenía que saberlo el Cónsul de Francia. Toda
esa historia no era más que un burdo pretexto para apoderarse de mí y poderme
arrastrar de la Comisaría a la cárcel. Yo esperaba que los funcionarios
franceses, al pisar como estábamos pisando, suelo francés, impedirían tal
atropello. Tanto el Cónsul como el Capitán se pusieron, sin embargo, a dar
voces, muy excitados, diciendo que no podían permitir que se les creara
dificultades con el Gobierno; los policías comunicaron que el Gobierno no
dejaría que embarcara la gente, ni que zarpara el buque, si no se me obligaba a
volver a tierra. Con gritos y ademanes muy excitados, exigían ambos que yo abandonara
el buque con mi mujer.
En ese preciso momento vi el auto de un
colega, Encargado de Negocios de un Estado centroeuropeo, que entraba en el
muelle. Llegaba, con documentos importantes, de Madrid. Le llamé desde el vapor y le dije que
me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su protección.
Abajo, junto a la pasarela, había toda
una serie de miembros de la policía secreta con un coche. Pero yo me monté con
mi mujer en el coche diplomático de mi colega. En cuanto a nuestro equipaje, los
policías lo colocaron en su coche policial. En los estribos del coche
diplomático se montaron cuatro policías, entre ellos el policía personal del
Encargado de Negocios noruego, que continuaba desempeñando el papel de
protagonista. Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me negué a
ello y ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al Encargado de
Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me quería ver, e
intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara. Mi
colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de
Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios, que interviniera.
Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático, apareció, por fin, y
trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que conformarse y reconocer el
pasaporte diplomático, pero exigieron que les dejaran examinar de nuevo mi
equipaje, esperando encontrar en él algún pretexto para detenerme. Practicaron
tal registro exhaustivo en presencia de ambos colegas. Los policías vieron
frustradas sus esperanzas, no había asidero posible que sirviera de pretexto y,
rechinando los dientes, tuvieron que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto
ya habían embarcado y quedaban "estibados" seiscientos cincuenta
"fugitivos".
Mi mujer me había acompañado con
serenidad y valentía en este arriesgado trance y durante el registro el
equipaje, había sabido hablar a esos hombres, apelando de modo tan conmovedor a
su conciencia, que el cabecilla de ellos
terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de vapor, que le permitiera
despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole disculpas y besándole la mano.
Pasados unos días, los policías
aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si hubieran podido
apoderarse de mí, "no hubiera durado ni cinco minutos". Se trataba de
la misma brigada "de servicio especial" que había asesinado al belga
Borchgrave.
Al empezar a oscurecer, el barco
abandonó finalmente Valencia; vimos, sin lamentarnos, como desaparecía en el
crepúsculo.
Finalizaba para nosotros la pesadilla
roja.
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