Toledo
Desde el mes de octubre de 1936,
comencé, con algunos de mis colegas a visitar el frente que iba siempre
retrocediendo y acercándose cada vez más.
A un alemán que hubiera estado en el
frente de soldado, todo aquello le hubiera resultado de lo menos marcial. Una
mañana hermosa de domingo, fuimos con el Encargado de Negocios argentino al
frente de Toledo. Los nacionales habían tomado la ciudad pocos días antes. El
frente quedaba a algunos kilómetros de distancia, por Olías del Rey.
Nos llamó la atención que, en los
pueblos grandes, por los que procedentes de Madrid habíamos cruzado, no se
apreciaran medidas defensivas militares ni tropas que pudieran mencionarse como
suficientes.
Hasta llegar al último pueblo, antes de
Olías, a nadie se le hubiera podido ocurrir que aquella tierra se hallaba
directamente detrás de un frente de guerra. En cuanto a los milicianos, se les
veía vagando por el pueblo, aunque eran muy pocos. Ni baterías, ni trincheras,
ni alambradas, nada, sólo la tierra desnuda.
Opinábamos que en una ofensiva no
encontrarían los nacionales ningún obstáculo para llegar hasta Madrid. En el
pueblo de Olías había camiones y milicias; varios camiones salían para Madrid,
cargados de milicianos, pero seguramente sin permiso de ninguna clase por parte
de sus oficiales.
Se barruntaba una ofensiva de los
nacionales, cosa para las milicias no muy tranquilizadora; en Madrid era mucho
más fácil pasar inadvertido, pero en nuestro viaje de vuelta, a duras penas nos
podíamos defender de los tipos, estacionados al borde de la carretera, que nos
pedían que les lleváramos.
Mi colega, que ya había estado en
situaciones bélicas varias veces, me contaba que siempre le había sucedido lo
mismo; la gente armada que retrocedía en bandadas, a pie, aprovechaban
cualquier vehículo con el que pudieran acelerar su fuga, sin tener siquiera un enemigo
a la vista, ni tampoco fuego de artillería a sus espaldas. Y si aparecía un
avión, se dispersaban, enloquecidos, sin que bastaran para detenerlos ni las
pistolas de los oficiales.
Cuando ya estábamos a un kilómetro de
Olías, vimos un buen número de Guardias de Asalto, cuerpo de Policía
recientemente fundado por la República con formación y armamento militar, sentados
en la cuneta.
Nos detuvimos y salimos del coche.
Dos de los guardias se acercaron y me saludaron
con mucha alegría. Habían estado durante mucho tiempo encargados de la custodia
de nuestra Legación. Les pregunté: "¿Pero, ¿qué hacéis aquí, tan lejos del
pueblo y del enemigo?"
Contestaron con cierta malicia, haciendo
gestos intencionados: “Cuando se arma allí adelante nos envían a estos campos y
hacemos fuego contra nuestros chicos cuando quieren empezar a retirarse".
Entonces dije yo "¿De veras?, son
tan cobardes esos chicos?". Ellos contestaron: "Tan pronto como los
otros empiezan a disparar, echan a correr, escapando".
Después se quejaron de la comida; el día
anterior no les habían dado absolutamente nada para comer; habían cogido
sandías de los campos y con ellas había calmado, a la vez, el hambre y la sed.
Mientras estábamos allí, llegaron unas raciones
de un rancho de campaña lamentable. La comida consistía en una sopa ligera.
Fuimos al pueblo y nos llevaron a una
casa de labor donde estaban el Estado Mayor y el responsable político, que
desempeñaba en todo aquello un papel importante. La línea del frente
propiamente dicho, estaba todavía dos kilómetros más adelante pero el Jefe de
Estado Mayor no quería que fuéramos hasta allí porque había demasiado peligro.
(Probablemente para él, ya que, por vergüenza
o por salvar su honor, hubiera tenido que acompañarnos).
Nos enseñaron mapas y pretendían que
iban a atacar enérgicamente (pocos días después retrocedieron treinta
kilómetros a toda marcha y sin tiempo para respirar).
Todo aquello daba una impresión de lo
más lamentable en completa consonancia con la casucha del puesto de mando de
adobe y nada sólida en la que se alojaban. No se veía en ninguna parte posición
alguna de artillería. Los otros habían disparado ya en dirección a ella. Pero,
al parecer, no habían dañado los campos. Desde la ventana, vimos a una pandilla
de hombres tumbados como una piara de cerdos en una inclinación del terreno al
otro lado del pueblo.
Delante de ellos empezaba una zanja que
tendría de profundidad como hasta las rodillas y de largo sólo unos doscientos
metros. Nadie trabajaba en ella.
Pregunté al Jefe del Estado Mayor si
aquello constituía su posición y sus reservas. Contestó afirmativamente, y añadió que, ¿Qué iba a
hacer él con esa colección de “limpiabotas" si les atacaban? Mandaría
venir de la retaguardia más refuerzos.
Le dije que estos debían de ser harto
invisibles, pues nosotros allá atrás no nos habíamos topado con ninguno.
Pues sí, pero hay algunos.
¿Y en vanguardia?, le pregunté si tenían
una auténtica trinchera con recorrido conveniente.
Dijo que no, que pasaba como aquí; lo
que se utilizaba principalmente eran las desigualdades del terreno. Y yo
pensaba, "sí claro, para desaparecer a la carrera detrás de las
mismas".
Después de haber estado con ellos de
cumplido durante media hora, se nos brindó la gran satisfacción de la
fotografía del grupo. Mi colega, que conocía el alma militar, se había traído un
fotógrafo.
Hasta las trincheras llegaron corriendo
los componentes de las reservas para figurar en la foto con los diplomáticos.
Por desgracia, no hubo aviador nacional que nos hiciera el favor de aguar la
fiesta. ¡Tanto como me hubiera gustado a mí asistir a una escena de pánico!
Todo se desarrolló en la paz más
profunda. Seguimos viaje en coche detrás de la línea teórica del frente, hasta
Aranjuez. Allí comimos los emparedados que llevábamos, con el complemento de
las aportaciones gastronómicas de los amigos argentinos. Comida no había, ya
entonces, en los establecimientos del ramo, ni en Aranjuez ni en Madrid.
La desbandada retirada de las milicias
me la describió el compañero argentino, que la contempló con sus propios ojos.
Había estado allí durante el asedio del
Alcázar, poco antes de la caída de Toledo. Fue hacia el anochecer. Cada vez se
intensificaban más los ataques. Esa tarde tenía que caer el Alcázar: tal era la
orden de Largo Caballero, el insigne presidente del Consejo de Ministros, que se
había desplazado personalmente al efecto.
Allí estaban, unos tumbados, otros, de
pie, amparados entre escombros, o detrás de los mismos. En éstas se dio la
señal de asalto, y saliendo de sus parapetos se abalanzaron hacia adelante, los
que mandaban a los milicianos, que les seguían, desconfiados.
Atravesaron un sector de lo que fue
jardín, en dirección a los montones de piedras, en que se habían convertido las
torres del soberbio Alcázar. No se produjo acto de defensa alguno desde la
fortaleza. Llegaron al portón e irrumpieron en el patio interior. No se oyó ni
un solo tiro procedente del otro lado.
Al parecer, la cosa estaba madura para
el asalto. Con desenvoltura, irrumpieron todos, en el patio interior y los que
iban en vanguardia hicieron lo propio en un segundo patio.
De repente se descargó un fuego rabioso
de ametralladoras que aniquiló a los intrusos. Atolondrados, todos aquellos que
aún podían correr, se abalanzaron fuera del patio, más allá de la explanada,
como locos cuesta abajo. Arrasaron a su paso cuanto encontraron en las posiciones
que hasta entonces habían ocupado, llevándose por delante incluso a los
diplomáticos que se vieron arrastrados por el torrente de fugitivos.
No se detuvieron hasta pasar varios
bloques de casas que quedaron entre ellos y el Alcázar.
Uno de los diplomáticos recibió un tiro
preocupante en el cuello y tuvieron que operarle allí mismo.
Al día siguiente los periódicos ofrecían
al lector la gloriosa ofensiva al Alcázar, que por fin ya se había conquistado
hasta el último rincón.
Unos días antes, el decano del Cuerpo
Diplomático, a instancias de Largo Caballero, se había prestado a intentar
sacar del Alcázar a las mujeres y a los niños.
Se convino en Madrid, que fueran traídos
a la capital con escolta segura y la participación del Cuerpo Diplomático, para
quedar acogidos en un edificio del Paseo de la Castellana bajo la protección de
las banderas de la totalidad de los países representados en Madrid.
El embajador de Chile se trasladó a tal efecto a
Toledo y presentó su petición al Comandante de la Plaza. Éste le declaró que el
Gobierno de Madrid nada tenía que decir en Toledo. Ahí quien mandaba era el
Comité Local con quien tendría que tratar, antes de poder él emprender lo que
procediese.
En interés de la buena causa, el
Embajador se prestó a ello. La mencionada autoridad suprema de Toledo estaba
instalada en un convento abandonado. El Embajador fue recibido con recelo y antipatía.
No querían soltar de sus garras a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas.
El Embajador se refirió a sus convenios
con el Presidente del Consejo de Ministros. Se le replicó que esos convenios no
tenían validez en Toledo. Precisamente no se quería, en ningún caso, dejar que
las mujeres y los niños fueran a Madrid. Tenían que quedarse en Toledo en un
viejo convento, bajo la "protección” del Frente popular local y del Comité
soberano y ¡no de los diplomáticos y de las banderas extranjeras!
Mientras el embajador discutía con ellos
al respecto, oyó procedente de la sala contigua, una voz chillona, de mujer.
Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y decía a gritos que, por
encima de todo, había que eliminar a las mujeres e hijos de esos canallas del Alcázar,
sin sentimentalismo alguno.
¡Era precisamente la nidada, el
engendro, la semilla, de esa canalla, lo que había que desarraigar para
siempre!
El público gritaba expresando su
asentimiento, de forma tal que el Embajador apenas si podía oír a su
interlocutor.
De repente compareció personalmente en
Toledo su Excelencia, el señor Presidente del Consejo de ministros, Largo Caballero.
La ocasión era favorable para el Embajador; ahora disponía de un testigo de
altura para sus convenios y ahora era cuando se iba a ver quién mandaba en
Toledo. Largo Caballero le dio amistosamente la mano y prestó durante un
momento atención a su pregunta de quién mandaba de veras en Toledo. Pero el
bueno de Largo Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin remedio que marcharse
enseguida a otro sector del frente y volver, después, a Madrid; allí tampoco
tenía, en verdad, nada que hacer pero por lo menos no se lo echaban en cara y,
se fue.
El Embajador no tenía más remedio que
contentarse con lo que pudiera conseguir en Toledo; pero quería, por lo menos,
intentar hacer algo por las mujeres y los niños. A última hora de la tarde
pasó, acompañado por el todopoderoso Comité al otro lado del parapeto más
avanzado. Intentó hablar con el Alcázar directamente mediante un megáfono. Pero
no era posible. No se les entendía. Finalmente probó a hacerlo uno de los
hombres del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Les dijo lo que quería
el Embajador, pero "como él lo entendía". Desde el otro lado se le
gritó en contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños estaban muy bien
y que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos los nacionales,
en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que en un
convento con los rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron los
bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.
Por lo demás, había entrado también en
el Alcázar como parlamentario, en esos últimos días el Jefe del Estado Mayor
Teniente Coronel Rojo, ahora General Jefe del Gran Estado Mayor en Valencia.
Al atardecer, Rojo se anunció por la
megafonía. Se le contestó que podía presentarse, solo y desarmado, pasando por
tal y cual puerta. Se dirigió por la mañana, solo y con las manos en alto. Le permitieron
el paso y le condujeron con los ojos vendados, al sótano donde estaban reunidos
sus antiguos compañeros. Trató con ellos durante tres horas, pero no consiguió
nada. El Alcázar era nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de
Toledo, tal fue la respuesta que recibió.
Rojo aseguró a sus camaradas, con
lágrimas en los ojos, que pensaba como ellos, pero que tenía a su mujer y a
seis hijos en manos de los rojos, en calidad de rehenes con miras a su
actuación, y que no tenía más remedio que subordinar sus acciones a dicha
coacción porque no tenía valor para exponer a su familia al asesinato.
Precisamente a estos vergonzosos medios
de presión recurrieron también los rojos frente al Coronel Moscardó, el
defensor del Alcázar. El Comandante local socialista llamó al Coronel al
Alcázar por el teléfono que aún funcionaba. Le dijo que su hijo de veinte años,
le iba a hablar y que si el Coronel no entregaba el Alcázar, lo ejecutarían. A
continuación el padre dijo su hijo, que el deber para con la Patria primaba
sobre todo los demás, le animó a aceptar la muerte con valentía y le dio su
bendición. Al joven lo ejecutaron. ¡Ni siquiera bastó, tamaña grandeza de ánimo
para avergonzar a esos bolcheviques!
En cuanto a la suegra y a la cuñada del
héroe Moscardó, pudimos recogerlas a tiempo en su casa de Madrid y alojarlas en
nuestra Delegación, hasta que logramos hacerlas pasar a la España nacional para
reunirse con la familia. La anciana señora de ochenta y siete años de edad aún
pudo hacer el viaje en automóvil a pesar de tan trágicas y peligrosas
circunstancias.
La mala impresión que causaban las
tropas de milicianos era siempre la misma en cualquiera de los sectores del frente
a donde yo acudía, al pueblo se le engañaba día a día en los periódicos, con triunfos
inventados, ¡y el pueblo se lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan
lejos que, cuando la caída de Málaga, y en una manifestación pública, Álvarez
del Vayo llegó a decir:
"Gracias a Dios, ya nos hemos
librado de Málaga. ¡Un dolor de cabeza menos! ¡Esta derrota nos traerá ahora
triunfo y medio!” El pueblo, engañado y enloquecido, se lo tragaba todo.
Dondequiera que se fuera, se apreciaba
el desorden total, el rechazo a cualquier orden o disposición; en suma, la
falta total de disciplina. Los milicianos amenazaban a sus
"oficiales" con disparar contra ellos, cuando éstos querían mandarles
algo.
Me garantizaron (y ello procedía de
fuente segura de información), que unos milicianos, a quienes el Director
General de Seguridad recibió en su pomposo despacho para reprocharles unas
acciones nada honrosas, le hicieron la siguiente declaración: "Si no
cierras el pico, te damos a ti el paseo".
Ya no se atrevió a emprender nada contra
ellos y les dejó marchar.
No ocurría, naturalmente, lo mismo en
las Brigadas Internacionales, donde los oficiales extranjeros, muchos de ellos,
rusos y franceses, mantenían una disciplina al estilo de la que se empleaba en
las fuerzas legionarias. Esta fue la causa de que, debido a su disciplina,
mando único y armamento adecuado se prolongase la guerra. Sin ellos, las
milicias se hubieran dispersado ya a finales de 1936.
Visitas a hospitales militares
Una actividad que emprendimos,
interesados en mantener la buena fama del Cuerpo Diplomático ante el pueblo
español, consistía en visitar los hospitales de campaña. Acompañados la mayoría
de las veces por el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja y por el
Encargado de Negocios argentino, señor Pérez Quesada, visitamos el magnífico
hospital de la Cruz Roja en Madrid (que se tuvo que acaba de abandonar en
diciembre de 1936 por quedar ya en zona de combate), así como el hotel Palace,
convertido en gran hospital de campaña.
Allí fue famoso un herido, apodado
"el Negus" por tener una larga barba negra. Era de profesión maestro
en una escuela pública de Santander, hombre inteligente, enérgico y valeroso
que pronto llegó a tener el mando de una compañía. En la toma de Carabanchel
por los nacionales, localidad del extrarradio de Madrid, tenía a su cargo una
posición importante. Se quejaba amargamente, por cierto, de que nunca conseguía
mantener debidamente en la brecha a sus milicianos. Un día, al ver venir un
tanque, se le escaparon todos; se quedó él solo en la trinchera y disparó
valientemente, pero el tanque pasó por encima y siguió su camino. Quedó en
tierra, gravemente herido. Sin embargo cuando los nacionales se retiraron, se
le pudo poner a salvo, y aunque quedó completamente deshecho, una vez ingresado
en el hospital envuelto en vendajes y mediante un tratamiento pudo salvar la
vida. Nosotros tuvimos oportunidad de conocerle muy recuperado y nos fotografiaron
junto a él, en puesto de curas próximo al frente, aunque situado ya entre las
casas de Madrid. Ésas fotos se publicaban en revistas ilustradas, lo cual
causaba buena impresión entre el pueblo, que con ello veían que no sólo nos
preocupábamos de los "fascistas".
Sobre tan singular personaje supimos,
después, que seguía soñando con nuevas heroicidades, hasta que se fue otra vez
al frente, donde cayó, según parece, habiéndole dejado en la estacada sus propios
compañeros de milicias. Visitamos sistemáticamente otros centros sanitarios de
guerra y también uno, exclusivamente reservado a los "internacionales",
en el que había tipos interesantes con heridas graves en piernas, brazos,
cabeza. Pero no se podía evitar la impresión de que esos extranjeros
(hablábamos con polacos, húngaros, belgas, y alemanes), no eran como los
milicianos españoles, gente del pueblo, sino que más bien formaban parte de la
"Internacional comunista" de sus propios países.
En el Madrid sitiado
En el transcurso del mes de noviembre de
1936, las cargas de la artillería y de la aviación, sobre Madrid era ya muy
sensibles y se habían cobrado muchas víctimas entre la población civil.
Desde nuestra casa, situada en alto,
divisábamos todo Madrid. Apenas se pasaba un día sin que aparecieran aviones y,
unas veces en un extremo de Madrid y otras en otro, surgían oscuras columnas de
humo que nos anunciaban el bombardeo de sectores del frente, incluso cuando, a
causa de la distancia, el ruido se oía muy poco. A veces, sin embargo, también
se ponía la cosa peor y parecía más peligroso por el ruido que por lo que la
vista apreciaba. Siempre aparecían los pequeños aviones de combate rusos a los
que el pueblo llamaba "ratas". Eran extraordinariamente rápidos y
hacían un ruido tremendo. Cuando se
lanzaban, bastante bajos, muy rápidos sobre las casas, era angustioso el
estruendo del motor, que llegaba a la velocidad del trueno, y de la misma manera
volvía a desaparecer. Con frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en
los que los grandes bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a
gran altura eran atacados por los "ratas". También veíamos caer
alguna vez, estos pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes
bombarderos.
La población de Madrid huía al principio
al oír el aullido de las sirenas, con el que los aviones se anunciaban. Pero
pronto se habituaron, y terminaron por no preocuparse y cuando aparecían aviones
en el cielo, el público de Madrid se congregaba en la calle para verlo. En
cuanto a los disparos de artillería, la gente hacía exactamente igual, tan
pronto se habituaron a su estampido. Un blanco por el que sentían especial
predilección los artilleros nacionales era el edificio de la Compañía
Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una torre y era la construcción
más alta de Madrid, situada además en un lugar elevado de la ciudad. Era
especialmente adecuada para la observación de los alrededores, que circundaba
todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más altos de la misma se habían
reservado para uso de oficiales rusos. Muchos impactos sumaba ya este edificio
por ser un objetivo preferente de la artillería nacional, pero a pesar de todo,
en julio de 1937, estaba todavía en servicio, perfectamente utilizable, situado
en La Gran Vía, avenida nueva de importante categoría que se fue construyendo
en estos últimos quince años en el lugar que ocupaba una parte del viejo
Madrid. El tráfico es allí siempre considerable, incluso en estos tiempos.
Mientras que antes circulaban por allí los autos de lujo de los ricos, ahora se
veía una masa humana variopinta y descuidada, de a pie, pero también muchos
coches circulando con milicianos que, en no pocos casos, paseaban a sus
"damas" (pero eso si con otro desenlace diferente del "paseo"
por ellos inventado) o se paraban ante los bares de lujo donde antes debían sus
"cócteles" los famosos "señoritos", cosa que, con
sorprendente rapidez y fidelidad, aprendieron de ellos los jóvenes
bolcheviques.
Cuando impactaron las primeras granadas
sobre la fachada de la Telefónica, mucha gente corría, aunque no para ponerse a salvo
sino, al contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde
podían observar la precisión de los impactos... pero, como, es sabido, también caían granadas por
otros sitios y cuando esto ocurría había que lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos
los rodeaban y se compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde la céntrica plaza de Cibeles, sube
la calle Alcalá, arteria principal de la ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto
ésta, como la calle de Alcalá, eran con frecuencia objeto de disparos. Desde la
plaza de Cibeles se domina con la vista dicha calle hasta arriba. En la misma
se juntan muchos tranvías.
Yo mismo pude ver desde mi coche, al
llegar una mañana a la plaza de Cibeles, la calle Alcalá batida por la
artillería, y observé cómo calle arriba circulaban, como de costumbre, las dos
vías de tranvías y algún automóvil que subían y bajaban, apaciblemente,
mientras que, a sus ambos lados, explotaban las granadas. No cabe sino admirar
el estoicismo o quizá el fatalismo moruno de los pobladores de Madrid, que ya
hacía mucho tiempo estaban aguantando toda clase de riesgos pero que, a pesar
de la recomendación que hacían las autoridades para abandonar Madrid y de que
el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas para obligarles a ello, no
estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya en octubre de 1936, fijó el general
Franco una zona neutral dentro de cuyos límites no se podía efectuar ningún
bombardeo, siempre y cuando la misma no albergara instalación militar de ninguna
clase. Se trataba precisamente de la zona del mejor barrio residencial al este
de Madrid. El Gobierno de Largo Caballero no se comprometió a nada, pero,
sospechando que dicha zona se preservaba ya en consideración al sector de
población, perteneciente a los mejores niveles de la sociedad, que allí habitaban,
se dedicó, inmediatamente, a trasladar allí oficinas, cuarteles improvisados y
toda clase de comités y establecimientos militares.
Con ello, tampoco salía ganando la masa
de población civil. El Comité Internacional de la Cruz Roja propuso, en consecuencia,
el veinte de noviembre de 1936, en un telegrama a Miaja, que se reuniera a la
población no combatiente de Madrid en un sector de la ciudad para evitar bajas.
Caprichosos son los dos telegramas de
respuesta, el de Largo Caballero y el de Álvarez del Vayo, los cuales, cada uno
por su lado, encontraron una excusa basada en la misma mendacidad. No hay que
olvidar que Madrid ya estaba equipado como una fortaleza, con instalaciones
defensivas, que casi la mitad de su perímetro era ya frente inmediato y que
estaba repleto de material de guerra, de milicias y de Brigadas
Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor tamaño, en los
mejores barrios.
Largo Caballero telegrafió lo siguiente:
"En respuesta al telegrama de ayer en el que me comunicaban haber
telegrafiado a Miaja acerca de la conveniencia de que la población no combatiente
quede concentrada en un sector determinado de Madrid, declaro que el ejército combatiente
sólo está en los frentes de combate, de modo que, desde un punto de vista
humanitario, toda la población ha de considerarse como no combatiente. La propuesta de que el sector de los ciudadanos
que no participan en la lucha armada se concentren en un lugar determinado, es inadmisible
por las razones aducidas. Cordialmente le saluda, Largo Caballero".
Álvarez del Vayo por su parte, vertía en
su telegrama todo su veneno y no se avergonzaba de manifestar a la Cruz Roja
Internacional, neutral, pero informada, las mismas mentiras acerca del intachable
modo de pensar del Gobierno de la República, que él repetidamente ponía sobre
el tapete en la Sociedad de Naciones:
“En respuesta a su telegrama sobre la
iniciativa de la Cruz Roja Internacional acerca de la creación de una zona
neutral en Madrid, el Gobierno de la República que, contrariamente a los rebeldes de Burgos, no
representa intereses de clase y se responsabiliza de la seguridad y vida de
todos los madrileños, rechaza la idea de crear una zona neutral en Madrid por
la que se podría proporcionar seguridad a cierto número de personas, en los
bombardeos aéreos que aviadores fascistas extranjeros emprenden sobre la ciudad
abierta, lo que constituye un crimen, no atenuado por el hecho de intentar
encauzar las consecuencias de dichos ataques. El establecimiento de una zona neutral
significaría que el Gobierno de la República se prestaría a legalizar el
bombardeo del resto de la ciudad, no incluido en esa zona y con ello exponer a
la destrucción los barrios populares y obreros. Pues hay que contar con que los
rebeldes, furiosos por su manifiesta incapacidad para conquistar la capital de
España, se dejen llevar por tales atentados, contrarios al derecho de gentes, que
indignan a toda la humanidad civilizada. Álvarez del Vayo".
El Gobierno Rojo imposibilitaba la clara
distinción que, tanto Franco en su propuesta como también la Cruz Roja
Internacional, pretendían establecer entre el Frente constituido por el Madrid en lucha, de una parte, y de la otra la masa
de la población civil. Y eso lo hacía, como tantas veces, porque pretendía
utilizar a la población civil a modo de escudo de sus militares.
Esa culpabilidad propia, en cuanto al
sacrificio de mujeres y niños no les impedía utilizar a esas mismas víctimas
como cartel de propaganda ante el mundo. Un colega mío en Madrid se expresó indignado
frente a mí, diciendo que él mismo había visto en aquellos días de la lucha por
los suburbios de Madrid, niños muertos en uno de ellos. Yo le pregunté:
"¿Quién les causó la muerte?"
"Las bombas de la Aviación". A
lo que repliqué: "Y ¿de quién es la culpa de que haya niños en el campo de
batalla? Ese pueblo es campo de batalla, desde hace varios días. Si no pusieron
a tiempo a la población civil en lugar seguro, toda la culpa será del Gobierno
que no cumplió con su obligación". Ya que lo que no se puede pensar es que
se intente impedir a las tropas nacionales la toma de Madrid, a base de
ponerles niños delante y de acusarles luego de inhumanos por la muerte de los
mismos. Aquel diplomático no tuvo más remedio que darme la razón.
Entre Madrid y Valencia.
En
mis frecuentes visitas a Valencia durante la primavera de 1937, me encontraba
con muchas cosas interesantes que observar. La misma carretera suscitaba
interés. La comunicación por tren ya no existía, había que hacer el viaje en
coche. Unos 400 km, contando con el desvío que había que tomar a causa del
corte de la calzada directa. La carretera daba un rodeo, trazando una curva que
se dirigía al norte, en torno al punto de interrupción, por detrás del frente y
a lo largo de este. En los pueblos siempre había cosas que observar, de
carácter militar. Interesante era también, de por sí, el tráfico en la
carretera, aunque no fuera más que por ser ésta la única arteria de tráfico
rodado que quedaba aún para dirigirse a Madrid.
Contábamos los camiones que con
provisiones o con gasolina, iban para Madrid y observábamos los coches que
transportaban personas, tanto los que adelantábamos con dirección a Madrid,
como los que nos adelantaban a nosotros. Con frecuencia también rebasamos
columnas militares. Una vez nos tocó una larga columna de camiones que llevaba
esta descripción: "1er Régiment de Train", y luego otra: "Second
escadron". Los jóvenes que iban en esos vehículos, llevaban cascos de
acero, que a mí me pareció reconocer como procedentes de otra guerra y, entre
ellos, hablaban francés.
Nada diremos de los tanques rusos que
con frecuencia avanzaban rechinando, con sus largos cañones móviles y
giratorios encima, ni de las Brigadas Internacionales que iban carretera
adelante, también con cascos de acero y hablando "esperanto", es
decir, mezclando todas las lenguas. Lo que apenas veíamos eran españoles,
solamente los había en los muchos puestos de control, y en las gasolineras del
camino. Estas tenían la particularidad de que en ellas no había gasolina; es decir,
que aquellas que sí la tenían, sólo se la daban a vehículos de guerra y con
justificante expedido por el Ministerio de la Guerra, en las gasolineras
destinadas al consumo general no se conseguía casi nunca nada.
Entre Madrid y Valencia había nueve puestos
de control donde tenían que detenerse los coches y donde examinaban a fondo los
papeles. En contraste con ello, en la España nacional, como tuve después
ocasión de comprobar, se podían hacer cientos de kilómetros conduciendo, sin
tener que someterse a un solo control. Dato éste verdaderamente sintomático,
que muestra cuanta más desconfianza y afán inquisitorial había en la España
"roja" en contraste con la "blanca". De ello se puede sin
dificultad sacar la conclusión de que todo lo dicho venía condicionado por la
actitud de la población, ante cada uno de los dos sistemas.
Si por el camino habíamos visto fuerzas
combatientes internacionales rojas, ahora, en Valencia nos tocaba ver alemanes.
Con el calor que hacía en Mayo, resultaba muy agradable salir, conduciendo a primera
hora de la tarde, a esas playas mediterráneas y tomarse allí en alguno de los
"merenderos" el inigualable plato nacional valenciano denominado
"paella", arroz con pescado y marisco, o arroz con pollo. Aquello
estaba siempre lleno hasta los topes, hasta el punto de que, a veces, había que
esperar una hora entera hasta conseguir mesa. Se veían casi siempre sobre todo
milicianos y sus oficiales, y además gente de pueblo, poco lavada, es decir
perfumada pero no bien oliente, que parecía tener el dinero a espuertas.
La gente comía con un apetito y un
entusiasmo tal que a uno se ocurría la idea de que se daban prisa para disponer
de un poco de tiempo y disfrutarlo. De cuando en cuando se veía, allí, también,
a algún ministro y a otros hombres del momento, más bien "malfamados"
que famosos, con sus "compañeras", ya que estaba prohibido llamarlas
"esposas", aunque lo fueran en virtud de antiguos vínculos. Allí se
disfrutaba de una vista soberbia frente al mar y el puerto. Verdad es que el
público miliciano parecía no dedicarle atención alguna, por maravillosa que
fuera dicha vista, porque se la amargaban uno o dos buques de guerra alemanes
que por entonces patrullaban, allá afuera. "Ahí está el alemán".
Gruñían, volviendo la vista tierra adentro.
Bombardeos de Valencia
Durante mi estancia en Valencia se
notaron seriamente los efectos bélicos del otro lado. Dos veces viví la
experiencia de grandes bombardeos aéreos, uno de ellos a las ocho a la tarde
cuando empezaba el crepúsculo. Justamente al girar para entrar en una plaza, en
la que había dos Ministerios, oímos las primeras explosiones que se iban
haciendo cada vez más cercanas a velocidad de relámpago. Mi secretario gritó al
chófer que se detuviera y, mientras yo protestaba, diciendo que no tenía
sentido pararse, me obligó a apearme del automóvil. En el mismo momento oí el
silbido de la bomba y a dos pasos de nuestro coche se produjo la explosión, a
la que inmediatamente siguieron otras dos en la misma plaza. Nuestro vehículo
quedó cubierto de cascotes, trozos de revoco, fragmentos de piedra de las
fachadas de las casas próximas a nosotros y el conductor ligeramente herido en
la cabeza. No habían hecho blanco en ningún Ministerio, pero en las calles
próximas había varias casas dañadas y una serie de personas muertas. Una bomba había
caído a diez pasos de la Embajada inglesa, en la calle, matando, entre otros, a
un ingeniero francés que casualmente estaba allí.
La segunda vez fue por la noche. Hacia
las tres de la madrugada me despertaron unas explosiones, lejanas, pero muy
numerosas. Creí que estaban bombardeando el puerto. Pero se fueron aproximando
rápidamente y pronto las sentí junto a mí: tintineaban temblonas las lunas del
patio de luces al que daba mi ventana, toda la casa vibraba, a continuación se
produjo una explosión importante, y enseguida otra, acompañada por el griterío
de mujeres y niños en todos los pisos. La casa, sin embargo, resistió; salí
afuera y llamé a las mujeres de la familia donde yo vivía para decirles que ya
había pasado todo y que no había que temer nada más. La casa que teníamos en la
acera de enfrente, pero un poco en diagonal con respecto a donde estábamos, sí
que había quedado tocada, y otra más al lado de la nuestra, tres números más
abajo. Los bombardeos nocturnos son incomparablemente más lúgubres, porque se
tiene la impresión de no poderse mover, de tan rápidos y próximos como se
sienten las explosiones. El resultado fue, por tanto, que en los días que siguieron,
Valencia se vaciaba en las horas crepusculares. Miles de personas se iban a sus
huertos de naranjos a pasar la noche bajo los árboles, por temor a las
repeticiones que sin embargo, de momento, no se produjeron.
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Con ocasión de mi presencia en Valencia
asistí también a la salida del vapor francés "Imérethie II" y del
barco hospital inglés "Maine", que transportaban refugiados a
Marsella. Con ocasión de esas salidas que se efectuaban, aproximadamente una
vez por semana, era interesante observar la partida de los favorecidos por la
suerte. La excitación que reflejaban sus rostros al someterse a las muchas medidas
de control, y ante el temor que reflejaban sus rostros de que en el último
momento pudieran aún ser presa de los tentáculos de aquel monstruo devorador de
seres humanos; el ansia con la que se abrían paso, hacia los botes o hacia la
pasarela del vapor y, finalmente, el alivio con que respiraban al verse seguros
en el mismo, y disfrutando ya de la confianza recíproca existente entre
“compatriotas".
El ataque aéreo al "Deutschland"
El día del atentado contra el
"Deutschland" estaba yo en Valencia. Al día siguiente, me contaba un funcionario
del Ministerio de Marina, que el Ministro estaba fuera de sí por la imputación
que se le hacía de tal acción; había asegurado que no había habido allí ningún
avión de la España roja. Pero unas horas más tarde se había enterado de que era
una escuadrilla rusa la que había realizado el ataque, por su propia cuenta.
Dicha escuadrilla tenía su base en el gran campamento ruso entre Alicante y
Murcia y no dependía de las autoridades españolas.
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