martes, 27 de noviembre de 2012

6. Información del frente


Toledo
Desde el mes de octubre de 1936, comencé, con algunos de mis colegas a visitar el frente que iba siempre retrocediendo y acercándose cada vez más.
A un alemán que hubiera estado en el frente de soldado, todo aquello le hubiera resultado de lo menos marcial. Una mañana hermosa de domingo, fuimos con el Encargado de Negocios argentino al frente de Toledo. Los nacionales habían tomado la ciudad pocos días antes. El frente quedaba a algunos kilómetros de distancia, por Olías del Rey.
Nos llamó la atención que, en los pueblos grandes, por los que procedentes de Madrid habíamos cruzado, no se apreciaran medidas defensivas militares ni tropas que pudieran mencionarse como suficientes.
Hasta llegar al último pueblo, antes de Olías, a nadie se le hubiera podido ocurrir que aquella tierra se hallaba directamente detrás de un frente de guerra. En cuanto a los milicianos, se les veía vagando por el pueblo, aunque eran muy pocos. Ni baterías, ni trincheras, ni alambradas, nada, sólo la tierra desnuda.
Opinábamos que en una ofensiva no encontrarían los nacionales ningún obstáculo para llegar hasta Madrid. En el pueblo de Olías había camiones y milicias; varios camiones salían para Madrid, cargados de milicianos, pero seguramente sin permiso de ninguna clase por parte de sus oficiales.
Se barruntaba una ofensiva de los nacionales, cosa para las milicias no muy tranquilizadora; en Madrid era mucho más fácil pasar inadvertido, pero en nuestro viaje de vuelta, a duras penas nos podíamos defender de los tipos, estacionados al borde de la carretera, que nos pedían que les lleváramos.
Mi colega, que ya había estado en situaciones bélicas varias veces, me contaba que siempre le había sucedido lo mismo; la gente armada que retrocedía en bandadas, a pie, aprovechaban cualquier vehículo con el que pudieran acelerar su fuga, sin tener siquiera un enemigo a la vista, ni tampoco fuego de artillería a sus espaldas. Y si aparecía un avión, se dispersaban, enloquecidos, sin que bastaran para detenerlos ni las pistolas de los oficiales.
Cuando ya estábamos a un kilómetro de Olías, vimos un buen número de Guardias de Asalto, cuerpo de Policía recientemente fundado por la República con formación y armamento militar, sentados en la cuneta.
Nos detuvimos y salimos del coche.
Dos de los guardias se acercaron y me saludaron con mucha alegría. Habían estado durante mucho tiempo encargados de la custodia de nuestra Legación. Les pregunté: "¿Pero, ¿qué hacéis aquí, tan lejos del pueblo y del enemigo?"
Contestaron con cierta malicia, haciendo gestos intencionados: “Cuando se arma allí adelante nos envían a estos campos y hacemos fuego contra nuestros chicos cuando quieren empezar a retirarse".
Entonces dije yo "¿De veras?, son tan cobardes esos chicos?". Ellos contestaron: "Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a correr, escapando".
Después se quejaron de la comida; el día anterior no les habían dado absolutamente nada para comer; habían cogido sandías de los campos y con ellas había calmado, a la vez, el hambre y la sed.
Mientras estábamos allí, llegaron unas raciones de un rancho de campaña lamentable. La comida consistía en una sopa ligera.
Fuimos al pueblo y nos llevaron a una casa de labor donde estaban el Estado Mayor y el responsable político, que desempeñaba en todo aquello un papel importante. La línea del frente propiamente dicho, estaba todavía dos kilómetros más adelante pero el Jefe de Estado Mayor no quería que fuéramos hasta allí porque había demasiado peligro. (Probablemente para él, ya que, por  vergüenza o por salvar su honor, hubiera tenido que acompañarnos).
Nos enseñaron mapas y pretendían que iban a atacar enérgicamente (pocos días después retrocedieron treinta kilómetros a toda marcha y sin tiempo para respirar).
Todo aquello daba una impresión de lo más lamentable en completa consonancia con la casucha del puesto de mando de adobe y nada sólida en la que se alojaban. No se veía en ninguna parte posición alguna de artillería. Los otros habían disparado ya en dirección a ella. Pero, al parecer, no habían dañado los campos. Desde la ventana, vimos a una pandilla de hombres tumbados como una piara de cerdos en una inclinación del terreno al otro lado del pueblo.
Delante de ellos empezaba una zanja que tendría de profundidad como hasta las rodillas y de largo sólo unos doscientos metros. Nadie trabajaba en ella.
Pregunté al Jefe del Estado Mayor si aquello constituía su posición y sus reservas. Contestó  afirmativamente, y añadió que, ¿Qué iba a hacer él con esa colección de “limpiabotas" si les atacaban? Mandaría venir de la retaguardia más refuerzos.
Le dije que estos debían de ser harto invisibles, pues nosotros allá atrás no nos habíamos topado con ninguno.
Pues sí, pero hay algunos.
¿Y en vanguardia?, le pregunté si tenían una auténtica trinchera con recorrido conveniente.
Dijo que no, que pasaba como aquí; lo que se utilizaba principalmente eran las desigualdades del terreno. Y yo pensaba, "sí claro, para desaparecer a la carrera detrás de las mismas".
Después de haber estado con ellos de cumplido durante media hora, se nos brindó la gran satisfacción de la fotografía del grupo. Mi colega, que conocía el alma militar, se había traído un fotógrafo.
Hasta las trincheras llegaron corriendo los componentes de las reservas para figurar en la foto con los diplomáticos. Por desgracia, no hubo aviador nacional que nos hiciera el favor de aguar la fiesta. ¡Tanto como me hubiera gustado a mí asistir a una escena de pánico!
Todo se desarrolló en la paz más profunda. Seguimos viaje en coche detrás de la línea teórica del frente, hasta Aranjuez. Allí comimos los emparedados que llevábamos, con el complemento de las aportaciones gastronómicas de los amigos argentinos. Comida no había, ya entonces, en los establecimientos del ramo, ni en Aranjuez ni en Madrid.
La desbandada retirada de las milicias me la describió el compañero argentino, que la contempló con sus propios ojos.

Había estado allí durante el asedio del Alcázar, poco antes de la caída de Toledo. Fue hacia el anochecer. Cada vez se intensificaban más los ataques. Esa tarde tenía que caer el Alcázar: tal era la orden de Largo Caballero, el insigne presidente del Consejo de Ministros, que se había desplazado personalmente al efecto.
Allí estaban, unos tumbados, otros, de pie, amparados entre escombros, o detrás de los mismos. En éstas se dio la señal de asalto, y saliendo de sus parapetos se abalanzaron hacia adelante, los que mandaban a los milicianos, que les seguían, desconfiados.
Atravesaron un sector de lo que fue jardín, en dirección a los montones de piedras, en que se habían convertido las torres del soberbio Alcázar. No se produjo acto de defensa alguno desde la fortaleza. Llegaron al portón e irrumpieron en el patio interior. No se oyó ni un solo tiro procedente del otro lado.
Al parecer, la cosa estaba madura para el asalto. Con desenvoltura, irrumpieron todos, en el patio interior y los que iban en vanguardia hicieron lo propio en un segundo patio.
De repente se descargó un fuego rabioso de ametralladoras que aniquiló a los intrusos. Atolondrados, todos aquellos que aún podían correr, se abalanzaron fuera del patio, más allá de la explanada, como locos cuesta abajo. Arrasaron a su paso cuanto encontraron en las posiciones que hasta entonces habían ocupado, llevándose por delante incluso a los diplomáticos que se vieron arrastrados por el torrente de fugitivos.
No se detuvieron hasta pasar varios bloques de casas que quedaron entre ellos y el Alcázar.
Uno de los diplomáticos recibió un tiro preocupante en el cuello y tuvieron que operarle allí mismo.
Al día siguiente los periódicos ofrecían al lector la gloriosa ofensiva al Alcázar, que por fin ya se había conquistado hasta el último rincón.
Unos días antes, el decano del Cuerpo Diplomático, a instancias de Largo Caballero, se había prestado a intentar sacar del Alcázar a las mujeres y a los niños.
Se convino en Madrid, que fueran traídos a la capital con escolta segura y la participación del Cuerpo Diplomático, para quedar acogidos en un edificio del Paseo de la Castellana bajo la protección de las banderas de la totalidad de los países representados en Madrid.
El  embajador de Chile se trasladó a tal efecto a Toledo y presentó su petición al Comandante de la Plaza. Éste le declaró que el Gobierno de Madrid nada tenía que decir en Toledo. Ahí quien mandaba era el Comité Local con quien tendría que tratar, antes de poder él emprender lo que procediese.
En interés de la buena causa, el Embajador se prestó a ello. La mencionada autoridad suprema de Toledo estaba instalada en un convento abandonado. El Embajador fue recibido con recelo y antipatía. No querían soltar de sus garras a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas.
El Embajador se refirió a sus convenios con el Presidente del Consejo de Ministros. Se le replicó que esos convenios no tenían validez en Toledo. Precisamente no se quería, en ningún caso, dejar que las mujeres y los niños fueran a Madrid. Tenían que quedarse en Toledo en un viejo convento, bajo la "protección” del Frente popular local y del Comité soberano y ¡no de los diplomáticos y de las banderas extranjeras!
Mientras el embajador discutía con ellos al respecto, oyó procedente de la sala contigua, una voz chillona, de mujer. Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y decía a gritos que, por encima de todo, había que eliminar a las mujeres e hijos de esos canallas del Alcázar, sin sentimentalismo alguno.
¡Era precisamente la nidada, el engendro, la semilla, de esa canalla, lo que había que desarraigar para siempre!
El público gritaba expresando su asentimiento, de forma tal que el Embajador apenas si podía oír a su interlocutor.
De repente compareció personalmente en Toledo su Excelencia, el señor Presidente del Consejo de ministros, Largo Caballero. La ocasión era favorable para el Embajador; ahora disponía de un testigo de altura para sus convenios y ahora era cuando se iba a ver quién mandaba en Toledo. Largo Caballero le dio amistosamente la mano y prestó durante un momento atención a su pregunta de quién mandaba de veras en Toledo. Pero el bueno de Largo Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin remedio que marcharse enseguida a otro sector del frente y volver, después, a Madrid; allí tampoco tenía, en verdad, nada que hacer pero por lo menos no se lo echaban en cara y, se fue.
El Embajador no tenía más remedio que contentarse con lo que pudiera conseguir en Toledo; pero quería, por lo menos, intentar hacer algo por las mujeres y los niños. A última hora de la tarde pasó, acompañado por el todopoderoso Comité al otro lado del parapeto más avanzado. Intentó hablar con el Alcázar directamente mediante un megáfono. Pero no era posible. No se les entendía. Finalmente probó a hacerlo uno de los hombres del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Les dijo lo que quería el Embajador, pero "como él lo entendía". Desde el otro lado se le gritó en contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños estaban muy bien y que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos los nacionales, en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que en un convento con los rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron los bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.
Por lo demás, había entrado también en el Alcázar como parlamentario, en esos últimos días el Jefe del Estado Mayor Teniente Coronel Rojo, ahora General Jefe del Gran Estado Mayor en Valencia.
Al atardecer, Rojo se anunció por la megafonía. Se le contestó que podía presentarse, solo y desarmado, pasando por tal y cual puerta. Se dirigió por la mañana, solo y con las manos en alto. Le permitieron el paso y le condujeron con los ojos vendados, al sótano donde estaban reunidos sus antiguos compañeros. Trató con ellos durante tres horas, pero no consiguió nada. El Alcázar era nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de Toledo, tal fue la respuesta que recibió.
Rojo aseguró a sus camaradas, con lágrimas en los ojos, que pensaba como ellos, pero que tenía a su mujer y a seis hijos en manos de los rojos, en calidad de rehenes con miras a su actuación, y que no tenía más remedio que subordinar sus acciones a dicha coacción porque no tenía valor para exponer a su familia al asesinato.
Precisamente a estos vergonzosos medios de presión recurrieron también los rojos frente al Coronel Moscardó, el defensor del Alcázar. El Comandante local socialista llamó al Coronel al Alcázar por el teléfono que aún funcionaba. Le dijo que su hijo de veinte años, le iba a hablar y que si el Coronel no entregaba el Alcázar, lo ejecutarían. A continuación el padre dijo su hijo, que el deber para con la Patria primaba sobre todo los demás, le animó a aceptar la muerte con valentía y le dio su bendición. Al joven lo ejecutaron. ¡Ni siquiera bastó, tamaña grandeza de ánimo para avergonzar a esos bolcheviques!
En cuanto a la suegra y a la cuñada del héroe Moscardó, pudimos recogerlas a tiempo en su casa de Madrid y alojarlas en nuestra Delegación, hasta que logramos hacerlas pasar a la España nacional para reunirse con la familia. La anciana señora de ochenta y siete años de edad aún pudo hacer el viaje en automóvil a pesar de tan trágicas y peligrosas circunstancias.
La mala impresión que causaban las tropas de milicianos era siempre la misma en cualquiera de los sectores del frente a donde yo acudía, al pueblo se le engañaba día a día en los periódicos, con triunfos inventados, ¡y el pueblo se lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan lejos que, cuando la caída de Málaga, y en una manifestación pública, Álvarez del Vayo llegó a decir:
"Gracias a Dios, ya nos hemos librado de Málaga. ¡Un dolor de cabeza menos! ¡Esta derrota nos traerá ahora triunfo y medio!” El pueblo, engañado y enloquecido, se lo tragaba todo.
Dondequiera que se fuera, se apreciaba el desorden total, el rechazo a cualquier orden o disposición; en suma, la falta total de disciplina. Los milicianos amenazaban a sus "oficiales" con disparar contra ellos, cuando éstos querían mandarles algo.
Me garantizaron (y ello procedía de fuente segura de información), que unos milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en su pomposo despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le hicieron la siguiente declaración: "Si no cierras el pico, te damos a ti el paseo".
Ya no se atrevió a emprender nada contra ellos y les dejó marchar.
No ocurría, naturalmente, lo mismo en las Brigadas Internacionales, donde los oficiales extranjeros, muchos de ellos, rusos y franceses, mantenían una disciplina al estilo de la que se empleaba en las fuerzas legionarias. Esta fue la causa de que, debido a su disciplina, mando único y armamento adecuado se prolongase la guerra. Sin ellos, las milicias se hubieran dispersado ya a finales de 1936.

Visitas a hospitales militares
Una actividad que emprendimos, interesados en mantener la buena fama del Cuerpo Diplomático ante el pueblo español, consistía en visitar los hospitales de campaña. Acompañados la mayoría de las veces por el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja y por el Encargado de Negocios argentino, señor Pérez Quesada, visitamos el magnífico hospital de la Cruz Roja en Madrid (que se tuvo que acaba de abandonar en diciembre de 1936 por quedar ya en zona de combate), así como el hotel Palace, convertido en gran hospital de campaña.
Allí fue famoso un herido, apodado "el Negus" por tener una larga barba negra. Era de profesión maestro en una escuela pública de Santander, hombre inteligente, enérgico y valeroso que pronto llegó a tener el mando de una compañía. En la toma de Carabanchel por los nacionales, localidad del extrarradio de Madrid, tenía a su cargo una posición importante. Se quejaba amargamente, por cierto, de que nunca conseguía mantener debidamente en la brecha a sus milicianos. Un día, al ver venir un tanque, se le escaparon todos; se quedó él solo en la trinchera y disparó valientemente, pero el tanque pasó por encima y siguió su camino. Quedó en tierra, gravemente herido. Sin embargo cuando los nacionales se retiraron, se le pudo poner a salvo, y aunque quedó completamente deshecho, una vez ingresado en el hospital envuelto en vendajes y mediante un tratamiento pudo salvar la vida. Nosotros tuvimos oportunidad de conocerle muy recuperado y nos fotografiaron junto a él, en puesto de curas próximo al frente, aunque situado ya entre las casas de Madrid. Ésas fotos se publicaban en revistas ilustradas, lo cual causaba buena impresión entre el pueblo, que con ello veían que no sólo nos preocupábamos de los "fascistas".
Sobre tan singular personaje supimos, después, que seguía soñando con nuevas heroicidades, hasta que se fue otra vez al frente, donde cayó, según parece, habiéndole dejado en la estacada sus propios compañeros de milicias. Visitamos sistemáticamente otros centros sanitarios de guerra y también uno, exclusivamente reservado a los "internacionales", en el que había tipos interesantes con heridas graves en piernas, brazos, cabeza. Pero no se podía evitar la impresión de que esos extranjeros (hablábamos con polacos, húngaros, belgas, y alemanes), no eran como los milicianos españoles, gente del pueblo, sino que más bien formaban parte de la "Internacional comunista" de sus propios países.

En el Madrid sitiado
En el transcurso del mes de noviembre de 1936, las cargas de la artillería y de la aviación, sobre Madrid era ya muy sensibles y se habían cobrado muchas víctimas entre la población civil.
Desde nuestra casa, situada en alto, divisábamos todo Madrid. Apenas se pasaba un día sin que aparecieran aviones y, unas veces en un extremo de Madrid y otras en otro, surgían oscuras columnas de humo que nos anunciaban el bombardeo de sectores del frente, incluso cuando, a causa de la distancia, el ruido se oía muy poco. A veces, sin embargo, también se ponía la cosa peor y parecía más peligroso por el ruido que por lo que la vista apreciaba. Siempre aparecían los pequeños aviones de combate rusos a los que el pueblo llamaba "ratas". Eran extraordinariamente rápidos y hacían un ruido  tremendo. Cuando se lanzaban, bastante bajos, muy rápidos sobre las casas, era angustioso el estruendo del motor, que llegaba a la velocidad del trueno, y de la misma manera volvía a desaparecer. Con frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en los que los grandes bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a gran altura eran atacados por los "ratas". También veíamos caer alguna vez, estos pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes bombarderos.
La población de Madrid huía al principio al oír el aullido de las sirenas, con el que los aviones se anunciaban. Pero pronto se habituaron, y terminaron por no preocuparse y cuando aparecían aviones en el cielo, el público de Madrid se congregaba en la calle para verlo. En cuanto a los disparos de artillería, la gente hacía exactamente igual, tan pronto se habituaron a su estampido. Un blanco por el que sentían especial predilección los artilleros nacionales era el edificio de la Compañía Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una torre y era la construcción más alta de Madrid, situada además en un lugar elevado de la ciudad. Era especialmente adecuada para la observación de los alrededores, que circundaba todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más altos de la misma se habían reservado para uso de oficiales rusos. Muchos impactos sumaba ya este edificio por ser un objetivo preferente de la artillería nacional, pero a pesar de todo, en julio de 1937, estaba todavía en servicio, perfectamente utilizable, situado en La Gran Vía, avenida nueva de importante categoría que se fue construyendo en estos últimos quince años en el lugar que ocupaba una parte del viejo Madrid. El tráfico es allí siempre considerable, incluso en estos tiempos. Mientras que antes circulaban por allí los autos de lujo de los ricos, ahora se veía una masa humana variopinta y descuidada, de a pie, pero también muchos coches circulando con milicianos que, en no pocos casos, paseaban a sus "damas" (pero eso si con otro desenlace diferente del "paseo" por ellos inventado) o se paraban ante los bares de lujo donde antes debían sus "cócteles" los famosos "señoritos", cosa que, con sorprendente rapidez y fidelidad, aprendieron de ellos los jóvenes bolcheviques.
Cuando impactaron las primeras granadas sobre la fachada de la Telefónica, mucha  gente corría, aunque no para ponerse a salvo sino, al contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde podían observar la precisión de los impactos... pero,  como, es sabido, también caían granadas por otros sitios y cuando esto ocurría había que lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos los rodeaban y se compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde la céntrica plaza de Cibeles, sube la calle Alcalá, arteria principal de la ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto ésta, como la calle de Alcalá, eran con frecuencia objeto de disparos. Desde la plaza de Cibeles se domina con la vista dicha calle hasta arriba. En la misma se juntan muchos tranvías.
Yo mismo pude ver desde mi coche, al llegar una mañana a la plaza de Cibeles, la calle Alcalá batida por la artillería, y observé cómo calle arriba circulaban, como de costumbre, las dos vías de tranvías y algún automóvil que subían y bajaban, apaciblemente, mientras que, a sus ambos lados, explotaban las granadas. No cabe sino admirar el estoicismo o quizá el fatalismo moruno de los pobladores de Madrid, que ya hacía mucho tiempo estaban aguantando toda clase de riesgos pero que, a pesar de la recomendación que hacían las autoridades para abandonar Madrid y de que el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas para obligarles a ello, no estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya en octubre de 1936, fijó el general Franco una zona neutral dentro de cuyos límites no se podía efectuar ningún bombardeo, siempre y cuando la misma no albergara instalación militar de ninguna clase. Se trataba precisamente de la zona del mejor barrio residencial al este de Madrid. El Gobierno de Largo Caballero no se comprometió a nada, pero, sospechando que dicha zona se preservaba ya en consideración al sector de población, perteneciente a los mejores niveles de la sociedad, que allí habitaban, se dedicó, inmediatamente, a trasladar allí oficinas, cuarteles improvisados y toda clase de comités y establecimientos militares.
Con ello, tampoco salía ganando la masa de población civil. El Comité Internacional de la Cruz Roja propuso, en consecuencia, el veinte de noviembre de 1936, en un telegrama a Miaja, que se reuniera a la población no combatiente de Madrid en un sector de la ciudad para evitar bajas.
Caprichosos son los dos telegramas de respuesta, el de Largo Caballero y el de Álvarez del Vayo, los cuales, cada uno por su lado, encontraron una excusa basada en la misma mendacidad. No hay que olvidar que Madrid ya estaba equipado como una fortaleza, con instalaciones defensivas, que casi la mitad de su perímetro era ya frente inmediato y que estaba repleto de material de guerra, de milicias y de Brigadas Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor tamaño, en los mejores barrios.
Largo Caballero telegrafió lo siguiente: "En respuesta al telegrama de ayer en el que me comunicaban haber telegrafiado a Miaja acerca de la conveniencia de que la población no combatiente quede concentrada en un sector determinado de Madrid, declaro que el ejército combatiente sólo está en los frentes de combate, de modo que, desde un punto de vista humanitario, toda la población ha de considerarse como no combatiente. La  propuesta de que el sector de los ciudadanos que no participan en la lucha armada se concentren en un lugar determinado, es inadmisible por las razones aducidas. Cordialmente le saluda, Largo Caballero".
Álvarez del Vayo por su parte, vertía en su telegrama todo su veneno y no se avergonzaba de manifestar a la Cruz Roja Internacional, neutral, pero informada, las mismas mentiras acerca del intachable modo de pensar del Gobierno de la República, que él repetidamente ponía sobre el tapete en la Sociedad de Naciones:
“En respuesta a su telegrama sobre la iniciativa de la Cruz Roja Internacional acerca de la creación de una zona neutral en Madrid, el Gobierno de la República que,  contrariamente a los rebeldes de Burgos, no representa intereses de clase y se responsabiliza de la seguridad y vida de todos los madrileños, rechaza la idea de crear una zona neutral en Madrid por la que se podría proporcionar seguridad a cierto número de personas, en los bombardeos aéreos que aviadores fascistas extranjeros emprenden sobre la ciudad abierta, lo que constituye un crimen, no atenuado por el hecho de intentar encauzar las consecuencias de dichos ataques. El establecimiento de una zona neutral significaría que el Gobierno de la República se prestaría a legalizar el bombardeo del resto de la ciudad, no incluido en esa zona y con ello exponer a la destrucción los barrios populares y obreros. Pues hay que contar con que los rebeldes, furiosos por su manifiesta incapacidad para conquistar la capital de España, se dejen llevar por tales atentados, contrarios al derecho de gentes, que indignan a toda la humanidad civilizada. Álvarez del Vayo".
El Gobierno Rojo imposibilitaba la clara distinción que, tanto Franco en su propuesta como también la Cruz Roja Internacional, pretendían establecer entre el Frente  constituido por el Madrid  en lucha, de una parte, y de la otra la masa de la población civil. Y eso lo hacía, como tantas veces, porque pretendía utilizar a la población civil a modo de escudo de sus militares.
Esa culpabilidad propia, en cuanto al sacrificio de mujeres y niños no les impedía utilizar a esas mismas víctimas como cartel de propaganda ante el mundo. Un colega mío en Madrid se expresó indignado frente a mí, diciendo que él mismo había visto en aquellos días de la lucha por los suburbios de Madrid, niños muertos en uno de ellos. Yo le pregunté: "¿Quién les causó la muerte?"
"Las bombas de la Aviación". A lo que repliqué: "Y ¿de quién es la culpa de que haya niños en el campo de batalla? Ese pueblo es campo de batalla, desde hace varios días. Si no pusieron a tiempo a la población civil en lugar seguro, toda la culpa será del Gobierno que no cumplió con su obligación". Ya que lo que no se puede pensar es que se intente impedir a las tropas nacionales la toma de Madrid, a base de ponerles niños delante y de acusarles luego de inhumanos por la muerte de los mismos. Aquel diplomático no tuvo más remedio que darme la razón.

Entre Madrid y Valencia.
 En mis frecuentes visitas a Valencia durante la primavera de 1937, me encontraba con muchas cosas interesantes que observar. La misma carretera suscitaba interés. La comunicación por tren ya no existía, había que hacer el viaje en coche. Unos 400 km, contando con el desvío que había que tomar a causa del corte de la calzada directa. La carretera daba un rodeo, trazando una curva que se dirigía al norte, en torno al punto de interrupción, por detrás del frente y a lo largo de este. En los pueblos siempre había cosas que observar, de carácter militar. Interesante era también, de por sí, el tráfico en la carretera, aunque no fuera más que por ser ésta la única arteria de tráfico rodado que quedaba aún para dirigirse a Madrid.
Contábamos los camiones que con provisiones o con gasolina, iban para Madrid y observábamos los coches que transportaban personas, tanto los que adelantábamos con dirección a Madrid, como los que nos adelantaban a nosotros. Con frecuencia también rebasamos columnas militares. Una vez nos tocó una larga columna de camiones que llevaba esta descripción: "1er Régiment de Train", y luego otra: "Second escadron". Los jóvenes que iban en esos vehículos, llevaban cascos de acero, que a mí me pareció reconocer como procedentes de otra guerra y, entre ellos, hablaban francés.
Nada diremos de los tanques rusos que con frecuencia avanzaban rechinando, con sus largos cañones móviles y giratorios encima, ni de las Brigadas Internacionales que iban carretera adelante, también con cascos de acero y hablando "esperanto", es decir, mezclando todas las lenguas. Lo que apenas veíamos eran españoles, solamente los había en los muchos puestos de control, y en las gasolineras del camino. Estas tenían la particularidad de que en ellas no había gasolina; es decir, que aquellas que sí la tenían, sólo se la daban a vehículos de guerra y con justificante expedido por el Ministerio de la Guerra, en las gasolineras destinadas al consumo general no se conseguía casi nunca nada.
Entre Madrid y Valencia había nueve puestos de control donde tenían que detenerse los coches y donde examinaban a fondo los papeles. En contraste con ello, en la España nacional, como tuve después ocasión de comprobar, se podían hacer cientos de kilómetros conduciendo, sin tener que someterse a un solo control. Dato éste verdaderamente sintomático, que muestra cuanta más desconfianza y afán inquisitorial había en la España "roja" en contraste con la "blanca". De ello se puede sin dificultad sacar la conclusión de que todo lo dicho venía condicionado por la actitud de la población, ante cada uno de los dos sistemas.
Si por el camino habíamos visto fuerzas combatientes internacionales rojas, ahora, en Valencia nos tocaba ver alemanes. Con el calor que hacía en Mayo, resultaba muy agradable salir, conduciendo a primera hora de la tarde, a esas playas mediterráneas y tomarse allí en alguno de los "merenderos" el inigualable plato nacional valenciano denominado "paella", arroz con pescado y marisco, o arroz con pollo. Aquello estaba siempre lleno hasta los topes, hasta el punto de que, a veces, había que esperar una hora entera hasta conseguir mesa. Se veían casi siempre sobre todo milicianos y sus oficiales, y además gente de pueblo, poco lavada, es decir perfumada pero no bien oliente, que parecía tener el dinero a espuertas.
La gente comía con un apetito y un entusiasmo tal que a uno se ocurría la idea de que se daban prisa para disponer de un poco de tiempo y disfrutarlo. De cuando en cuando se veía, allí, también, a algún ministro y a otros hombres del momento, más bien "malfamados" que famosos, con sus "compañeras", ya que estaba prohibido llamarlas "esposas", aunque lo fueran en virtud de antiguos vínculos. Allí se disfrutaba de una vista soberbia frente al mar y el puerto. Verdad es que el público miliciano parecía no dedicarle atención alguna, por maravillosa que fuera dicha vista, porque se la amargaban uno o dos buques de guerra alemanes que por entonces patrullaban, allá afuera. "Ahí está el alemán". Gruñían, volviendo la vista tierra adentro.

Bombardeos de Valencia
Durante mi estancia en Valencia se notaron seriamente los efectos bélicos del otro lado. Dos veces viví la experiencia de grandes bombardeos aéreos, uno de ellos a las ocho a la tarde cuando empezaba el crepúsculo. Justamente al girar para entrar en una plaza, en la que había dos Ministerios, oímos las primeras explosiones que se iban haciendo cada vez más cercanas a velocidad de relámpago. Mi secretario gritó al chófer que se detuviera y, mientras yo protestaba, diciendo que no tenía sentido pararse, me obligó a apearme del automóvil. En el mismo momento oí el silbido de la bomba y a dos pasos de nuestro coche se produjo la explosión, a la que inmediatamente siguieron otras dos en la misma plaza. Nuestro vehículo quedó cubierto de cascotes, trozos de revoco, fragmentos de piedra de las fachadas de las casas próximas a nosotros y el conductor ligeramente herido en la cabeza. No habían hecho blanco en ningún Ministerio, pero en las calles próximas había varias casas dañadas y una serie de personas muertas. Una bomba había caído a diez pasos de la Embajada inglesa, en la calle, matando, entre otros, a un ingeniero francés que casualmente estaba allí.
La segunda vez fue por la noche. Hacia las tres de la madrugada me despertaron unas explosiones, lejanas, pero muy numerosas. Creí que estaban bombardeando el puerto. Pero se fueron aproximando rápidamente y pronto las sentí junto a mí: tintineaban temblonas las lunas del patio de luces al que daba mi ventana, toda la casa vibraba, a continuación se produjo una explosión importante, y enseguida otra, acompañada por el griterío de mujeres y niños en todos los pisos. La casa, sin embargo, resistió; salí afuera y llamé a las mujeres de la familia donde yo vivía para decirles que ya había pasado todo y que no había que temer nada más. La casa que teníamos en la acera de enfrente, pero un poco en diagonal con respecto a donde estábamos, sí que había quedado tocada, y otra más al lado de la nuestra, tres números más abajo. Los bombardeos nocturnos son incomparablemente más lúgubres, porque se tiene la impresión de no poderse mover, de tan rápidos y próximos como se sienten las explosiones. El resultado fue, por tanto, que en los días que siguieron, Valencia se vaciaba en las horas crepusculares. Miles de personas se iban a sus huertos de naranjos a pasar la noche bajo los árboles, por temor a las repeticiones que sin embargo, de momento, no se produjeron.
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Con ocasión de mi presencia en Valencia asistí también a la salida del vapor francés "Imérethie II" y del barco hospital inglés "Maine", que transportaban refugiados a Marsella. Con ocasión de esas salidas que se efectuaban, aproximadamente una vez por semana, era interesante observar la partida de los favorecidos por la suerte. La excitación que reflejaban sus rostros al someterse a las muchas medidas de control, y ante el temor que reflejaban sus rostros de que en el último momento pudieran aún ser presa de los tentáculos de aquel monstruo devorador de seres humanos; el ansia con la que se abrían paso, hacia los botes o hacia la pasarela del vapor y, finalmente, el alivio con que respiraban al verse seguros en el mismo, y disfrutando ya de la confianza recíproca existente entre “compatriotas".

El ataque aéreo al "Deutschland"
El día del atentado contra el "Deutschland" estaba yo en Valencia. Al día siguiente, me contaba un funcionario del Ministerio de Marina, que el Ministro estaba fuera de sí por la imputación que se le hacía de tal acción; había asegurado que no había habido allí ningún avión de la España roja. Pero unas horas más tarde se había enterado de que era una escuadrilla rusa la que había realizado el ataque, por su propia cuenta. Dicha escuadrilla tenía su base en el gran campamento ruso entre Alicante y Murcia y no dependía de las autoridades españolas.
La amplia capacidad de mando de las iniciativas rusas tuvo también en otras ocasiones, consecuencias de gran trascendencia para sus "aliados" españoles. Así, por ejemplo,  durante la primavera del año 1937 y con ocasión de un ataque nocturno se intentó tomar a los "blancos" un cerro de la "Casa de Campo", muy cerca de Madrid. Dirigían la operación, de la que ya se tenía noticia desde el día anterior, dos generales rusos. Se movilizaron, sin más consideraciones, treinta mil hombres y, como la primera noche no se obtuvo resultado alguno, volvió a repetirse el ataque a la noche siguiente. El único éxito obtenido fueron ocho mil muertos y once mil heridos. Resultaba imposible enterrar semejante montón de caídos, por lo que se les roció con gasolina y se les prendió fuego.  Aquel cerro, no estaba ocupado por más de dos mil quinientos hombres, según me dijo después un oficial "blanco" que participó en la operación.

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