La primera vez que establecí contacto
con las cárceles fue a finales de septiembre de 1936, cuando acudí a visitar al
abogado de la Legación de Noruega, Ricardo de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo
de Madrid, situada en un espléndido lugar limítrofe con la Moncloa, antigua
posesión real.
Se divisaban desde allí unas vistas
magníficas de la Sierra de Guadarrama y de cincuenta kilómetros de meseta que
la separa de la misma, más allá en el horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa
Sierra de Gredos, al sur de Ávila. Es una de las panorámicas más hermosas que
puede haber, la de este grandioso paisaje, de ilimitada amplitud, con
tonalidades azules y violetas en las cordilleras, y, en lo alto, ese cielo
español, casi siempre de un azul intenso. No parecía sino que habían situado intencionadamente
la cárcel en dicho lugar para que a las personas obligadas a disfrutar entre
rejas de semejante espectáculo, se les hiciera doblemente penoso la pérdida de
su libertad.
Esta era la única cárcel masculina
oficial de Madrid. Había además, a la parte opuesta, en la periferia de la Ciudad,
una cárcel de mujeres, de nueva construcción, que sustituyó a un viejo caserón
situado en el centro de Madrid. Al estallar el Movimiento, las dos cárceles
estaban ya llenas de presos políticos y de penados comunes. Pero la palabra
"llenas" perdió su significado al forzarse la entrada de centenares
de nuevos presos políticos. La cárcel Modelo proyectada para mil doscientos
hombres, como máximo, llegó pronto a contener cinco mil. En las celdas
individuales, cuyas dimensiones eran de 2 x 3 metros, se amontonaban cuatro,
cinco y hasta seis personas.
De colchones, por supuesto, ni se
hablaba. ¡Puede uno imaginarse con estos datos cuáles eran las condiciones
higiénicas!
Pero el ingreso de presos siguió en
aumento y no era ya la Policía, sino el "pueblo libre" el que, con arreglo
a su parecer, detenía a unos u otros. Cuando el farmacéutico Giral, en la noche
del 10 al 11 de julio, asumió la Presidencia, recibida de manos del acobardado
Gran Oriente de la Masonería, Martínez Barrio, no sólo había entregado a la
plebe todas las armas disponibles sino que, al mismo tiempo, la había
estimulado a que las usaran, a su libre albedrío, con el único fin de eliminar
a sus enemigos. Las consecuencias de todo ello ya han sido descritas por mí;
con frecuencia era suficiente llevar cuello y corbata para quedar detenido y,
una vez en la cárcel, dichas personas quedaban allí, en la mayor parte de los
casos, durante cuatro, cinco o seis meses, sin que se les interrogara ni se les
tomara ninguna clase de declaración. Su número era ya abrumador y no había
tribunales legales que pudieran hacerse cargo de administrar justicia, pues los
primeros eliminados fueron los propios Magistrados, que nunca hubieran podido
juzgar los “delitos” que les imputaban, al no estar previstos en parte alguna
del Derecho Penal.
Así fue, pues, cómo se llenaron las
celdas de la cárcel Modelo, tan deprisa, que, ya desde los primeros días, hubo
que preparar más espacio para poder hacer frente a esa afluencia continua. De momento,
fueron trasladadas las reclusas de la nueva Cárcel de Mujeres a un convento
situado en el centro de Madrid, en la Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas
monjas se las puso, sin más, en la calle. En esta cárcel "conventual"
pronto se encontraron señoras pertenecientes a la élite del mundo femenino, de
la buena sociedad de Madrid, junto con mujeres de la vida que aún tenían
delitos pasados por expiar.
A las
vigilantes les divertía mucho mezclar a las primeras con las últimas en una
estrecha celda.
La antigua cárcel de mujeres quedó
ocupada enseguida por hombres y, como tampoco resultó suficiente, se utilizó
asimismo como prisión para hombres, otro convento, también situado en el Madrid
viejo, San Antón. Pero tampoco bastó y se destinó parcialmente a prisión un
amplio edificio escolar de una congregación religiosa, pero, poco a poco y
siempre en aumento, se fue ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a
albergar a cinco mil presos. A esa cárcel, por el nombre de la calle en la que
estaba, General Porlier, la llamaban “Porlier”.
Pero, aún, seguía habiendo necesidad de
locales. Era tan fácil hacer presos y eran tantos los seres vengativos,
envidiosos, ofendidos, o simplemente malvados, ya fueran criados, mayordomos, cocheros,
serenos, obreros, empleados u otros, que bastaba con hacer una sola denuncia,
incluso anónima, o si no, sentarse con algunos compinches, echarse otras tantas
pistolas al cinto e ir a buscar a la víctima. En las seis cárceles de Madrid,
había pues, mucho trabajo.
La policía oficial quedaba limitada a
registrar la masa de personas denunciadas o traídas al azar, de las que se
hacía cargo, en la mayoría de los casos, sin comprobación alguna, y las mandaba
a prisión, con lo que de nuevo escapaba a su control, puesto que la custodia y
vigilancia de los presos, en las cárceles ya no incumbía a los órganos
policiales sino a los milicianos de cada partido político; sobre todo
socialistas, comunistas y anarquistas. La vigilancia y supervisión la ejercían
los delegados de dichas organizaciones, llamados "responsables". El
personal estatal, –directores, funcionarios y vigilantes– quedó completamente
marginado y pronto no desempeñó más que un papel nominal. De estos
funcionarios, los de derechas o simpatizantes, había sido destituidos o asesinados
y, no quedaban, por tanto, en servicio más que los de izquierdas que, al poco
tiempo, fueron desarmados y sometidos a la arbitrariedad de los milicianos.
Pero, tampoco, estas seis cárceles eran
suficientes para saciar la locura persecutoria que continuó siendo el rasgo
característico de toda esta revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad
de los edificios de Madrid habían pasado a ser objeto de libre disposición por
parte del pueblo soberano, no eran sólo las grandes organizaciones las que se
habían adjudicado edificios lujosos e instalados sus diferentes departamentos
en innumerables casas y villas, sino que también había pequeños grupos de
individuos que, bajo denominaciones
fantásticas, se "incautaban" de pisos particulares, las más de las
veces sótanos donde instalaban sus cárceles privadas y lo que, aún era peor,
¡sus tribunales particulares!
Nadie controlaba estas cuevas de
bandidos, nadie sabía la identidad de los hombres y mujeres que allí
languidecían injustamente sin poder hacer valer sus derechos, sin posibilidades
de defensa, ni perspectivas de liberación, y sin que nadie frenara la brutalidad
de sus "propietarios". La suerte de esos desgraciados se dejaba al
criterio de camaradas irresponsables, casi siempre jóvenes; en cuanto al trato,
más bien al mal trato, es cosa que cada cual puede imaginarse, sobre todo por
lo que se refiere a las mujeres allí detenidas.
Aunque no hubieran cometido más delito
que este inaudito abandono del poder del Estado ante los peores instintos del
populacho, ya es suficiente para que los gobiernos españoles del Frente Popular
se ganasen la condena general. Tal estado de cosas se mantuvo, todavía, por lo
menos bajo la forma de cárceles privadas y secretas, dependientes de incontrolados y organizaciones
políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al respecto, ¡el
gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo firmemente en sus manos
las riendas del poder!
Inglaterra interviene
La orgía de las detenciones seguía su
curso y los tribunales secretos, sin ninguna clase de control o intervención
estatal, iban creciendo en número y en actividad de día en día, con su secuela
de asesinatos. Poco a poco, se iban conociendo numerosas "checas"
como las llamaban los españoles.
En calidad de jueces actuaban, en parte,
golfillos de dieciocho a veinte años.
Entonces fue cuando una primera
catástrofe carcelaria provocó una protesta extranjera. La descripción siguiente
está fundamentada en el informe de un testigo de vista de toda confianza y, a vez,
interesado en los hechos.
El 22 de agosto de 1936 una
"tropa" de delincuentes comunes, vestidos de milicianos, irrumpió en la
cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un registro en busca de armas;
despojaron a cada uno los presos de todos sus objetos de valor, relojes,
anillos de casados, plumas estilográficas, así como de recibos que tuvieran por
cantidades de dinero depositadas y se llevaron todo ello, metido en sacos.
En las oficinas del establecimiento, se
apropiaron asimismo inmediatamente de todas las cantidades de dinero existentes
y quemaron los libros para evitar cualquier reclamación posible por parte de
los despojados. Dado que estos sumaban más de cuatro mil, puede uno hacerse una
idea del brillante éxito de la "meritísima operación
anticapitalista".
Después de efectuado el
"registro", sacaron a los presos, por la tarde a los patios del
establecimiento penitenciario, en lugar de hacerlo, como habitualmente lo
hacían, por la mañana. No habían recibido todavía en ese día alimento alguno.
De repente, surgió un incendio en la leñera de la cárcel, prendido
intencionadamente por los milicianos antes mencionados ya que lo habían dejado preparado
desde hacía varios días. La finalidad perseguida era, en primer lugar, que al
amparo de la confusión surgida, pudieran escapar los presos comunes, cosa que, por
supuesto hicieron. Al parecer, contaban asimismo con que también los presos
políticos intentarían escapar, para lo que habían previsto que fuera hubiera
estacionados grupos armados que inmediatamente dispararan sobre ellos.
Querían exterminarlos en masa e
inmediatamente. Fuera, se había congregado una gran cantidad de gente que
saludaba con entusiasmo amistoso la salida de los presos comunes y lanzaba amenazas
salvajes contra los "fascistas". Pocos serían entre ellos los que
sabían a qué correspondía esa expresión.
De repente, los presos, que se hallaban
concentrados en los cinco patios del establecimiento, y miraban con
preocupación al fuego, que avanzaba muy rápidamente en torno a ellos, fueron
objeto de un tiroteo, procedente de los tejados y balcones de las casas
circundantes y del tejado de la propia cárcel. No podían escapar de los patios
hacia el interior del edificio porque las puertas sólo permitían el paso de una
sola persona a la vez y por tanto el amontonamiento que se produciría entrañaba
grave peligro de muerte.
Los pobres hombres procuraban protegerse
de los disparos, acercándose contra los muros situados en ángulo muerto. A
pesar de todo, buen número de ellos murieron, unos sesenta de los políticos y
militares más importantes fueron arrastrados afuera por los milicianos y
muertos a tiros en los jardines próximos a la prisión. Estos habían sido
entregados por el Gobierno a las milicias marxistas y anarquistas para que les
dieran muerte y quedarán así satisfechas las continuas pretensiones de diezmar
al conjunto de los detenidos.
Una verdadera ansia de matar había
embriagado y dominado al populacho. Los "funcionarios" no aparecían
por ninguna parte. El director había desaparecido y, con ello, permitió que los
acontecimientos siguieran su curso. Las mujeres y los niños andaban por los
alrededores haciendo comentarios soeces acerca de los cadáveres de los ex
ministros asesinados.
Al cerrar la noche los
"animosos" tiradores del tejado gritaron a sus indefensas víctimas de
los patios de la prisión: " ¡mañana por la mañana continuaremos hasta que
no quede uno vivo!". Puede uno imaginarse el estado de ánimo con que
aquellos hombres medio muertos de hambre pasaron la noche tumbados, pegados a
las paredes. Los sacerdotes que había entre ellos les daban la absolución y los
preparaban para la muerte que les llegaría por la mañana. Uno tras otro se
aventuraban, en el transcurso de la noche, a llegar hasta una fuente para
beber; reinaba el calor ardiente típico de Madrid y hacía ya treinta y seis
horas que no habían probado nada y, así esperaban que llegara la mañana y
continuara al tiroteo.
El señor Giral y sus ministros podían
mostrar semblantes preocupados, pero les faltaba valor para tomar una decisión.
Tenían demasiado miedo al fantasma que ellos mismos habían conjurado. En estas
circunstancias, en plena noche se presentó el Encargado de Negocios de Gran
Bretaña en el Ministerio de Marina, donde se había reunido el Consejo de
ministros a deliberar tras los sacos terreros, con que se protegían, y exigió
enérgicamente en nombre de la humanidad, el cese sin demora de semejante
monstruosidad.
Reclamaba la implantación inmediata de
tribunales responsables y que cesaran las arbitrariedades del populacho en los
juicios y ejecuciones. Dicho Encargado de Negocios inglés, había tenido
conocimiento de los acontecimientos por un alemán y por mediación de la
Embajada de Alemania y se había sentido motivado para intervenir. Los desmayados
ministros reaccionaron ante la presión de tal protesta y resolvieron convocar inmediatamente
un tribunal compuesto por dieciséis miembros de los distintos partidos del
Frente Popular bajo la presidencia del inoperante Presidente del Tribunal
Supremo.
El tribunal se trasladó esa misma noche
a la cárcel Modelo e inició su actividad, condenando a muerte a los dos o tres primeros
entre los mejores y más significativos hombres; para apaciguar al populacho,
dándole la impresión de una mayor severidad.
Tan pronto como el Gobierno se atrevió a
dar señales de vida, se redujo el alboroto, lo que prueba que había estado muy
en su mano evitar tales sucesos. Los tiradores, que se habían pasado la noche en
los tejados haciendo guardia, desaparecieron, y las víctimas que estaban en los
patios se miraban con ilimitado estupor al ver que nadie les molestaba.
Todavía tuvieron que acampar en los
patios todo ese día y la noche siguiente; hasta las cuatro de la madrugada del
día 24 en que los condujeron a sus celdas y les dieron algo de pan y conservas
de pescado frías. Desde la cena del día 21 no habían vuelto a comer.
El nuevo Tribunal Popular funcionó a
partir de entonces, de modo permanente y se ocupaba, sobre todo, de los casos
graves de los militares directamente comprometidos en la sublevación.
Era el primer paso para el compadreo
estatal de la justicia revolucionaria. Pero su actuación estaba naturalmente
muy lejos de responder a las exigencias que marcaban las circunstancias. Los muchos
"tribunales privados" de las distintas organizaciones seguían,
marginalmente, su camino, cometiendo toda clase de vandalismos. Se constituyó
un Tribunal semioficial con miembros de diferentes partidos, pero sin ningún
juez estatal de carrera, en el domicilio social de un club distinguido de la
calle Alcalá que, a partir de entonces, se denominó la "checa de Bellas
Artes".
El procedimiento se abreviaba muchísimo
y terminaba, cuando no podían mediar influencias de los partidos populares, del
modo cuanto más brutal mejor, y, en la mayoría de los casos, con el
"paseo" nocturno. Está checa no se ocupaba de las personas encarceladas
sino de los nuevos detenidos a diario y que, desde allí, salían, la mayor parte
de las veces, dentro de las 24 horas siguientes volviendo a la libertad; o a
las cunetas de los alrededores y, sólo en pocas ocasiones, a una prisión.
La policía estaba confabulada con esa
checa y ocasionalmente con otras, ya que sucedía a veces que les entregaban
detenidos en lugar de conducirlos a las cárceles estatales.
La famosa "Checa de Fomento 9"
La checa de la calle Alcalá se mantuvo
en servicio sólo durante poco tiempo. En cierto modo estaba allí, algo así como
para exhibir la "justicia del pueblo".
De allí pasó a la calle de Fomento nº 9,
al Palacio de un Conde, en un rincón del viejo Madrid. Esta expresión:
"Fomento 9" alcanzó en Madrid durante el otoño de 1936, resonancias
terribles que a cualquier madrileño le ponía carne de gallina. La persona que
entraba allí, sólo en casos excepcionales salía con vida. Aquello era una
auténtica "leonera" y conste que no quisiera con ello insultar a los
leones. Los hombres que allí llevaban, quedaban encerrados en celdas, en el
sótano, y dentro de las 48 horas como máximo eran llevados ante el Tribunal.
Éste celebrará sesión cada noche. De
madrugada se daba a conocer la sentencia y se ejecutaba la misma. A la persona condenada
la "cargaban" en uno de los automóviles ya dispuestos para el caso y,
en cualquier carretera de los alrededores, le "invitaban" a bajar y
la mataban a balazos. A otros, les "ponían" en "libertad",
a saber, en plena oscuridad de la noche, a la salida del edificio, unos
milicianos muy serviciales les invitaban a montar en su vehículo, para
llevarlos a casa... y ya no se les volvía a ver.
La Policía facilitaba a petición de las
organizaciones políticas y, probablemente también a otros elementos de la peor ralea,
cédulas o "certificados de libertad". Con dichos
"documentos", los milicianos sacaban presos cada noche, de uno u otro
establecimiento penitenciario y les daban el "paseo". En la cárcel
correspondiente se registraba simplemente, en cada ficha de aquella desdichada
gente, la palabra: "libertad" de modo que, al efectuar nuestras
comprobaciones, teníamos que averiguar la distinción entre la libertad
"terrena" o la "eterna".
En los primeros días de noviembre de
1936, se me presentó la ocasión de visitar la famosa "checa" de
Fomento 9”. Me acompañó el Delegado del Comité internacional de la Cruz Roja.
Habían detenido y llevado a esa checa a un miembro del servicio doméstico de la
Embajada del Japón y, una vez en ella, peligraba su vida como la de cualquier otro
que la pisara en esas condiciones.
El ministro del Japón había dirigido al
Gobierno varias reclamaciones por telégrafo sin fruto alguno.
Se dirigieron a mí con el ruego de que
lo sacara y yo me decidí a agarrar el toro por los cuernos y contemplar personalmente
semejante antro.
Cuando llegamos allí, nuestro coche
produjo enorme sensación entre el personal de guardia de la puerta. No daban
crédito a sus ojos, no concebían la posibilidad de ver un auto del Cuerpo Diplomático
aparcado donde solamente lo hacían los destinados a "dar los paseos".
Dentro estaban las estancias, descuidadas, llenas de milicianos que corrían de
un lado para otro y cuyo aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La
atmósfera estaba a tono; el terror en cierto modo estaba en el aire y el miedo
a la muerte que habían experimentado innumerables víctimas, continuaba
"palpándose" y cortando el aliento.
La expectación que causábamos duró desde
la puerta hasta un cuarto al que nos condujeron, tras preguntar por los
"responsables" y, en donde se hallaban cinco jóvenes que nos acogieron sorprendidos pero corteses.
Pregunté directamente por el hombre de la Embajada del Japón. Uno de ellos
consultó una lista y confirmó que hacía tres días que estaba allí. Le pedí que
lo liberaran y me declaré dispuesto a llevármelo; como comprobé que tenían
listas de sus detenidos, les pedí que me dieran un ejemplar de las mismas para
la Cruz Roja. A continuación nos llevaron a otro cuarto, en donde nos
presentaron a otros tres hombres mayores, que, al parecer, ejercían la máxima
autoridad y probablemente constituían el Tribunal. Se mostraron también muy
correctos y, tras unas cuantas explicaciones por nuestra parte acerca de
nuestros fines, se declararon dispuestos a complacernos.
La inesperada intervención de la Cruz
Roja Internacional
y el Cuerpo Diplomático pareció
impresionarles; aproveché, por tanto, la ocasión para dar otro paso adelante y
preguntar dónde tenían a los presos; “en el sótano” fue la rspuesta. "Y
¿podríamos verlos?". Tras una breve vacilación, se nos dijo:
"sí". A continuación, preguntamos lo que pensaban hacer con dichos
presos. Los tres "jueces" se miraron mutuamente. Pasado un momento,
uno de ellos dijo: "esta tarde se les conducirá a la Dirección General y
se les entregará a la Policía”. Nos declaramos muy satisfechos con semejante
propósito y nos despedimos de ellos en ambiente de camaradería. Uno de los
jóvenes de la antesala nos llevó al sótano donde en las ocho diferentes celdas,
estaban encerradas en total sesenta y cinco personas, entre ellas hombres en su
mayor parte jóvenes y mujeres de todas las edades.
Daban una impresión de descuido y
turbación; nuestra entrada provocaba, por de pronto, en todas partes, un
movimiento de susto. No había posibilidad de relacionarnos con cierta
comodidad. Para sentarse no existía más que el suelo de baldosas. Nos dimos a
conocer y hablamos, con todos, acerca del tiempo que llevaban allí, y si sabían
o no el motivo, etc. Un resurgir de esperanza recorría cada una de las salas al
marcharnos nosotros.
Les dijimos que por la tarde les
conducirían a la policía, en la Dirección General. Una de las celdas estaba
cerrada y no podían encontrar la llave. Nuestro guía nos dijo “¡pero si no hay
nadie dentro!". Entonces yo le dije que teníamos mucho interés en
comprobarlo viéndolo, y le pedimos que derribara la puerta. Así se hizo. La
celda estaba vacía. Le dije que ya veíamos que su palabra era de fiar y que
esperábamos que tal sería también el caso en cuanto a la promesa de traslado.
A continuación nos fuimos, llevándonos
la lista de los presos, y al empleado japonés que, por cierto, era de
nacionalidad española.
En cuanto a la promesa de entregar a
todo los cautivos a la Dirección General, quedó cumplida, como pude comprobar
al día siguiente, mediante la lista correspondiente. Más adelante recibí cartas
y visitas de algunos de dichos presos. Me expresaban su agradecimiento y
afirmaban que los habían condenado a muerte y que nuestra visita fue lo único
que les salvó. No he podido comprobar si lo dicho correspondía a la realidad o
era mero producto de la febril fantasía de esa pobre gente.
Poco tiempo después esa “checa” se
disolvió sin que quedara de ella nada más que su abominable reputación, que
todavía se mantiene en el recuerdo y será legendaria. Pero el "Comité
judicial" de allí pasó a la Dirección General de Seguridad donde terminó
constituyéndose en Comisión que había de entender en todas las detenciones,
liberaciones y sentencias condenatorias.
La jurisdicción privada de los partidos
se elevó en virtud de dicha medida a jurisdicción oficial aunque con atribuciones
menores de no poder entender y tomar decisiones en cuanto a la muerte o la
vida, sino únicamente en materia de libertad o prisión. El enjuiciamiento
propiamente dicho corría a cargo de los tribunales de urgencia compuestos por
un jurista de carrera, en calidad de Presidente, con dos asesores miembros de
partidos populares.
Los casos más graves pasaban al Tribunal
Popular, propiamente dicho, con un juez de categoría superior en calidad de
Presidente y dieciséis asesores.
Los calabozos de la Dirección General de
Seguridad Unos días después del mencionado episodio de Fomento 9, atrajo mi
atención la situación de uno los primeros banqueros de España, al que habían
detenido, junto con su mujer y sus cinco hijos, mayores, varones y hembras, y
le habían encerrado en una pequeña celda de los sótanos de la Dirección General
de Seguridad. El había estado ya en la cárcel, así como un hermano suyo de más
edad.
Como consecuencia de un convenio entre
el Gobierno y el hermano mayor, -que estaba, al parecer, en el extranjero
gestionando un préstamo-, ambos salieron de la cárcel pero al más joven se lo
llevaron, con su familia, a la Dirección General donde los encerraron en el
citado calabozo. Esto ocurría en los días de la huida del Director General de
la Policía. El Subdirector al que interrogué al respecto, me dijo que él no
sabía por qué se había tomado tal medida, pero una vez que el Director General
lo había dejado así dispuesto, él no podía ya hacer nada distinto. Yo les
visité en varias ocasiones y los encontraba en estado lamentable, llevaban ya
días y días los siete en ese calabozo de dimensiones muy reducidas, situado en
los sótanos, ya de por sí húmedos, por no decir casi encharcados, y sucios de
la Dirección General. No tenían ni colchones ni mantas sino que yacían noche y
día sobre el suelo desnudo y húmedo de baldosas, atormentados por piojos y
demás insectos.
Tras varios intentos infructuosos ante
el Comité de Madrid para poder hacer algo por esta pobre gente, me dirigí por
teléfono al Ministro de Hacienda, Negrín, –que estaba en Valencia y, era quien había
suscrito el convenio antes mencionado–, y conseguí que los liberaran a los dos
días, después de pasar una quincena detenidos en condiciones inhumanas, sin
conseguir conocer el motivo.
Aquellos "calabozos" del viejo
edificio de la Dirección General de Seguridad constituían uno los puntos más
polémicos de la institución policial madrileña. Sólo Dante podría describir lo
que ocurría allí en aquellos días de tan espantosa saturación y horrible
cohabitación de personas respetables con un elevado nivel social junto a
criminales comunes y mujerzuelas de la calle, en un sótano grande con pequeñas
celdas laterales. Sin embargo, aún era mejor para los detenidos estar recogidos
en aquel agujero que en cualquier otro lugar, ya que aquí por lo menos tenían
sensación de estar en un Organismo oficial.
En la primavera de 1937, a causa de los
frecuentes bombardeos, tuvo que trasladarse esta dependencia de la Dirección
General de Seguridad a un convento en la Ronda de Atocha, donde ya existían
habitaciones especiales preparadas para martirizar a los presos, y la policía
hacía de ellos tan amplio uso que la "vox populi", bautizó tan
siniestro establecimiento con el nombre de "checa de Atocha", aún
cuando sólo se aplicaba tal nombre a lugares no oficiales.
Yo mismo me preocupé y aproveché la
ocasión de denunciar personalmente tanto al Ministro del ramo, como al Director
general, los tormentos que en dicha cárcel se practicaban sin que, a pesar de todo
mi interés, no consiguiera más que alguna mejora pasajera.
¡Socorran a los presos!
A partir de finales de septiembre de
1936, me propuse como tarea concreta, mantenerme en contacto constante con las
diferentes cárceles. Mis visitas casi diarias a una u otra de las mismas me facilitaron
buenas relaciones con los funcionarios de prisiones, relaciones que me
brindaron la posibilidad de prestar más adelante toda clase de alivio a los
presos. Esta ayuda la obtenía procurando víveres, poniendo a su disposición
vehículos de carga y otros servicios semejantes, para solucionar los problemas,
realmente muy difíciles, que se planteaban a los directores de prisiones, en
las circunstancias entonces reinantes, expuestos al riesgo de muerte, con el
estado de ánimo que es de suponer,
conocedores del importante número de funcionarios de prisiones asesinados. La mayoría
de ellos cumplieron de forma muy meritoria y comprometida su trabajo, expuestos
siempre a la enemistad de los extremistas, que se ponían furiosos cuando
cumplían con sus deberes de simple humanidad.
Las frecuentes visitas diplomáticas no
sólo respaldaban, en cierta manera, a los funcionarios frente a la guardia
miliciana y a los comisarios políticos; sobre todo, servían para que los
propios presos se sintieran comunicados con el resto de la humanidad y tuvieran
la confianza de no caer en el olvido.
Una sensación de respiro se notaba en la
prisión, según muchos me contaron después, cada vez que llegaba la noticia de
que, de nuevo, había visita diplomática. Otros representantes diplomáticos hacían
también visitas frecuentes a las prisiones; en especial los de Chile,
Inglaterra y Argentina, así como también los de Austria y Hungría.
Había días en los que yo hablaba
individualmente con cuarenta a cincuenta personas, entre hombres y mujeres y
procuraba, especialmente a las mujeres, facilitarles medicamentos, leche
condensada y otras ayudas para su subsistencia que, con anterioridad, no se
habían permitido. Era natural que los familiares de los presos procuraran su
inclusión en nuestras listas, para en los casos de enfermedad conseguir que se
recomendara el ingreso en la enfermería o el traslado a otros lugares
semejantes.
Un salvamento
Como ya queda dicho, era muy fácil para
los miembros de un partido sacar de la prisión durante la
noche a aquellas personas con las que
querían tomarse la justicia por su mano. Una mañana de octubre visitaba yo a
algunos señores en San Antón; uno de ellos me describía la terrible situación en
que se encontraba un teniente coronel, preceptor, que había sido, de uno de los
hijos de Alfonso XIII. Aquella misma mañana le habían amenazado gentes del
pueblo del que era originario, con irle a recoger la noche siguiente a la
cárcel para darle el "paseo". Pretendían con ello darle la ocasión de
"saborear", anticipadamente y durante muchas horas, el triste fin que
le esperaba. Pedí poder ver a ese hombre y le prometí mi ayuda, para evitar su
asesinato. Primer acudí al Ministro vasco Irujo que, en una visita anterior, me
había prometido apoyar mis esfuerzos humanitarios. Pero ya se había trasladado
a Barcelona con el Presidente Azaña. Me fui luego, por la tarde, a ver al
ministro de Aviación, Indalecio Prieto. Era el hombre clave del Partido
Socialista. Por su orientación moderada, frente a la extremista de Largo
Caballero, había quedado como en la retaguardia de la vorágine del proceso
revolucionario. Al constituirse el nuevo gabinete a principios de septiembre,
Largo Caballero se puso al timón con su equipo e Indalecio estimó procedente,
por pura disciplina, aceptar un puesto entre sus "camaradas" más
radicales. Yo había tratado con él varias veces, primero de temas noruegos de
negocios y, después, de asuntos relacionados con la protección contra el crimen
y tenía la impresión de que, –debido en parte a su inteligencia equilibrada y
en parte a una cierta bondad, muy controlada sin embargo por la picaresca de la
política–, él era enemigo de aquellas formas de proceder. Acudí a él y se
ofreció a intervenir en la medida de lo posible, pero advirtiéndome que lo
único que podía hacer era transmitir mi ruego a Galarza, Ministro de Gobernación,
(Interior), de quien dependía el asunto, sin poder garantizar el éxito. Yo le
repliqué que para mí, no se trataba de tranquilizar mi conciencia, ni tampoco
de intentar alcanzar un éxito sino, única y exclusivamente, evitar el crimen.
Entonces me dijo que lo mejor sería que yo mismo hablara con Galarza. Yo, en
cambio, veía que mis argumentos estarían muy lejos de tener el mismo peso que
el suyo a lo que me replicó: "Galarza le da a Ud. diez veces más
importancia que a mí".
Entonces le pedí que me pusiera en
comunicación telefónica con Galarza, y lo hizo lnmediatamente.
Galarza se declaró dispuesto a recibirme
enseguida. Me trasladé a su Ministerio y me pasaron a su despacho sin tener que
esperar. Era de suponer que estaba perfectamente informado en cuanto a mi actitud
dentro del cuerpo diplomático en asuntos relacionados con el asesinato de
presos y con la protección de los mismos, y sabía que allí se me escuchaba. Me
recibió con perfecta cortesía. Por mi parte no le traté con los modales
democráticos al uso, sino ateniéndome a la etiqueta diplomática. Después de
exponerle mi caso y prometerme él, firmemente, cursar enseguida la orden de que
ese hombre fuera trasladado a la Dirección General de Seguridad, de forma que
los asesinos perdieran su rastro; me dio espontáneamente, una explicación
acerca de determinadas medidas que se habían tomado, unos días antes, en las
prisiones. Hizo hincapié, especialmente, en que había prohibido el permiso,
hasta entonces vigente, de las visitas diarias dejándolas en quincenales, porque
se había visto obligado, en vista de la situación militar, a trasladar a otras
prisiones a determinadas categorías de presos.
La decisión sobre las visitas diarias,
fue consecuencia de lo que ocurrió en un pueblo de los alrededores de Madrid,
cuando, debido a que se les había comunicado, supieron varias horas antes el
traslado del primer transporte y fueron a por ellos con el asesinato de los
presos y de sus guardianes. Desde la prohibición de las visitas diarias se
había conseguido que un segundo transporte se realizara sin ningún
contratiempo.
A continuación, discutimos a fondo
acerca de la situación del abogado de la Legación de Noruega, La Cierva, y me
aseguró que ya había dado orden de que éste fuera uno de los primeros casos que
se sometiera a los "Tribunales de procesamiento sumario" de nueva
creación. El caso del documento falso no era muy grave; verdad es que había aún
una denuncia contra él, pero tampoco era grave (parecía realmente conocer el
asunto en todos sus detalles), de modo que esperaba que se aclarara en breve
plazo, su situación jurídica y se pudiera volver con su padre, al que Galarza, naturalmente,
como abogado y político, conocía muy bien.
Por la noche, a las once, llamé a la
Dirección General de Seguridad para preguntar si estaba allí nuestro hombre. Me
contestaron que el propio Director General quería hablar conmigo. Me dijo que,
efectivamente, allí estaba. Al preguntarle yo qué iba hacer con él, me replicó
que iba a examinar su expediente para ver si lo podía poner en libertad; se lo
había recomendado el Ministro con gran interés. A la mañana siguiente,
telefonearon de la Dirección General para que fuera a recogerlo. Cuando llegué
allí, nadie sabía nada acerca de quién había dado el recado por teléfono.
El Director y el Subdirector se habían
ido a dormir después de cumplido el servicio de noche y ninguno de los
secretarios sabía nada de la puesta en libertad que se me había comunicado. Por
la tarde volví otra vez y cómo se me respondía con evasivas, organicé tal
escándalo que el Director, al oírlo, me rogó que pasase a su despacho. Afirmó,
asimismo, no saber nada de la llamada telefónica (cosa que no creí entonces y
sigo sin creer) pero que por la noche estudiaría el asunto porque el ministro
tenía mucho interés en ello.
De hecho, a la mañana siguiente me
telefonearon de nuevo para decirme que ya podía recogerlo y, efectivamente, me
lo entregaron. Era algo tan inusitado, que un militar sobre el que pesaban muy graves
acusaciones quedara liberado sin proceso judicial y entregado a una Legación,
que sólo se podría explicar por la suposición de que Galarza quisiera ganarme a mí para que influyera en el Cuerpo
Diplomático a su favor. Ya era de temer la ocupación de Madrid por las fuerzas
nacionales y más de uno de los hombres que ejercían el mando, "coqueteaba”
para “colarse" en alguna representación diplomática.
Siete mujeres desaparecen sin dejar
rastro
Dada la inseguridad reinante, cuando yo
tenía que hacer visitas que implicaban un contacto, por mi parte, con los
milicianos, me llevaba a un miembro de mi guardia, casi siempre al Cabo y, por consiguiente,
al de mayor antigüedad en el servicio. Este hombre de unos cuarenta años de
edad, procedente de una familia de labradores de Castilla la Vieja había sido,
durante años, asistente de un coronel de la Guardia Civil (cuerpo de guardias
rurales, protectores del orden, en quienes más se confiaba) y mantenía una
fidelidad incondicional a la familia del mismo. La Guardia Civil había sido
"politizada", en la zona roja, poco después de estallar la guerra
civil y quedó rebautizada como "Guardia Nacional", ya que los padres
de nuevo desorden que ahora llevaban el timón, odiaban hasta su venerable
nombre. Aprovecharon la ocasión, para separar totalmente a los oficiales antiguos
que aún quedaban y a gran parte de la tropa antigua, en la que con razón, no
confiaban en cuanto a su adhesión al caos reinante. En parte los echaron y en
parte los asesinaron, sin más.
Es su lugar llenaron el cuerpo de
bolcheviques asiduos que no necesitaban cumplir las condiciones antes
indispensables, sino únicamente, acreditar con su pasado que llevaban en la
sangre los "nuevos conceptos del servicio y del derecho". Esta gente
había tenido ya relaciones con la Guardia Civil de antes, en muchas ocasiones,
pero como "objeto", es decir, como delincuentes y no como "sujeto",
no como guardias. Por ello les complacía, en grado sumo, el desprecio sin
paliativos de sus "nuevos camaradas".
Durante el mes de septiembre de 1936, el
Cuerpo Diplomático tuvo que comunicar al Gobierno la creciente inseguridad en
que se encontraban las representaciones diplomáticas. Se habían producido más una vez
conatos de asalto por parte del populacho. Para prepararlos, se había intentado
sustituir por elementos nuevos a los miembros antiguos de la Guardia Civil que
tenían a su cargo la custodia de las representaciones diplomáticas extranjeras.
El Cuerpo Diplomático amenazó con su salida colectiva de Madrid si no se le
daban garantías suficientes en cuanto a su seguridad y a su abastecimiento de
comestibles. Entonces el Gobierno concertó con el Cuerpo Diplomático un pacto escrito,
con arreglo al cual se comprometía a no modificar ni el número de miembros, ni
la composición individual de la guardia existente en cada representación
diplomática para su custodia, sin la conformidad expresa de la misma. Los seis
guardias que me correspondían se alojaban con sus esposas e hijos en los sótanos
de la Legación. Tengo que anticipar este dato, para mejor entendimiento de los
episodios siguientes, sin perjuicio de mencionarlo de nuevo.
El Coronel de la Guardia Civil antes
mencionado estaba preso en la cárcel Modelo de la Moncloa. Tras una de mis visitas
a dicha prisión, encontré a mi Cabo de conversación con dos señoras mayores,
que me presentó y que eran la esposa del Coronel y su cuñada. Dichas señoras, llevaban horas esperando, como
muchas más, para que las dejaran entrar a ver a los presos. Lo hacían en grupos
de unas cien mujeres cada vez, a las que se introducía en una sala. Separados
por un pasillo de unos tres metros de ancho aparecieron, al otro lado, tras
unas rejas de alambre, los presos correspondientes. Era, naturalmente, casi
imposible entenderse, con ese ruido, de un centenar de voces. Hacía ya meses
que esas mujeres sólo veían así, a sus maridos, una vez por semana. Hice entrar
a las señoras, bajo mi protección, en el
interior de la cárcel y conseguí que llamaran a sus familiares a las celdas
individuales utilizadas por los abogados, donde por primera vez pudieron hablar
con ellas y abrazarse.
A finales de octubre, al regresar con el
Cabo, al mediodía, de una de aquellas visitas a la cárcel, nos contó su mujer,
desecha en lágrimas, que habían ido a verla dos muchachas de servicio de la
familia del Coronel y le habían contado que dos días antes, al atardecer, un
grupo de gentes armadas habían sacado de la casa a toda su familia compuesta
por cinco señoras y dos jovencitas muy lindas, y se las habían llevado en un
coche junto con las dos muchachas de servicio. Durante largo tiempo, las llevaron
en el coche de un lado para otro, con el propósito de desorientarlas, hasta que
llegaron a una "villa" solitaria, las hicieron bajar del coche y las
encerraron en un cuarto, mientras que al resto de las señoras las llevaron a otra habitación
contigua, desde donde comenzaron a oír voces altisonantes de hombres y más
tarde quejidos y llantos de las mujeres. Después de estos momentos de angustia
las condujeron al cuarto desde donde procedían aquellos lamentos y vieron
horrorizadas en el suelo grandes manchas de sangre, y unos seres despreciables
que se dispusieron a hacerles un interrogatorio empezando por recriminarles los
sentimientos de adversión, al ver la sangre derramada, al tiempo que les decían
con el mayor cinismo, que las habían pinchado a las señoras con alfileres en
los pechos, y las habían sometido a otros tormentos. Terminado este macabro espectáculo
las volvieron a llevar en un auto otra vez de acá para allá, con los ojos
vendados, hasta que finalmente las dejaron en Madrid.
A las señoras ya no las habían vuelto a
ver, aunque parece ser que también se las llevaron de aquella casa, a paradero
desconocido. Más tarde me enteré por el novio de una de estas chicas,
anarquista conocido, que este acto de vandalismo fue realizado por iniciativa y
encargo de la Guardia Nacional y que, al enterarse de que su novia había sido
llevada junto a las señoras, recorrió con otros de su ralea todas las
"checas" que ellos conocían en los alrededores de Madrid, amenazando
si no aparecía su novia.
Me fui inmediatamente a la policía,
hablé con los tres hombres más responsables exigiendo de ellos que se pusieran
inmediatamente en marcha las investigaciones, para saber qué había sido de las mujeres
desaparecidas. Hicieron una gran demostración de celo. Volví tres días seguidos
a la policía en busca de resultados. Me aseguraban, expresándome su más vivo
disgusto, que no habían encontrado rastro alguno de las mujeres, pero me
quedaba, trás las muchas conversaciones mantenidas, la impresión de que no se
había dado ni un paso para averiguar algo sino que adoptaban una actitud
hipócrita aparentando indignación, frente al molesto diplomático. En realidad
la policía procuraba no entorpecer el entramado de las "checas"
secretas y participaba por añadidura, en sus manejos, en muchos casos ante los
que se inhibía la acción oficial, como luego tuve, con frecuencia, la ocasión
de comprobar.
La impotencia del Gobierno frente a las
bandas asesinas de las organizaciones políticas, era cosa que en gran parte se
fingía expresamente. En el fondo, el Gobierno aprobaba los horrores de las "bandas”
pero creía salvar su responsabilidad, haciendo como que no podía dominarlas.
Tuve ocasión de hablar de este problema con diferentes Ministros. Siempre se
lamentaban, encogiéndose de hombros, de que el movimiento popular hubiera
venido acompañado de "algunos excesos", pero era a los rebeldes a
quienes les atribuían la culpa, por haberles mermado los efectivos de tropas,
de forma que el Gobierno se había visto obligado a utilizar la Policía, en
campaña, en lugar de emplearla en mantener el orden público. Tales
declaraciones obedecían sin duda a una consigna estudiada que no reflejaba la
realidad ya que cada ministro coincidía en la misma justificación, sin reconocer
un mínimo de culpabilidad, como evidenciaban los hechos.
Las siete mujeres habían desaparecido
totalmente sin que yo pudiera descubrir su rastro, a pesar de las
investigaciones practicadas por mi en los registros de asesinados de Madrid y
pueblos vecinos.
Ante situación tan enojosa, solicité de
la Dirección de la Policía el envío, por la tarde, a la Legación, de dos
funcionarios, para que interrogaran a las dos muchachas del servicio a las que
cité para que acudieran a la misma. Los dos policías sí vinieron, pero una de
las muchachas se negó a prestar declaración por miedo a sufrir represalias. Su
hermano, un miliciano bastante zafio, amenazó con disparar toda la carga de su
pistola contra la Legación si intentábamos que declarara. Las dejamos marchar
y, en su lugar, el Cabo y su mujer refirieron lo que las muchachas habían
contado por la mañana. Uno de los policías, un joven rojo fanático de unos
veinte años, falseó la declaración como si fuera una acusación contra el
Gobierno y la mandó, en forma de denuncia al Comité Central de la
Guardia Nacional. El Presidente y
Vicepresidente de este último eran dos "buenas piezas" que por su
conducta vergonzosa habían sido con anterioridad expulsados de la Guardia Civil
y ahora, lógicamente, se hallaban en su deshonrada cúspide. Les sentaba
especialmente mal ese interés por descubrir a los secuestradores de las
señoras, seguramente porque ellos mismos
eran cómplices y el coronel antiguo, era, eso sí, campechano con ellos, pero en
cuanto al servicio, un superior severo.
En lugar de los criminales, que quedaban
sin castigo, se perseguía ahora al testigo dispuesto a ayudar.
Yo, naturalmente, no sabía nada de toda
esa intriga y no me enteré hasta después, de relacionar unos hechos con otros.
Todavía era yo lo suficientemente ingenuo como para creer que los organismos estatales
no compadreaban con los delincuentes "incontrolados". El futuro me
proporcionó generosamente, pruebas de lo contrario.
Ametralladoras contra la
extraterritorialidad
Unos días después, a principios de
noviembre, me despertó, a las doce de la noche, el Cabo de Guardia; me dijo que
abajo había un superior que le requería para que se fuera con él al cuartel. El
hombre me enseñó un escrito en que el firmante, Vicepresidente de la Guardia
Nacional, autorizaba al mismo (al superior) y a un "camarada" para
recoger de la Legación de Noruega, al Cabo y llevárselo a "su Excelencia
el Ministro de la Gobernación".
Antes de continuar, y para comprender el
riesgo de inseguridad en que se vivía, tengo que decir que a la mañana
siguiente me comunicaron que algunos de los refugiados alojados en el sótano se
habían despertado al oír un automóvil que llegaba. Oyeron, asimismo, que se
bajaban tres miembros de la Guardia Nacional y daban palmadas para llamar al
sereno que tenía que abrirles, con arreglo a la costumbre española, ya que en
esta tierra nadie tiene llave de la casa donde vive. La nuestra no estaba,
naturalmente, en poder del sereno, que era rojo; la puerta estaba además bien
asegurada con cadenas y un cierre metálico. Mientras esperaban, el que parecía
capitanearlos le dijo a uno de ellos:
"Te lo llevas en el coche, calle
arriba, al solar y lo líquidas allí mismo".
El Cabo, a quien había despertado el
centinela que estaba de guardia en el zaguán, y que era precisamente la persona
que ellos querían llevarse, había acudido a la puerta y, cuando vio que se trataba
de un superior de su Cuerpo, le dejó entrar a pesar de la severa prohibición
que existía en contra. Por ese motivo mi comunicado al día siguiente dirigido
al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) señalaba la prohibición incumplida
de la orden expresa en los siguientes términos: "El Encargado de Negocios
manifiesta que el mencionado guardia, no puede abandonar la Legación sin que
antes se trate el caso con el Ministerio de Estado y el Cuerpo Diplomático y
que se ruega tengan a bien abandonar el territorio noruego en el que se
hayan". Primero se resistieron afirmando que ellos eran la "autoridad
suprema" en Madrid, y exigían que el guardia que buscaban, les llevara él
mismo la respuesta.
Pero obedecieron a un segundo
requerimiento y se fueron.
A continuación comuniqué inmediatamente
el incidente al secretario del Ministro de la Gobernación, conocido mío;
ministerio de quien depende la Guardia Nacional, y le informé, asimismo, de la
frase ordenando la muerte del Cabo, que habían oído mis refugiados; a todo lo
cual, me prometió dar conocimiento y curso del hecho.
A la mañana siguiente, se me avisó de
que había llegado un vehículo ocupado por Guardias Nacionales; el
Vicepresidente del Comité nacional exigía, al parecer, pasar inspección a los miembros
de nuestra guardia. Ordené al guardia que dejara sus armas delante de la puerta
y pasara él sólo al zaguán. Era el mismo que en la noche había dado orden de
"liquidar" al Cabo. Lo que quería discutir era el por qué yo no se lo
había entregado aquella noche. Le declaré al respecto que yo no quería tratar
ese asunto más que con el Ministro de Asuntos Exteriores (Ministerio de Estado)
ya que con el organismo del que ellos dependían yo no tenía relación alguna, y
le despaché.
Una hora más tarde, me anunciaron la
aparición del Presidente del Comité Nacional con tres coches y unos veinte
guardias fuertemente armados. También a él le obligué a dejar las armas delante
de la puerta e inmediatamente le invité a subir, él solo, a mi despacho,
situado en la planta cuarta.
Declaró que venía con orden personal del
Ministro de la Gobernación (Interior), Sr. Galarza, de que le entregara a los
seis miembros de mi guardia. Me negué categóricamente a ello, apelando al convenio
por escrito, concertado con el Gobierno, en el sentido de que no podría
introducirse modificación alguna en el mismo, sin mi consentimiento. Yo estaba
dispuesto a discutir el asunto con el Cuerpo Diplomático y con el Ministerio de
Estado y a enterarme de las posturas adoptadas, en principio, al respecto por
el Cuerpo Diplomático, pero no acataba órdenes del Ministerio de la Gobernación
(Interior), con el que no me ligaba relación oficial alguna.
Este joven de unos veintiocho años de
edad, con un pasado de muy dudosa reputación, como ya queda mencionado, sólo
sabía repetir: "Si Ud. tendrá la razón, pero yo tengo órdenes del Ministro
y las tengo que cumplir". Finalmente y como viera que con lo de "su
ministro" no conseguía nada, se conformó con mi promesa de plantear
inmediatamente la cuestión al Cuerpo Diplomático y, juntamente con éste, al
Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores), con el fin de llegar a una solución
de principio, y se retiró.
Apenas había llegado abajo en el
ascensor, cuando algunos jóvenes refugiados, corrían hacia arriba para
comunicarme que los Guardias que esperaban en la calle empujaron la puerta, al
tiempo que la estaban abriendo al Presidente para que saliera, y habían
conseguido entrar e invadido el zaguán.
Yo por precaución había mandado encerrar
a nuestro Guardia en el sótano y ahora ordenaba a los refugiados, en turno de
guardia, que se retiraran del zaguán a los pisos más altos.
Bajé al zaguán y lo encontré lleno de
tipos mal encarados con uniforme de la Guardia Nacional, con grandes pistolas
ametralladoras en las manos. En el último escalón me encontré, de cara, con el "Presidente".
Le grité en tono imperativo y
amenazador: "¿es usted el hombre con el que acabó de negociar? ¿No acordó
usted conmigo, en esperar hasta que yo solucionara este asunto con el Ministerio
de Asuntos Exteriores?"
El insistió que tenía que cumplir las
órdenes del Ministro. Yo me puse a vociferar lo más alto posible diciéndole que
él se hallaba en territorio noruego y que tenía que salir inmediatamente de la
casa con toda su banda y, si pretendía quedarse, tenía que empezar por matarme
a mí ya que yo no estaba dispuesto a aguantar semejante transgresión.
A esto replicaba que no me quería matar
y que se quería ir, pero que, primero, quería relevar la guardia. Le grité que aquí
no tenía absolutamente nada que hacer, sino salir inmediatamente a la calle ya
que estaba dispuesto a arrancarle, de un momento a otro, a pesar de mi edad, la
nariz de la cara. El bigote erizado, el pelo largo, agitado al aire y los tacos
y palabras fuertes con que aderecé mi discurso, dieron como resultado que todo
aquel montón de gente se volviera, gruñendo, hacia la puerta que yo mismo cerré
detrás de ellos.
A través de los cristales vi que aún se
quedaban algún tiempo junto a sus coches, mirando hacia la puerta. No podía
concebir todavía que tantas pistolas hubieran tenido que ceder ante un anciano
indefenso.
Una hora después tenía yo al teléfono al
Ministro Galarza. Exigía la entrega de mi guardia, que dependía de él: poder
disponer de sus hombres libremente era para él una cuestión de prestigio, y no podía
consentir que se le presentara resistencia alguna. Yo le repliqué que no se
trataba de prestigio ni de resistencia, sino de la fidelidad a un convenio con
el Gobierno que también le obligaba a él. El asunto, como ya se lo habría
comunicado su subordinado, el Presidente de la Guardia Nacional, lo estaba
tratando legal y reglamentariamente, el Cuerpo Diplomático con el Ministerio de
Estado por lo que entretanto, tendría
que esperar con paciencia, puesto que yo no mantenía con él relaciones oficiales.
Aquel hombre, conocido por su violencia y sus malos sentimientos, se irritó
sobremanera ante esta respuesta. Para no reconocer que se veía forzado a llevar
a cabo toda esa acción bajo la presión ejercida por el Comité Nacional de la
Guardia Nacional, a la que temía, sostenía que había recibido de las
autoridades militares la orden de que los efectivos dedicados a la custodia de
la totalidad de las representaciones diplomáticas se personara, antes de las
seis de la tarde, en tales y tales cuarteles para salir inmediatamente hacia el
frente. Mentía descaradamente, para intimidarme sin duda, ya que se daba cuenta
de que, por sí solo, no podía. Yo mantenía impasible mí inatacable punto de
vista.
A continuación, declaró, ya fuera de sí,
que si yo no mandaba, antes de las seis, a esos hombres a los cuarteles
correspondientes, él los sacaría violentamente de la Legación. Entonces yo le
dije: "¿Me amenaza Ud. con violar la extraterritorialidad noruega y con
derramar sangre, para incumplir un Convenio? Pues por las buenas no le voy a
dejar entrar”. Él no estaba amenazando, me replicó, pero sí que impondría por
todo los medios su autoridad y retiraría sus hombres. Era a todas luces inadmisible,
que esa gente estuviera dentro de la Legación; a partir de entonces iba a
mandar fusilar a cualquier hombre que pisara una representación diplomática. El
ministro Galarza, hijo descarriado" de una buena familia de militares, era
tristemente célebre por su mal carácter y resentimientos. Su intervención
personal había convertido el incidente en asunto oficial para el Cuerpo
Diplomático, con características francamente preocupantes. Por lo tanto,
convoqué al Cuerpo Diplomático con el fin de prepararnos para un segundo ataque
armado de Galarza, ataque con el que, a todas luces, podíamos contar. Acudieron
inmediatamente un buen número de colegas de diferentes países, destacando entre
ellos, el Decano y el Secretario general del Cuerpo Diplomático.
Poco después de las seis, repitió
Galarza su llamada telefónica insistiendo aún más en su amenaza a lo que yo
contesté asimismo a tono, que yo no iba a cambiar de actitud antes de que el
Cuerpo Diplomático adoptara una decisión, y que dejaría caer sobre él la
responsabilidad con todas las consecuencias de una acción violenta.
El Decano se puso entonces en
comunicación telefónica con el Ministro de Estado, el no menos tristemente
célebre Álvarez del Vayo, que intentaba rehuir la competencia que por
obligación le incumbía y procuraba traspasarla toda al Ministro de la
Gobernación. Luego habló con el Presidente del Consejo de Ministros, Largo
Caballero, quien con su limitación habitual consideraba anticuado el convenio
(éste tenía poco más de un mes de antigüedad) y superado ya por los
acontecimientos, se negaba reconocerle valor y no se recataba de dar a entender
que lo consideraba como una trampa, encaminada a motivar a los diplomáticos
para que se quedaran.
En resumidas cuentas, el Cuerpo
Diplomático se veía frente a la realidad de que estaban expuestos, junto con
sus refugiados, a la mala voluntad de una sociedad de prestidigitadores para
los que un Convenio no representaba más que un medio para engañar mejor.
A las nueve, volvió a llamar Galarza. Se
iba a cenar en ese momento pero quería tener la contestación antes de la
medianoche. Su tono era ya más moderado; se había dado cuenta de que no podía
"meter la cabeza por la pared" y procuraba ahora salvar su prestigio
ante el Comité Nacional, que le utilizaba como instrumento para satisfacer sus
antojos asesinos. Los colegas me pidieron que, con miras a la negativa de los
demás Ministros, cediera a la citada exigencia con el fin de evitar medidas
violentas que también podrían tener malas consecuencias para otras Legaciones.
A las once de la noche, telefoneé a Galarza para decirle que, a petición del
Cuerpo Diplomático, me había decidido a entregarle los hombres de la guardia,
pero no por la noche sino a la mañana siguiente y a un oficial de la Policía y
no a la gente del Comité Nacional. Pareció alegrarse mucho de que se le abriera
el callejón sin salida, en el que se había metido, por cuestiones de prestigio,
y añadió que a la mañana siguiente me mandaría un relevo de toda confianza. Le
repliqué que renunciaba a ello y, al objetarme que, naturalmente, él tenía que
proteger los edificios de las embajadas y legaciones, le dije que eso había que
hacerlo en la calle, ya que yo no iba a dejar entrar en el edificio a nadie de
su gente.
A la mañana siguiente, un oficial
recogió a los seis hombres; inmediatamente después, vino el Presidente del
Comité Nacional con un relevo y se quedó muy decepcionado al ver que había llegado
tarde para echarles la garra por sí mismo. Le mandé decir que la guardia
tendría que quedarse en la calle; el portal ya no volvería a abrirse para
ellos. A partir de ese momento, los puestos de guardia de la Legación de
Noruega estarían en la calle, delante del edificio. Ni la lluvia ni el frío ni
un tiroteo les autorizaría para traspasar el umbral. Ante las observaciones que
ocasionalmente me hacían, yo les contesté que su Ministro había amenazado con
fusilar a cualquiera de los hombres que pisara una Legación y yo no quería
ponerles en semejante peligro.
Pero la historia de los seis hombres que
nos custodiaban, aún continuó. Primero, los encerraron a los seis, y a su Cabo,
en régimen de incomunicación. Transcurridas varias semanas, dieron libertad a
los otros cinco y les enviaron al frente desde donde algunos se pasaron pronto
a los nacionales. El Cabo fue acusado de desacato, desobediencia y de calumnias
al Gobierno, ante el Tribunal Popular.
En el transcurso de los meses
siguientes, tuve que recurrir tres veces al Presidente del Tribunal Supremo, y
una de ellas, a las doce de la noche al Comité de la Guardia Nacional, porque
llegué a enterarme que aquellos "hombres de bien" del Comité habían
decidido "dar el paseo" al Cabo, junto con otros guardias de la
antigua Guardia Civil. Querían, por encima de todo, quitarlo del medio, pero lo
impedí hasta que llegó el día de acudir a juicio. Me presenté yo mismo ante el
Tribunal e hice, como único testigo, mi declaración. Había conseguido que el
policía rojo rectificara su falsa acusación. El Cabo quedó libre. Pero ahora,
lo que ocurría era que el irritado Comité, obligado a tener que aceptar como mi
voluntad terminaba imponiéndose y les arrebataba su víctima, impugnaron la
sentencia y pretendieron condenar a aquel hombre con arreglo a su propia
"jurisdicción" y ello, lo pude saber, ya en
la siguiente noche. De nuevo tuvo que intervenir el Presidente del Tribunal
Supremo, quien convocó al Presidente y al Vicepresidente del Comité y les forzó
a aceptar mi solución; licenciar a aquel hombre, separándolo de la Guardia
Civil y entregármelo a mí, como elemento civil; así se hizo y al fin quedó a
salvo en la Legación.
Relato de un preso
Lo que ocurría en las prisiones, por
entonces, puede deducirse de la descripción de las jornadas carcelarias en "Ventas",
escrita por uno de los presos, que nos facilitó una visión de conjunto de sus vivencias
mediante un álbum ilustrado con dibujos, que nos entregó después de salir de la
misión y cuando ya estaba refugiado en la Legación de Noruega. Decía así: "Nunca
se me olvidará; eran las doce del mediodía del 30 de noviembre de 1936. En
nuestra celda, como en las demás, se presentó un grupo de individuos
acompañados de algunos jóvenes con pistolas; y, con ellos, uno que se
presentaba como jefe y que debía de ser un Comisario de la checa de Fomento 9,
comunista. Con ellos, entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los
presos, así como un jefe de milicianos, llamado Díaz, cuya presencia en
relación con este episodio nadie podía explicarse, si bien, más adelante, pude
experimentar, de modo directo, cuál era la razón de su aparición entre
nosotros.
Una vez hecho el recorrido, hicieron
formar a los presos como para pasar lista en el centro de la galería donde, con
gestos extraños, se reunió junto a nosotros el enigmático Díaz y entonces comenzó
a hablar el Comisario: "¡salud a todos! (Salud es el saludo bolchevique,
con el puño cerrado y en alto). La República se ve amenazada por el fascismo,
que ha intentado suprimir la libertad del pueblo e imponerle su yugo. El
Gobierno legítimo de la República reclama de vosotros que, en la medida de
vuestras fuerzas, la defendáis con el fusil, con el pico o con la pala,
llenando sacos terreros o abriendo trincheras. El que esté dispuesto ¡que dé un
paso adelante!”
Se produjo un silencio impresionante, un
cruce rapidísimo de miradas. Unos ochenta dieron al paso adelante, otros veinte
se quedaron donde estaban; entre ellos, yo. En ese momento mi vida pendía de un
hilo. Entonces, el ya mencionado Díaz, con ademanes medrosos y, procurando
pasar inadvertido, se puso discretamente detrás de mí y me: susurró: "¡Da
el paso, de ello depende tu vida!" yo di el paso al frente y entonces, al
verlo, también lo hizo el teniente coronel B.F. y tuvo suerte, pero cuando otro
quiso hacer lo mismo ya no pudo, porque le observaban. En medio del horror de
todo lo ocurrido, tenía yo al menos la satisfacción de haber salvado la vida a
uno que se guió por lo que yo hice”.
Anotaron los nombres de aquellos que no
habían dado el paso adelante y el grupo de los milicianos se trasladó a las
oficinas, de la cárcel donde establecieron siete tribunales ilegales para sentenciarnos.
Bajábamos, en cada ocasión, veinte para cada Tribunal. El mío, lo formaban un robusto
joven que llevaba un jersey gris y una jovencita que, según dijeron algunos, se
llamaba N.
M. Y era mecanógrafa de la Dirección
General de Seguridad. Estaba sentada frente a una máquina de escribir, pero no
la usaba y el joven estaba también sentado con una mesa delante. Éste me hizo las
siguientes preguntas (aún las estoy oyendo): "Siéntate" (todo ello
con gran grosería). Me senté a la mesa y me apoyé en ella. "No ¡sin
apoyarte!" "¿Cuánto tiempo has estado afiliado a la Falange?
Qué hiciste en octubre de 1934? (durante
el levantamiento comunista de Asturias) ¿Cuántos periódicos vendiste entonces
por la calle? (durante la huelga de la prensa de derechas).
¿Cuántos años tienes?,
¿Cuál es tu oficio?
¿Estás diciendo la verdad?
¿Qué quieres, jurar o prometer?
¿Eres cristiano?
¿Qué es lo que harías, si te dejáramos
en libertad?
¿Cuándo te cogieron preso?
¿Qué harías si te dejáramos en libertad
y vieras a la República amenazada por los fascistas?, ¡ah! ¿No la defenderías?
¿Quién responde por ti?
¿Tu nombre?
Finalmente, se opuso a mi intento de
apoyar documentalmente una de mis respuestas, de la que el dudaba. Escribió mi
nombre junto a esto:
"Evacuación". Se
confeccionaron tres listas, a saber: "Traslado a otra prisión"
"Evacuación" (?) y
"Libertad".
En la prisión de Ventas los dormitorios
estaban clasificados por profesiones; uno estaba ocupado por oficiales, otro
por clérigos. A los oficiales se les planteó asimismo la alternativa antes
descrita, pero ni uno solo dio el paso adelante. A ellos, junto a todos los que
no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la noche siguiente, a las dos de la
madrugada, sin más trámites y sin más ropa que la de dormir, en camiones y con
las manos atadas a la espalda, al cercano cementerio principal de Madrid,
situado al este de la ciudad, donde los fusilaron contra la tapia. En conjunto,
corrieron esa suerte en aquella noche, ciento ochenta hombres, todos
procedentes de esa prisión.
El relato de mi informador continúa y lo
transcribo para hacer pasar a la Historia, con toda su desnudez, los hechos
reales de aquélla época:
“Son las cinco y media de la mañana del
dos de diciembre de 1936, en la galería reina una calma absoluta, aunque no
duerme nadie. De repente se oyó un ruido de llaves y dos voces. Una de ellas llama
"¡ordenanza!" y le dice al preso que desempeña ese cargo: "abre
las celdas de aquellos a quienes yo llame". Llevaba once papeletas en la
mano y las alumbraba con su linterna eléctrica.
Daba muestras de tener mucha prisa por
llevarse a la gente a la que había venido a buscar. Todo ello iba acompañado de
palabrotas. Los desgraciados a quiénes habían llamado salieron fuera, y, con ellos,
un suboficial de la Policía Militar que era el que hacía de jefe del
dormitorio. Todos se portaban como valientes porque ya preveían la suerte que
les esperaba. Para ocupar el puesto del suboficial, me eligieron a mí que
resulté ser el más joven entre los jefes de sala de prisión y, tenía que
responder de ciento un hombres, hacer por ellos lo que buenamente podía frente
a los abusos de los milicianos y levantar el abatimiento de mis camaradas. ¡Y
además tenía que cumplir los últimos deseos y encargos de los desgraciados que
partían!.
¡Qué día aquel! y ¡qué noche, a la
espera de que amaneciera! y con la inesperada responsabilidad que se me había
venido encima. Eran las cinco y media de la mañana del día dos de diciembre.
Llevábamos hora y media oyendo entrar a
los camiones que venían a recoger más gente que el día anterior. Oigo dar
vueltas a la llave en la cerradura de la verja de hierro y pasos en la galería.
Una voz me llama ¡Responsable! Salgo y me veo al celador de la CNT, el peor de
todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano para llevarse a otros
diecisiete. Cojo la papeleta y me quedo sin voz al verme obligado a llamar a
mis compañeros para ir al matadero. Con el pretexto de meterles prisa, entro en
las celdas de los que había llamado evitando que entrara el celador. Así pude hacerme
cargo de sus últimos deseos y encargos; me entregaron cartas, fotos, anillos.
De lo que más les costaba deshacerse era de las cartas de sus madres y de sus
novias, etc. Sin embargo, en medio
de mi dolor, tenía la satisfacción de
poder hacer llegar todo ello a sus familias y de ser yo quien les comunicara la
suerte corrida por los suyos.
A uno de los llamados no podía
levantarlo del colchón, porque era víctima de un ataque en el que había perdido
el conocimiento. Aún me parece ver su mirada errante de un lado para otro, sin
un punto en que fijarla, que parecía la de un débil mental. Sólo a mí me
miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Yo le alcé un poquito, pero
volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El celador le puso su linterna ante
los ojos, pero la impresión que daba era de que no veía la luz.
El celador estaba furioso por el retraso
porque tenían mucho interés en acabar con esa expedición antes del amanecer.
Entretanto, bajaron los dieciséis y como el diecisiete no volvía en sí, tuve
que bajar a la enfermería a llamar a un médico, también preso, que le puso
debajo de la nariz no sé qué sustancia de fuerte olor. No volvió, sin embargo,
en sí, pero entonces el celador todo irritado dijo que había que sacarlo,
aunque fuera a rastras. Con otros tres camaradas levanté el cuerpo sin vida, lo
vestí y lo llevé allí donde ya estaban
reunidos los demás compañeros.
¡Qué horror! ¡Ese momento no se me
olvidará en la vida! En la sala de reunión de la cárcel, cuarenta hombres,
mejor diría "bandidos" armados con fusiles con bayonetas y
uniformados con abrigos de cuero, gorros rusos y otros aditamentos de cuero,
mandados por un individuo que llevaba el capote azul claro correspondiente a un
Oficial de Caballería, vigilaban a los desgraciados, de los que anteriormente
me había despedido. Pude ver que les habían quitado las mantas de cama, que eran
propiedad privada suya, y las habían amontonado en un rincón, así como el
jabón, la pasta de dientes, los peines, etc. pero lo peor era la retirada de
sus documentos que juntamente con otros objetos, hubieran servido para
identificarlos. Los ataron, no como otras veces, es decir de dos en dos, codo
con codo, sino individualmente, juntas las manos a la espalda, con cordeles muy
finos que les hacían un daño horrible. Ni el Director ni ningún Oficial de
Prisiones se dejaron ver en ninguna parte.,
Al entrar con mi compañero enfermo, sin
sentido, y querer llevarlo a uno de los coches, me gritó uno de aquellos
camaradas “¿A dónde vas con él? Lo llevo al auto. No, déjalo ahí, ¿Qué le pasa?
Que le ha dado un ataque y está como un
pelele, no se tiene de pie. ¡Déjalo ahí!, dijo señalando el montón de mantas.
Allí lo dejé tumbado, sin sentido como antes. Recuerdo las palabras llenas de crueldad,
pronunciadas por uno de esos tíos, señalándolo: “¡A éste ya no le da otro
ataque!”.
Aquella mañana se llevaron en total a
veintitrés. Nunca se me olvidará la despedida de esos desgraciados destinados a
encararse con la muerte. De ello estaban convencidos, pero iban con paso firme,
valientes como si no fuera con ellos. Me abrazaban y cuando yo caía en sus
brazos, también en mí crecía un espíritu de valentía. ¡Adiós, hasta que Dios
quiera! Les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir el ruido cada vez más lejano de
los motores de esos camiones, en los que unos patriotas españoles honorables
iban al encuentro de la muerte por manos asesinas!”
Crimen monstruoso
Volvamos a los primeros días de
noviembre de 1936. Las tropas nacionales presionaban, y se acercaban a Madrid
provocando el pánico que aumentaba al máximo y descargaba en estallidos de furor
y odio contra los indefensos cautivos. En esos trágicos días de noviembre las
mujeres de los detenidos acudían todas las mañanas a centenares para llevarles
algo de comida o alguna prenda de abrigo, soportando las mayores humillaciones
con los más groseros insultos cuando no eran tratadas a culatazos por lo que
más de una, fue detenida a manifestar su repulsa y protesta ante semejante violencia.
El seis de noviembre me encontraba en la
Cárcel Modelo de la Moncloa, cuando, por la tarde estallaron las primeras
granadas cobrándose varios muertos así como una serie heridos.
La actitud de los milicianos era
amenazadora y peligrosa y gracias, únicamente a mis buenas relaciones con los
funcionarios de prisiones podía aún visitar la cárcel y pasar algún rato allí.
Estaba muy preocupado por la suerte de los presos y entre los que eran objeto
de mi atención especial, por motivos de amistad o conocidos de otros, les pude
llamar al locutorio para infundirles ánimos.
En la noche del seis al siete de
noviembre el gobierno se había "evaporado" sin hacer ruido, ni dejar rastro,
ante semejante situación en la mañana del día siete recogí al Delegado del
Comité de la Cruz Roja y nos fuimos juntos en coche, a la cárcel Modelo. ¡Cuál
fue nuestra sorpresa cuando nos encontramos con que en la plaza que queda
frente a la cárcel estaba cerrada en semi-círculo por barricadas de adoquines
extraídos de la misma calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada,
en la entrada, prohibiendo su acceso!. Dentro de la plaza que quedaba cerrada
con las barricadas, había gran número de autobuses.
El centinela se oponía a que pasara
nuestro coche, entonces exigí que llamaran al Cabo de guardia y al no
comparecer, di orden al chófer de que pasara, sin que interviniera el
centinela. En el patio de la cárcel, todo estaba tranquilo y no se veía a nadie
más que a el centinela. Traté de ponerme en contacto con el Director, pero me
dijeron que desde la mañana temprano estaba en el Ministerio.
Busqué entonces al Subdirector, y le
pregunté lo que significaban todos esos autobuses.
Me
respondió que habían venido con objeto de trasladar a unos ciento veinte
oficiales a Valencia para evitar que cayeran en manos de los nacionales. Por lo
demás, no había novedad.
No es que desconfiara de aquel hombre, a
quién conocía como persona de toda confianza, pero sí dudaba de la
verosimilitud de sus informaciones, por lo que resolví acudir a la Dirección
General de Seguridad para tratar de averiguar algo con mayor exactitud y
renuncié por tanto a hablar con los presos. Fuera, en el patio, me encontré con
el principal responsable político de esa cárcel, un viejo comunista, de oficio
maquinista-ferroviario, con el que me llevaba muy bien, quien me había prometido
repetidas veces proteger de todos los peligros a las personas que yo le había
relacionado en una hoja y que estaban en la galería especialmente confiada a su
custodia. Me confirmó, exactamente, lo mismo que me había dicho el Subdirector
y atribuyó el número excesivo de autobuses para sólo ciento veinte presos a que
también tenían que recoger militares en otras cárceles. No sabía, todavía, cuando
tenía que efectuarse la ocupación de los autobuses.
Entonces, nos fuimos con el Delegado de
la Cruz Roja, a la Cárcel de Mujeres, donde todo iba bien y de allí nos
dirigimos a la Dirección General, donde en cambio, reinaba el caos. La noche
anterior el Gobierno se había ido, en secreto, a Valencia y con él, el Director
General, Manuel Muñoz, un nombre que habría que marcar a fuego. A mi pregunta
acerca de quién era ahora, en Madrid el responsable del orden, se me contestó
que al parecer Margarita Nelken (diputada socialista) ya que ésta se había
instalado, desde por la mañana, en el despacho del Director General. Nadie, sin
embargo, sabía nada concreto y oficial. Pedí que me dejaran hablar con ella,
pero transcurrido cierto tiempo le hicieron ver que se había ido. Yo lo que
pienso es que no quiso dar la cara. Le dejé una tarjeta, en alemán, en la que
apelaba a sus sentimientos humanitarios. En otra ocasión en que, por casualidad,
me la presentaron, en la Embajada de Francia, al dirigirle yo la palabra en mi
idioma me dijo que se le había olvidado el alemán, a pesar de que sus padres
procedían Alemania y que en su casa lo hablaban.
Nos pusimos en marcha con el fin de
encontrarla, pues nos importaba en grado sumo obtener garantías de que las
cárceles estaban custodiadas y controladas por la autoridad del Estado, porque
a pesar de las afirmaciones tranquilizadoras que habíamos oído, algo había en
el aire que nos hacía desconfiar. La buscamos en la Casa del Pueblo (la casa de
los sindicatos socialistas), en el Ministerio de la Gobernación (Interior) y en
otros organismos sin poder encontrarla
en ninguna parte.
El Gobierno se había marchado, sin
notificárselo al Cuerpo Diplomático y sin pedirle que le acompañara. ¡Eso era
un “precedente”, sin precedentes! Sólo, después, se procedió a una notificación
nada clara que ni siquiera aludía a la permanencia de los diplomáticos. Ante
situación tan delicada se convocó una reunión de todo el Cuerpo Diplomático.
También se convino en enviar una comisión a Miaja para tratar de la situación
de las prisiones. Yo no me quedé esperando; intenté actuar. En la Embajada de
Chile, se me acercó una dama extranjera
con una proposición fantástica: el Colegio de Abogados de Madrid estaba
dispuesto a poner a disposición del Cuerpo Diplomático su propia milicia, unos
cien hombres para proteger las prisiones. Yo debería ir allí para tratar con aquella
gente. Fui, y recibí, sí, ofrecimientos verbales, pero ninguna señal de la
existencia de una disposición práctica. Todos estaban bajo la presión de la
entrada de las tropas nacionales y a
todos les hubiera gustado asegurar su salvación a base de los servicios
prestados. Por otra parte, no se atrevían tampoco a mudar de “casaca” demasiado
pronto, porque ¿quién sabe?... Con tales vacilaciones, nada inmediato y
práctico podía emprenderse. Otra vez volví al Cuerpo Diplomático, donde se me
requería para enterarme de la respuesta de Miaja, que, según nos informaron, se
manifestó en estos términos: "Todo está en orden, el Gobierno tiene las
riendas del poder en la mano, no hay nada que temer, mis manos están firmes,
podéis confiar en ellas. Madrid resistirá, la ciudad está segura". Pero yo
pensaba en el número inquietante de autobuses estacionados en la Moncloa y
después de comer reanudé enseguida la búsqueda de la "responsable
Nelken", incluso en su domicilio privado donde, sin embargo, en aquel día,
aún no la habían visto. Más adelante, oímos que en ese mismo día había estado,
a primera hora de la tarde, en la Cárcel de Mujeres de Conde de Toreno. Por desgracia no pudimos
averiguar nada en ninguna parte.
Con motivo de tal búsqueda, cruzamos por
el barrio situado a orillas del Manzanares, que queda frente a Carabanchel,
tomado la víspera por los nacionales. Reinaba una calma singular en aquel "frente" a lo largo del río. Las
carreteras y los puentes estaban cortados, aparentemente con sacos terreros ya
destrozados. Montones de tierra formaba al borde del río, una línea defensiva
primitiva y endeble. Lo mejor eran las barricadas de adoquines arrancados de la
calle, que había en dos o tres sitios. Se veían, aquí y allá, impactos de
granadas de pequeño calibre. Pero lo increíble de dicho "frente" era
que estaba desguarnecido, apenas media docena de hombres, centinelas, detrás de
sacos terreros, fueron los que vi durante todo el recorrido a lo largo del río,
desde el Puente de la Princesa hasta el Puente de Toledo, donde, en la orilla
de enfrente, estaban los nacionales. Ni un solo disparo enturbió nuestro camino
que discurría inmediatamente detrás de la primera línea. Daba la impresión de
que ya no existía, en absoluto, actitud alguna de defensa, y que solamente
dependía de los que estaban al otro lado, saltar aquellos ridículos obstáculos
y entrar, marchando, hacia adelante.
Algunos días antes, cuando los nacionales
estaban aún a algunos kilómetros de distancia, había yo pasado en coche por uno
de dichos puentes, subiendo hacia Carabanchel. Los centinelas no planteaban
dificultades, aunque si miraban, por lo menos, nuestro salvoconducto antes de
dejarnos pasar. En aquel entonces, la línea, a todo lo largo del Manzanares y,
sobre toda las cabezas de puente, estaban ocupadas por un número bastante
importante de milicianos. La defensa de la principal carretera de acceso
consistía en un solo cañón melancólico, situado en la carretera, detrás del
montón de basura. Ahora que la cosa se había puesto seria, parecía que los
milicianos estaban de permiso. Asombraba que una línea tan débil pudiera
detener al enemigo, ni siquiera moralmente.
Abandonamos, pues, la infructuosa
búsqueda de la "mandamás" de la policía, M. Nelken, y acudimos al
Ministerio de la Guerra donde se encontraba el mando militar, recién nombrado,
al frente del general Miaja, que nos recibió enseguida y al que yo ya conocía
por otras ocasiones que tuve que entrevistarme con él. Le pedimos protección y
seguridad para los presos, que nos preocupaban mucho, y le contamos todo lo que
habíamos observado por la mañana en la Cárcel Modelo. Miaja nos prometió todo:
"a los presos no les tocarían ni un pelo". Le hablé especialmente de
mi abogado La Cierva y de su liberación. Miaja me aseguró que haría todo lo
humanamente posible por él. Eran las cinco y media de la tarde, y La Cierva
¡hacia ya dos horas que lo habían asesinado!, como me enteré después.
Al terminar la entrevista nos acompañó
un ayudante, al que yo conocía desde hacía tiempo, y nos recomendó que
esperáramos un poco, porque iba a tener lugar a continuación una reunión con
los representantes de los partidos del Frente Popular, donde se iba a nombra la
nueva "Junta de Defensa" de Madrid, y él nos presentaría al nuevo
Delegado de Orden Público, inmediatamente después de su nombramiento. En
efecto, al poco, se abrió la puerta de la Sala y acto seguido, afluyó a la
misma un muestrario de individuos representantes de los partidos en el
Gobierno, que eran reflejo de los distintos estratos populares, de donde se
habían reclutado: observamos el tipo algo aburguesado, engreído en su
superioridad, poco marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de
izquierdas; luego percibimos los hombres de aspecto hermético, pero fiero de la
juventud socialista-comunista y, finalmente los típicos representantes de los
"chulos" madrileños, los anarquistas de la F.A.I., que entraban
contorneándose y dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus
chaquetones de cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto. Eran los futuros
señores soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo. Fueron pasando y
desaparecieron dentro del despacho del general.
Mientras con impaciencia esperábamos el
final de la reunión, oímos hablar por el teléfono a otro ayudante, que
reflejaba a juzgar por sus palabras el pánico y el atolondramiento reinante en
Madrid.
Incluso dentro del Cuartel General, daba
la impresión que no existía una defensa organizada. Después de una larga
espera, apareció el ayudante acompañado de un hombre joven, alrededor de veinticinco
o treinta años, un "camarada" robusto, con un rostro de expresión más
bien brutal, y nos los presentó como el nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía
a las Juventudes Comunistas, la más encarnizada e insensible de todas las
organizaciones proletarias. Extremó su cortesía con los diplomáticos, con
quiénes establecía contacto por primera vez en su vida, y nos citó para
celebrar una entrevista, en su nuevo despacho, a las siete de la tarde.
Entretanto, habían dado ya las seis y a
mí me angustiaba de nuevo un oscuro presentimiento, de lo que pudiera estar
ocurriendo en la cárcel Modelo. Cuando, en plena oscuridad me trasladé allí y entré
en el patio, donde se encontraban desperdigados, cierto número de milicianos,
vino enseguida corriendo hacia mí el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con
ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo de llegar del Ministerio! Se refería al
abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva, por el que me había interesado
tanto. Me refirió, a continuación, que ya en las noches precedentes se había enfrentado
dos veces, durante horas, con milicianos que venían a llevárselo, discutiendo
con ellos e intentando salvarlo hasta el extremo de amenazarse mutuamente con
las pistolas. Esta vez, sin embargo, no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo
que ausentarse todo el día en el Ministerio. Al pedirle insistentemente
detalles, me contestó que se habían llevado varios centenares de presos para trasladarlos,
según rezaba la Orden de la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San
Miguel de los Reyes. Se los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera,
que era quien traía la orden.
Deduje por sus propias referencias que
él mismo veía el asunto con pesimismo y, al hacerle yo algunas preguntas
categóricas, me contestaba con evasivas.
El terror se hacía sentir en el ambiente
y se reflejaba en la figura de aquellos mozalbetes desempeñando como milicianos
el "servicio" de la defensa de la cárcel, ante la proximidad de las tropas
nacionales que ya se habían introducido en el casi circundante parque del
Oeste, oyéndose cercanos el tiroteo de que era objeto el edificio, así como el
fuego de las ametralladoras constituyendo aquella posición la piedra angular
para la defensa de Madrid.
Ya no podía quedarme allí más tiempo
porque tenía que recoger al Delegado de la Cruz Roja para acudir a la
entrevista con la nueva autoridad policial, tal como había quedado convenido
entre nosotros. La tal autoridad, se llamaba Santiago Carrillo, con el que
tuvimos una conversación muy larga en la que ciertamente recibimos toda clase
de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias con respecto a la
protección de los presos y al cese de la actividad asesina, pero con el resultado
final por todos percibido de una sensación de inseguridad y de falta de
sinceridad. Le puse en conocimiento de lo que acababa de decirme el Director de
la cárcel y le pedí explicaciones.
El pretendía no saber nada de todo
aquello, cosa que me pareció inverosímil. Pero a pesar de todas aquellas falsas
promesas, durante aquella noche y al siguiente día, continuaron los transportes de presos que
sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a
intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que ambos
estaban informados por nosotros.
A propósito de esta conversación
convendría destacar, además, la afirmación categórica que nos manifestó el
Delegado de Orden Público, de que Madrid se defendería mientras quedaran en la ciudad
dos piedras una encima de otra y un hombre que pudiera sostener un fusil y que
únicamente se podría tomar cuando no quedara sino un montón de escombros.
Tal es, ahora como antes, el espíritu
que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los
campos, parte importante de su programa y, la envidia, y el resentimiento su
móvil esencial. Yo les decía a menudo: "Estáis todos mal del hígado",
en efecto, no les gusta ceder lo que ellos no pueden mantener; encuentran
consuelo y satisfacción, en haber inutilizado a fondo, para otro, alguna cosa,
e incluso aunque ellos mismos ya no puedan sacarle utilidad. Lo mismo venía a confirmarme
y ello recreándose con gusto, un comisario de Policía en Madrid: "Cuando
tomen Madrid, la ciudad sólo será un montón de ruinas, todo está minado y antes
de entregarlo volará por los aires". Lo cual, naturalmente, no excluye,
sino al contrario, el que después, frente al resto del mundo, (cuyo horror ante
hechos tan vergonzosos, desconocen), atribuyan tal destrucción a enemigo.
Lo que sí tuvo cierta gracia fue que, al
separarme del Delegado de Orden Público en cuya mesa había depositado mis
papeles y, sin darme cuenta, cogí la copia de una orden secreta de Largo Caballero,
en la que se decía que el Gobierno "con el fin de poder seguir cumpliendo
su principalísima misión en defensa de la causa republicana, había resuelto
alejarse de Madrid y confiar a Miaja la defensa de la capital a cualquier
precio". Para apoyarle, como ya relaté anteriormente, se constituyó un
Comité de Defensa de Madrid, compuesto por todos los partidos representados en
el Gobierno, bajo la presidencia del propio Miaja. Este Comité quedaba
investido, por parte del Gobierno, de todos los poderes y atribuciones para procurarse los
medios necesarios para la defensa de Madrid, "medios que se activarán y
explotarán al máximo", y, "para el caso en que, a pesar de todos los
esfuerzos, tuviera que rendirse Madrid, dicha organización quedará encargada de
salvar todo el material de guerra, así como todo cuanto pueda parecer de
interés para el enemigo. En tal caso las tropas se retirarán en dirección a
Cuenca para establecer una línea defensiva en un lugar que señalará el General
en Jefe del Ejército".
Cuando regresé a casa, hacia las nueve,
me encontré con el recado procedente de otra Legación, que ésta había recibido
de la cárcel con destino a mí, según la cual Ricardo de la Cierva estaba en libertad.
Dado que tal mensaje no podía proceder más que muy en particular de uno de mis protegidos
de la cárcel, me fui de nuevo allí, en coche, hacia las diez para enterarme con
mayor exactitud. La cárcel Modelo estaba sumida en profunda oscuridad y en gran
agitación. En un amplio semicírculo en torno a la misma, retumbaba el fuego de
Infantería y caían granadas. Los parapetos, que yo había visto por primera vez
por la mañana, estaban ahora ocupados y aquella gente hacia fuego a la buena
ventura hacia dentro del parque circundante, en plena oscuridad. En el patio de
la Cárcel rondaban figuras sospechosas con cara de bandidos y naturalmente,
uniformados de milicianos. Las miradas que dirigían al inoportuno diplomático
no eran ciertamente nada amistosas.
Tardé aún en saber lo que esos tipos
tenían ya sobre su conciencia y los propósitos que aún abrigaban. Me fui para
adentro y pedí que me sacaran de su celda a mi protegido. Me informaron que se
habían llevado a gran número de presos, en el transcurso de la noche, en dos
expediciones, siempre por parejas atados el uno al otro por los codos y sin
poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba también La Cierva, que se
encontraba en otra galería distinta a la del responsable comunista a quien le
comprometí para que velará por la protección de mis protegidos, como así
ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran entregados todos los que
figuraban en las listas que ocupaban su galería. El mismo fue el que,
aprovechando la oportunidad que se le presentó de la presencia en la prisión de
una representación diplomática, encargó a un empleado de los diplomáticos para
que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya no estaba en ella; pero,
interpretando erróneamente el recado, lo que se me transmitió fue que estaba en
libertad. Esta noticia despertó en mí la confianza de que de alguna manera
hubiese podido eludir el transporte y me hizo concebir la esperanza de poder
seguir buscándole con la consiguiente incertidumbre.
Hacía ya algún tiempo que había yo
conseguido que La Cierva fuera trasladado también a la galería del responsable
comunista, que ya le tenía en su lista. Pero La Cierva no quiso abandonar su
galería porque en ella desempeñaba un cargo, como administrador de la caja de
la farmacia de socorro, que le distraía y al mismo tiempo le permitía atender a
sus compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente, fatal para él.
Cuando, cerca ya de las once de la noche
salía yo del interior de la cárcel otra vez al patio, me sorprendió el
interminable aluvión de hombres con cascos de acero que penetraban por la
puerta. Su aspecto era tan distinto del de los milicianos, que me dirigí a unos
cuantos y pude comprobar que todos, sin excepción, eran extranjeros.
Se trataba de la primera "Brigada
Internacional" que yo veía, llegada aquel mismo día a Madrid y que
quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya defensa habían de asumir. De
no ser por esa ayuda, repentinamente surgida, de soldados de mejor calidad
militar que los milicianos (eran gentes experimentadas en múltiples servicios
prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos, checos y también nórdicos)
quizás hubiera caído la cárcel en manos de las tropas nacionales en los
siguientes dos o tres días, con lo que se hubieran salvado los presos que aún
quedaban (de tres mil a cuatro mil). Los detalles que llegué a conocer de cómo
se efectuaban los transportes de presos me intranquilizaban, si bien por
entonces solamente los consideraba como crueldad superflua, sin calar todavía
en su verdadera importancia. No presentía aún los abismos de inhumanidad por
parte de unos y de negligencia por parte de los otros, los miembros de las
autoridades.
Para llegar al fondo del asunto, me fui
a la mañana siguiente, otra vez, a ver al Director de la cárcel Modelo. De sus
precavidas palabras, pude poco a poco, ir entresacando que no creía que los
presos hubieran llegado a los pretendidos lugares de destino. Me enteré de que,
en la noche recién trascurrida, habían salido otras dos expediciones en las
mismas circunstancias sospechosas.
Empezaba yo a barruntar la posibilidad
de que se hubiera cometido un crimen inaudito en el que, hasta entonces no
había podido ni pensar. El Director, con el fin de justificarse ante mí, me
enseñó un papel, en el que el Subdirector de la Dirección General de Seguridad
le ordenaba por escrito, con su firma, que entregara al portador del mismo los
novecientos setenta presos que éste le indicara, a efectos de su traslado a la
prisión de San Miguel de los Reyes en Valencia. Tuve conocimiento de que dicha
orden se la había dado al Subdirector, verbalmente, el Director General de
Seguridad, en la noche del 6 al 7 de noviembre, antes de su huida, y que tal
fue el precio que ese canalla de Director General, pagó a los comunistas, que le
vigilaban, para conseguir que le consintieran la huída. Supe, además, que tanto
el Subdirector como el Director de la cárcel habían intentado obtener de los
cabecillas un aplazamiento de esos "traslados" con el fin de ganar
tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino de por medio, como
de modo significativo, decía el Director), pero éstos se negaron a cualquier
aplazamiento invocando la orden del Director General, y se salieron con la
suya.
Los comunistas iban acompañados por
policías estatales, pertenecientes a la Brigada Criminal del Comisario de
Policía, García Atadell. El Director de la cárcel Modelo se sinceró conmigo en reconocer
que, consciente de su impotencia para intervenir en contra de ese plan que
detestaba, había preferido permanecer ausente de la cárcel todo el día. Pero lo
cierto es que tampoco se había atrevido a hacernos llegar indicación previa
alguna, ni a mí, ni al Encargado de Negocios de la República Argentina con el
que asimismo mantenía buenas relaciones personales.
Al cabo de unos días ingresaron en mi
Legación, en calidad de refugiados, dos presos liberados que habían actuado de
escribientes en una de las galerías, por lo que gozaban de mayor libertad de movimientos
y más posibilidades que otros presos de relacionarse con los milicianos. Me confirmaron
todas las cifras y detalles obtenidos y añadieron que esos policías habían
reclutado, de entre la guardia que custodiaba la cárcel, voluntarios para
"disparar", diciendo: "Hay poco tiempo para acabar con tanta
gente y nosotros somos pocos". Esos “voluntarios" contaban luego
detalles que declaraban su desnaturalizada crueldad, tales como que, unas veces
antes y otras después de disparar contra sus víctimas, les habían quitado sus
pitilleras, plumas estilográficas, botas; en fin, que se les desvalijaba hasta
de su propia vestimenta.
En los días que siguieron, iba tomando
cuerpo la verosimilitud de un crimen de dimensiones inauditas. Recogí
información en otras prisiones y pude comprobar que en San Antón y en la de Porlier
se habían producido, asimismo, "sacas" sospechosas; en la primera,
ciento ochenta hombres con dirección a Alcalá de Henares; en la última,
doscientos para Chinchilla. Pronto pude averiguar que de los ciento ochenta con
destino a Alcalá sólo llegaron ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron
por el camino! Otra expedición de unos sesenta y cinco procedentes de San Antón
afortunadamente se había retrasado algo y pudo salvarse en el último momento.
Ahora, se trataba de aclarar lo ocurrido
con los otros mil doscientos, procedentes de la cárcel Modelo y de la de
Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de determinadas relaciones, obtener
comunicación con el penal de San Miguel de los Reyes en Valencia y con el de
Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores pregunté, apelando a su
conciencia, cuántos presos, procedentes de las cárceles de Madrid, habían
ingresado en sus establecimientos
penitenciarios, durante la última quincena. En ambos casos me aseguraron,
extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no
habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la
prisión principal de Valencia, de donde recibí la misma información.
Ahora estaba claro: habían asesinado a
mil doscientas personas a las que había sacado de las cárceles con dicho fin,
ya que ni siquiera se había cursado el usual preaviso. Lo cursaron únicamente
en el caso de Alcalá de Henares, y si esto se hizo por error o distracción o
porque la decisión de asesinarlos partió de los acompañantes ya por el camino,
es cosa que no se pudo averiguar. La realidad fue que de San Antón salieron
tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía y otro por la tarde. El
primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los presos del segundo o
intermedio fueron asesinados sin excepción.
Entre ellos estaban los mejores
apellidos de España y, sobre todo, militares, oficiales elegidos para víctimas
con arreglo al buen parecer de los comunistas. Eran hombres a los que nunca se
había juzgado, ni siquiera acusado. Estaban presos desde que estallaron los
disturbios y, hasta entonces, se les había considerado como rehenes. Ahora lo
que importaba era seguir la pista de los hechos hasta descubrir el lugar del
crimen.
Guiándome por lo que se rumoreaba, oí
algo acerca de un pueblo que estaba a 20 km. de Madrid,
Torrejón de Ardoz, en la carretera de Alcalá
de Henares. Me fui hasta allí, me reuní con un antiguo conocido, agricultor, y
me encerré en su casa con él. Muy turbado, el hombre no quería hablar.
Estaba sobrecogido por el horror
reinante y me dijo que a él mismo, lo habían llevado ya para matarlo y que sólo
debía la vida a la intervención casual de otros; que le habían quitado todo y
que apenas se atrevía a pisar la calle. Le habían asesinado a un hermano,
empleado de comercio en Madrid que, para mayor seguridad, se había vuelto a su
pueblo. Costándome mucho trabajo y garantizándole, por mi parte, silencio
incondicional pude sonsacarle que había oído que algunos autobuses torcieron en
dirección al río Henares y que otros, según contaban habían ido hacia Paracuellos
del Jarama, que estaba en otra dirección. De detalles de lo ocurrido no sabía
él nada.
Todavía acudí a otra persona para que me
concretara algo esas noticias, pero me encontré con que negaba lisa y
llanamente tener el más mínimo conocimiento de aquello, de lo cual deduje que
en aquel pueblo la consigna dada era "silencio o muerte".
Me fui luego a hacer una visita a la
cárcel de Alcalá pensando en que quizá podría saber algo porlos que allí habían
llegado procedentes de San Antón. El Delegado de la Cruz Roja Internacional no me
acompañó, naturalmente, a las visitas secretas, ya que no hablaba español y su
presencia másbien hubiera entorpecido las cosas. En la prisión de Alcalá nos
encontramos con el Encargado de Negocios de Argentina, don E. Pérez Quesada con
el que yo ya había compartido con frecuencia tareas humanitarias.
Le hice partícipe de mis averiguaciones
y le invité a venir conmigo, pues yo estaba decidido a desviarme en el viaje de
regreso y, pasara lo que pasara, a encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.
Se mostró dispuesto a acompañarme y
fuimos un par de kilómetros por una carretera secundaria desde el pueblo de
Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí había, junto a la carretera,
una casa solitaria, que antes había sido una modesta casa de peones camineros.
La casualidad quiso que esa casa fuese precisamente aquella en la que en 1905,
el anarquista Morral tomó su último alimento en su huida por los campos,
después de haber arrojado la bomba contra la carroza real el día de la boda del
Rey Alfonso XIII. Allí le pidió sus papeles una patrulla de la Guardia civil
que iba de paso y él echó correr hasta un campo que había cerca, en el que se
suicidó con su pistola.
Delante de esta casa había algunas
mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de ahí, se bifurcaba un camino
rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río, en dirección a un castillo del siglo
XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce del río es profundo, en aquel
lugar y sus orillas están abundantemente cubiertas de árboles y de vegetación
de monte bajo. Yo sospechaba de ese camino en el que, sin embargo, no se veían
huellas del paso de coches que, por lo demás, hubieran tenido que apreciarse,
pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A las preguntas que, con precaución, les
hicimos acerca de los autobuses que habían pasado por allí el domingo anterior,
las mujeres respondieron, tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas
en esos mismos días, desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído nada.
Continuamos conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente
sólo estaba en ella la mujer. Esta nos contó sin apuros que, efectivamente, el
domingo por la mañana pasaron un buen número de autobuses, llenos de hombres
procedentes de Madrid, que torcían para entrar en el mencionado camino rural.
Al poco tiempo empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso era en el lecho
del río muy cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con
unos pocos.
Luego fuimos por el camino vecinal en
dirección al castillo y observamos el lecho del río. Debido al espesor de la
arboleda no pudimos dar con el lugar, ni siquiera yendo a pie. A continuación,
fuimos en coche hasta el castillo en el que yo entré. Allí estaban los hombres
que custodiaban un establecimiento de doma caballar alojado en dicha finca.
Pregunte por el “responsable”.
Afortunadamente no estaba allí. Luego me
dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano, y le pregunté sin
rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el domingo, dando por
sabido lo ocurrido. El hombre empezó a hacerme una descripción algo complicada
del camino. Le dice que sería mucho más sencillo que nos acompañara y nos
enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y nos condujo al lugar. A
unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en una zanja profunda y seca
que iba del castillo al río, y que llaman "Caz"; era una antigua acequia.
Ahí empezaba, en el fondo de dicha zanja, un montón de unos dos metros de alto
de tierra recientemente removida. Lo señaló y dijo: "aquí empieza".
Había un fuerte olor a putrefacción: por encima del suelo se veían
desigualdades, como si emergieran miembros, en un lugar asomaban botas. No se
habían echado sobre los cuerpos más que una fina capa de tierra. Seguimos la
zanja en dirección al río. La remoción reciente de tierra y la correspondiente
elevación del nivel del fondo de la cacera tenía una longitud de unos
trescientos metros! ¡Se trataba pues de la tumba de quinientos a seiscientos
hombres!, Tal como aún pude sonsacarle al miliciano, aquello había transcurrido
de la siguiente manera: los autobuses que llegaban se estacionaban arriba de la
pradera. Cada diez hombres, atados entre sí de dos en dos eran desnudados, o
sea que les robaban sus cosas, y enseguida les hacían bajar a la fosa, a donde
caían inmediatamente que recibían los disparos, después de lo cual tenían que
bajar los otros diez siguientes mientras los milicianos echaban tierra a los
precedentes. No cabe duda alguna de que, con éste bestial procedimiento
asesino, quedaron sepultados gran múmero
de heridos graves, que aún no estaban muertos, por más que en muchos casos les
dieran el tiro de gracia.
Ruego al lector que se detenga unos
minutos procurando concentrarse en la imagen del tremendo suceso que acaba de
leer: una mayoría de hombre jóvenes, en la flor de la vida, pendientes en todas
las fibras de su ser, de los suyos, padres, madres, esposas, novias, hijos, sin
haber infringido ninguna ley humana, se veían arrancados de una vida honrada, y
asesinados por sus compatriotas, aquí, al borde de una fosa, a pleno sol, sin
haber visto antes nunca a sus verdugos y tras haber sido robados y, después,
fusilados y enterrados, habiendo visto correr la misma suerte a sus amigos, parientes
o camaradas; y todo esto, únicamente por pertenecer a otra "clase".
Puede uno imaginarse la desconfianza y la desesperación de estos pobres seres
con respecto a la Humanidad ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que
merece la insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar excusa
alguna, basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que se atreve a inducir
a esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al mismo tiempo, tenga la
cobardía de querer después disimularlas o encubrirlas?
Pasados algunos días, unas personas pertenecientes
a otra Legación, que viajaron en un camión al pueblo de Torrejón para adquirir
patatas, sintiendo curiosidad por las noticias de las que yo había hecho
partícipes a los colegas, quisieron visitar el lugar. Llegaron a la ominosa
pradera y encontraron algunas tarjetas de visita y otros pequeños objetos
dispersos por allí, pero antes de que pudieran continuar su camino, salieron
violentamente por el portón del castillo un cuantos milicianos, bajo la
dirección del "responsable”, que les apuntaban con sus fusiles profiriendo
amenazas, con mucho griterío, de forma que apenas si pudieron huir hasta su
camión y largarse.
Sólo me faltaba esclarecer las demás
actuaciones asesinas. Mis anteriores acompañantes no mostraban mucho afán por
caer en ese avispero, así que el domingo por la mañana, una semana después de
los hechos aquí narrados, salí para allá con mi joven y animoso conductor y un "adolescente"
de setenta y cinco años, de origen portugués que había sido hacía años
secretario mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.
Dejamos atrás el aeropuerto de tráfico
civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia Paracuellos. Este pueblo está
maravillosamente situado sobre una elevación perpendicular al valle de dicho
río, desde el que se disfruta de una vista espléndida de Madrid y su meseta,
así como de la sierra de Guadarrama, más al fondo. Al llegar yo, había en un
lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive abrupto de la meseta al
valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza y fusiles al hombro. Me
acerqué a ellos y les pregunté acerca de las posibilidades que había en el
pueblo de comprar patatas para el Cuerpo Diplomático. Replicaron, recelosos,
que en ese pueblo no había patatas y que tendría que ir como a diez kilómetros
más allá para encontrarlas.
Me volví hacia el panorama que se
disfrutaba y dije, que quería admirar aquella vista, ya que no conocía el
pueblo y sus alrededores. Así empecé a andar paso a paso a lo largo del borde
mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia un corte profundo como un
barranco que me pareció muy sospechoso.
Dejé a mi “señor mayor” con los
campesinos para que los entretuviera y distrajera, pues enseguida me di cuenta
de la actitud, más bien de rechazo, en donde se habían dado órdenes severas y no
se fiaban de mí, de modo que de aquella gente no se podía sacar nada. Dos de
ellos me siguieron y me dijeron: "No vaya Ud. hacia esa parte, que están
queriendo probar una granada, y puede explotar de un momento a otro".
Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije "Estoy muy acostumbrado a las
granadas, no me asustan" y continué mi camino. Al borde del barranco vi a
tres muchachita sentadas que meparecieron más normales que aquéllos herméticos
labradores y aparentando no perseguir finalidad alguna, me fui hacia ellas. Los
labradores entonces las llamaron, diciendo que volvieran enseguida porque ahí
fuera había peligro. Pero yo ya me había adelantado tanto a mi "guardia de
honor" que pude aún alcanzar a solas a las muchachas en su trayecto de
vuelta y preguntarles, como si de algo muy sabido se tratara: ¿Dónde han
enterrado el domingo pasado a toda la gente que mataron aquí?
A lo que una pequeña de unos doce años
señaló enseguida hacia abajo, al barranco: "Ahí abajo en el barranco".
Mientras que la otra, de unos dieciséis años, que seguramente ya sabía más y
estaba más aleccionada, añadió rápidamente: "pero eran muy pocos como unos
cuarenta sólo". Entonces dije yo: “¡Vaya, pues autobuses había unos
cuantos!”, a lo que ella replicó, manteniéndose en lo dicho:
“No, era muy poca gente, igual que otras
veces que han matado a algunos aquí afuera, pero sólo a muy pocos, añadió,
¡para restablecer el orden, como estaba mandado!” Entretanto, las llamadas de los
hombres se hacían tan terminantes, que ellas se alejaron corriendo de allí. La
situación se estaba poniendo crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que
no era precisamente el paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les
saludé amistosamente y me fui.
Íbamos en el coche por una carretera que
seguía el trazado del río, entre éste y el mencionado declive escarpado de la
meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo recorría con la vista el terreno del barranco
pero no podía ver señal alguna clara de tierra removida. Entrar en el barranco
para investigar, parecía, en verdad, demasiado peligroso ya que los labradores
seguían en lo alto del cerro con sus escopetas en actitud amenazadora,
observando mi coche, no ya con desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta
que un recodo de la cadena de colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí,
me dirigí a una casa de labor grande, donde aún había arados de vapor que yo
había suministrado hacía ya más de 35 años y, con el pretexto de volverlos a
ver, entablé amistad con el actual propietario. Llevé la conversación a los
recientes acontecimientos, pero aquel señor parecía, efectivamente, no haberse
dado cuenta de nada, a pesar de que vivía a sólo cinco o seis kilómetros del
lugar de los hechos.
Retrocedimos para tratar de averiguar
algún indicio, que nos proporcionara nuevas posibilidades de información. Tuve
suerte: cuando, ya en el viaje de regreso, al no ver señales de lo que buscaba,
había dado orden de regresar a Madrid, me encontré, en el Puente del Jarama,
con un joven de unos dieciocho años que volvía de haber estado arando con sus
dos mulas en dirección al pueblo. Le paré y le pregunté, con aire inocente,
donde habían fusilado a tanta gente el domingo anterior. Señaló hacia la parte
del otro lado del río, detrás de nosotros y dijo: "Más allá, al otro lado,
bajo los "cuatro pinos". Pero no fue domingo ¡era sábado! Hice que me
señalara cuáles eran los “cuatro pinos” entre los pinos que se veían y aún le
pregunte: “Y ¿cuántos vendrían a ser?” “Muchos” me contestó, a lo que añadí
¿Cómo seiscientos? “Más” me dijo el “¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses
y todo el día estuvimos oyendo las ametralladoras!”. Di media vuelta y recorrí
de nuevo en coche la carretera a la vera del río.
Quería detenerme en los “Cuatro pinos”
pero no pude, porque allí había tres tíos, con fusiles, haciendo de centinelas.
Por ello, mandé conducir despacito a todo lo largo y ví claramente dos montones
paralelos de tierra recién removida que iban desde la carretera hasta la orilla
del río, de unos 200 metros de largo cada uno. Hasta entonces no los habíamos
descubierto, porque, quedaban frente al barranco, al otro lado de la carretera
y no en el mismo barranco. Los que dispararon lo hicieron, por lo visto de
espaldas al río y en dirección al barranco y las zanjas se habían cavado con anticipación
precisamente a tal efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado
exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que
los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como
en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción
entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez
y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres
centinelas, uno llevaba ahora, en la mano, un par de botas que, por lo visto, había
desenterrado entretanto.
Ya sabía bastante. Regresamos, pero por
el camino identifiqué en el pueblo de Barajas, en la ladera del cerro donde se
halla el cementerio, otra fosa masiva más pequeña que se había preparado el mismo
día que las de Paracuellos. Por lo visto se habían llenado éstas más deprisa de
lo que los asesinos suponían por lo que, al final de la tarde, aún tuvieron que
liquidar y enterrar el resto de las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al
día siguiente, o sea el ocho de noviembre, tuvieron que buscar otro lugar
cómodo de enterramiento y lo descubrieron en la cacera de Aldovea -Torrejón.
En los días que siguieron, empezaron los
disparos contra la cárcel Modelo, tanto de artillería, como de ametralladoras y
este ataque fue tan intenso que se produjeron bajas entre los presos y tuvo que
ser evacuada la prisión. Las posiciones de las tropas nacionales se habían
acercado mucho.
Repetidas veces al anochecer, después de
efectuar nuestras visitas, teníamos que cruzar la calle oscura a la que daba la
cárcel Modelo, en plena lluvia de disparos de las ametralladoras que hacían frente
a los parapetos rojos, situados al final de dicha calle, para llegar hasta
nuestro coche que nos esperaba protegido por las casas construidas en dirección
transversal. Los defensores eran ahora los extranjeros de las Brigadas
Internacionales.
En los días quince y dieciséis de
noviembre se efectuó con mucho nerviosismo, la evacuación de la cárcel Modelo
en medio de los combates. Los presos se distribuyeron por las demás prisiones
de Madrid, con lo que quedaron, pobladas en exceso, hasta límites que
calificaríamos de inhumanos. En todo caso, estos traslados, a los que
asistimos, fueron presenciados por personal de las Delegaciones Diplomáticas y,
frecuentemente, por el Delegado de la Cruz Roja Internacional a quien
acompañaban y pude testificar que se efectuaron sin pérdida de vidas.
Los colchones, las mantas y otros
efectos de los presos, así como el fichero, no pudieron sacarse por estar ya
todos los edificios invadidos por un fuego intenso. Mis camiones lo intentaron
varias veces pero resultó imposible. Esta fue la causa de que los pobres presos
tuvieran que acostarse durante semanas en el suelo y sin poder cubrirse con
nada. Y, además, durante cuarenta días, ni siquiera les permitieron mudarse de
ropa el por qué, sigue sin saberse, pero el resultado fue una epidemia de piojos
en Porlier, que lo invadía todo y que se hizo legendaria en Madrid.
Un alemán que, después de pasar varios
meses preso, salió de esa cárcel en Febrero de 1937 y se refugió, en “Noruega”,
donde le adjudicamos un dormitorio con una buena cama (una excepción en ese
nuestro campamento de colchonetas), se acostó en el suelo, al lado de la cama,
con el fin, según me enteré a la mañana siguiente, de no infestar con sus
piojos una cama tan buena.
La cárcel de mujeres instalada en un
viejo convento
Aún quisiera hacer mención de otra
cárcel, dentro del contexto que nos ocupa. Las tropas del general Franco habían
alcanzado los alrededores de Madrid en los primeros días de noviembre. Esto naturalmente
producía una intranquilidad pavorosa ante el aumento de la actividad criminal
en la ciudad. El ambiente era tenso y los ánimos estaban excitados. El
Gobierno, vergonzosamente, huyó de improviso en mitad de la noche. Se fue a
Valencia en varios automóviles y abandonó a los seducidos proletarios
madrileños al destino que en cualquier momento podría presentárseles como inmediato.
Bien es verdad que los anarquistas de Tarancón, pequeña población situada en la
carretera de Madrid a Valencia, se opusieron al paso de tales desertores sin
conciencia, y exigieron su regreso a la lucha por Madrid. Aquellos señores
prefirieron, sin embargo, luchar con la lengua y consiguieron, -tras dos horas
de combate verbal con tan primitivos "ilustrados" del pueblo (combate
tan dialéctico) en que llegaron los ministros a sufrir desperfectos en su
atuendo y sus mandíbulas pues tuvieron que padecer desagradables contactos con
los puños de sus aliados-, que se les dejara pasar, con el fin, según
explicaron, de liberar a Madrid desde fuera.
En aquellos días y en esas
circunstancias, yo iba directamente a las cárceles. Una mañana, en el Convento
de la Plaza del Conde de Toreno, donde se hallaba instalada provisionalmente la
cárcel de mujeres, se me acercó, temblorosa, una de las funcionarias de
prisiones diciendo entrecortadamente
"¡Dios nos lo envía, suba Ud. a mi
despacho!". Al poco rato subí, sin llamar la atención. Entonces me contó
en el colmo de la excitación "La noche pasada, hacia las doce se
presentaron unos cuantos comunistas o anarquistas, con una lista de las
diecisiete mujeres más importantes de la prisión, que tenían que llevarse para
que prestaran declaración ante un tribunal. Esa era la fórmula clásica de emprender
el "paseo" nocturno. La prisión tenía una guardia de milicianos en
las estancias exteriores. Dentro, había, para la vigilancia, ocho milicianas
armadas con pistolas.
Al querer éstas llevarse a las
diecisiete mujeres, se encontraron con que el largo corredor, a donde daban las
celdas del convento, lo llenaban unas mil doscientas mujeres que a la sazón se
hallaban presas. Éstas ya habían oído hablar de las intenciones de los
milicianos recién llegados y se negaban a dejar paso a las milicianas. A las
diecisiete mujeres en peligro las tenían en el centro del grupo que formaban, y
era imposible llegar a ellas a través de aquella muralla humana. Hasta las tres
de la madrugada intentaron aquellos
tipos, con toda clase de amenazas, arrancar de allí a sus víctimas pero, en
vista de la invencible resistencia de aquellas mujeres presas, tuvieron que
alejarse sin conseguir lo que se proponían, pero dejando a las milicianas la
orden de llevar a cabo en el momento oportuno el crimen que a ellos les había
fallado. Las milicianas tendrían, pues, que matar con sus pistolas, en la noche
siguiente, a esas diecisiete mujeres, en la propia cárcel y ya las habían
aislado al efecto, muy temprano, encerrándolas en una celda en la que a ellas
no se les podía impedir la entrada.
Yo acudí con esta terrible noticia a dos
de mis colegas para obtener su asistencia con el fin de evitar la susodicha
barbaridad, pero no vi en ellos entusiasmo alguno por participar en la
aventura. En cambio, el Delegado del Comité de la Cruz Roja Internacional se
puso enteramente a mi disposición. A las cuatro la tarde nos fuimos a la
prisión y trabajamos durante muchas horas empleando todas nuestras dotes
persuasorias, con alusiones a la inminente entrada de las tropas nacionales,
así como apelando al soborno con víveres a una tras otra de las milicianas y,
finalmente, también al jefe y a algunos hombres razonables y honrados de la
guardia miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con la promesa de
que no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas que vinieran
de fuera.
Unas semanas más tarde, en los
alrededores de esta cárcel provisional, cayeron granadas de los nacionales, y
el gobierno decidió trasladar la prisión a la alejada zona de Chamartín, e
instalarla en el edificio de un asilo para niños escrofulosos llamado San
Rafael. Una mañana, a las siete, hacia finales de noviembre me llamaron por
teléfono. El comunista encargado del traslado de las mujeres a la nueva
prisión, que era uno de los más afamados "jueces" de la Checa de
Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo había hecho a esa “checa” y
que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel de mujeres, para decirme que
gran número de ellas se negaban a abandonarla y exigían mi presencia. Tenía yo,
pues, que decirle si quería ir, ya que en caso contrario, habría que emplear la
fuerza. Naturalmente, acudí enseguida. Cedo la descripción del episodio a un
reportero español que pudo pasarse a la zona "blanca" y publicar sus
observaciones en febrero de 1937, en los periódicos de allí:
"La tarea de los traslados de las
cárceles empezó a progresar y, con ello aumentaron los asesinatos. Por
imperativo de que la cárcel de mujeres, situada en la calle de Conde de Toreno,
se encontraba en zona de guerra hubo necesidad de trasladarlas y, por ello, las
milicias se presentaron en el lugar, para ejecutar la orden. El propósito que
con ello perseguían, parecían los mismos que cuando vaciaron la cárcel Modelo.
La fina percepción femenina lo presintió y las mujeres se negaron a abandonar
el edificio. Las amenazaron con disparar pero no les hizo impresión. Había,
pues, que buscar un medio para sacar a las presas. Se procedió a deliberar.
Sólo existía una persona que en el transcurso de la Revolución había destacado
como un apóstol, y en el que las mujeres presas tenían una confianza ciega, el
Doctor Schlayer, Representante de Noruega en España. A él era a quien había que
llamar. Después de haber obtenido garantías solemnes de que se respetaría la
vida de todas las presas; les dio a éstas su palabra de honor de que podían, sin
temor, abandonar la prisión, para ser conducidas al asilo de San Rafael en
Chamartín, que se había acondicionado al efecto. Los dirigentes de tal chusma,
que seguían las directrices de Moscú, tuvieron que pasar por la vergüenza de
que fuera un extranjero representante de un país asimismo extranjero, el que
efectuara el traslado de las presas. Pero la actividad efectiva de ese hombre
no se detuvo ahí. Con camiones y con automóviles corrientes, que había pedido a
sus colegas, transportó aquel día más de mil colchones, para que esas sufridas
mujeres tuvieran donde dormir de noche.
Aún tuvo que llevar, de los víveres
almacenados en su Legación, unos cuantos sacos de patatas para que tuvieran
algo de comer, ya que nadie se había preocupado de esos detalles. A su
actuación, se debe, que no se repitiera el horrible espectáculo de los días
precedentes”.
Si los hombres en situaciones parecidas,
se hubieran portado de forma tan humana y solidaria, más de un crimen hubiera
podido evitarse. En adelante organizamos un servicio diario de automóviles, con
la colaboración de cada una de las diferentes legaciones, cuyas solicitudes
atendían según la necesidad que hubiera, con destino al transporte de las
mujeres que, en cada caso, fueran saliendo de su nueva prisión; ya que como
ésta quedaba en las afueras de Madrid, el retorno de las mismas a sus casas no
estaba exento de peligro. Siempre había por aquellos alrededores figuras
sospechosas, esperando la ocasión de dar libre curso a sus perversos
sentimientos y a su pistolas. Los coches del Cuerpo Diplomático con sus
banderines extranjeros les causaban irritación pero, a pesar de algunos obstáculos,
conseguimos durante muchos meses, llevar a sus casas, sanas y salvas a las
mujeres que salían en libertad.
Lo que acabo de referir y mis visitas a
la cárcel, que continuaron siendo muy frecuentes, contribuyeron a dar
popularidad a “Noruega” entre las mujeres.
Al visitar la enfermería de la nueva
prisión femenina, tenía que pasar más de una vez por las salas de las
ingresadas donde docenas de mujeres se dirigían a mí, pidiendo cualquier clase
de ayuda.
Más adelante, sobre todo durante las
semanas en que visité la España Nacional, me ocurría con frecuencia ser
abordado en plena calle por mujeres jóvenes y bonitas, casadas o solteras, que
me saludaban, invocando nuestra amistad, nacida en la cárcel. Por desgracia, a
menudo, me veía obligado a reconocer que me fallaba la memoria, debido a que
cuando las conocí no estaban tan "bien arregladas" como en el momento
en que afortunadamente las volvía a ver; ¡todo ello se convertía en risas de
satisfacción!
Uno de los oficiales de prisiones,
queriendo expresarme sus sentimientos amistosos, me decía: "Ha hecho Ud.
tanto por estas pobres mujeres, que los españoles le tenemos que estar muy
agradecidos, le vamos hacer!, aquí se detuvo un momento “un mausoleo”. Le
contesté que me sentía muy emocionado por esa intención suya, que tanto me
honraba, pero que no se diera demasiada prisa en comenzar la obra, pues yo en
cambio podía esperar muy a gusto un poco más.
Más adelante, en la primavera de 1937 se
prohibió a los diplomáticos que visitaran las cárceles. A pesar de ello, pude
yo, gracias a mis buenas relaciones con el personal, obtener más de una vez acceso
a ellas, hasta que finalmente, en junio de 1937 me quedó prohibida la visita,
expresamente a mí, después de una gestión acerca del que era, a la sazón,
Director General de Prisiones, persona muy atravesada.
Anarquista o apóstol
Aprovecho la oportunidad para ensalzar
aquí el mérito de un hombre que, en su comportamiento y protección a los
presos, se distinguió y superó en mucho, en cuanto a relaciones humanas se
refiere, a cualquiera de los demás funcionarios rojos. Me refiero a Melchor
Rodríguez, natural de Triana, barrio de Sevilla, anarquista, de unos cuarenta y
cinco años, y de cuño idealista. Chapista de profesión, especialista, como
carrocero de automóviles, buscado y muy bien pagado por los talleres de Madrid,
como obrero hábil, experimentado y de confianza. Había pasado, a pesar de todo,
más de la mitad de los últimos quince años en la cárcel porque su orientación
idealista le llevaba inmediatamente a hablar contra el Gobierno, en las
asambleas anarquistas, tan pronto como lo soltaban. Con excepción de las
escasas semanas en las que trabajaba y llevaba a su casa un salario importante,
era su mujer, la que haciendo de lavandera, ganaba el sustento para la familia.
Haciendo gala de sus ideales expresaba, en prosa y en verso, con un lenguaje
rico en contenido en cuanto a las ideas, y hermoso en cuanto a la forma, su
entusiasmo por la pura anarquía. La clase de imagen nada vulgar, y apolítica,
que él se hacía y expresaba se desprende del siguiente himno: (que por lo bien que
suena transcribo en español).
Anarquía es:
Belleza, Amor, Poesía,
Igualdad, Fraternidad,
Sentimiento, Libertad,
Cultura, Arte, Armonía.
La Razón, suprema Guía,
La Ciencia, excelsa Verdad,
Vida, Nobleza, Bondad,
Satisfacción, Alegría,
Todo eso es Anarquía,
y Anarquía, Humanidad.
Tuvo que ver con desilusión de qué modo
se traducía en la practica la palabra "anarquía". ¡Tan distinto a
cómo se veía en el papel! Pero él, por su parte, intentaba vivirlo. Cuando
hablé con él por segunda vez y me describía, con palabras elocuentes, su
concepto ideal de convivencia humana, le dije: “Ud. no es un anarquista, sino
un cristiano primitivo, de los de las catacumbas y tropieza como ellos, con el
escollo de que la humanidad es, en realidad, totalmente distinta de como Ud. la
sueña".
A este hombre, lo nombraron el diez de
noviembre, por primera vez, Delegado del Gobierno para las prisiones. Acababan
de consumarse las matanzas masivas de presos por parte de comunistas y anarquistas
de las que hemos tratado ya, en páginas anteriores. Melchor prohibió
inmediatamente cualquier saca que mermara la población de las prisiones. Su
programa, que me reveló en presencia del Delegado del Comité Central de la Cruz
Roja, el día de su nombramiento, se lo ratifiqué yo del modo siguiente por
escrito, en nombre del Comité internacional:
"Confirmamos nuestra conversación
de esta mañana y nos congratulamos al recibir de Ud. Las siguientes promesas, a
saber:
Que Ud. considera a sus presos como
prisioneros de guerra y está firmemente decidido a impedir que los maten, de no
ser en razón de una sentencia judicial; que Ud. procederá a clasificarlos en
tres categorías, primera: aquellos que hayan de ser considerados como enemigos
peligrosos, a los que Ud. piensa enviar a otras prisiones como Alcalá,
Chinchilla, Valencia.
Segunda: los dudosos, que habrán de ser
juzgados por los Tribunales de aquí, y, tercera: los restantes, que deberán ser
puestos inmediatamente en libertad. Nos ha asegurado Ud. que los transportes de
presos se practicarán de ahora en adelante, con toda la vigilancia y custodia necesaria,
para garantizar incondicionalmente sus vidas en ruta y que Ud. mismo, o su
Secretario Técnico, acompañarán a las expediciones de transporte hasta su lugar
de destino y estarán dispuestos a arriesgar su vida en defensa de los presos.
Que las mujeres presas quedarán aquí, bajo suficiente custodia para garantizar
incondicionalmente su vida, y que en breve plazo, quedarán libres cuantas no
hayan tenido responsabilidad grave alguna en el movimiento de la sublevación.
Que Ud., a partir de hoy, se hace
plenamente responsable de la vida de todos los presos y que, asimismo, con
fecha de hoy, dejarán de existir todo los comités de investigación, la policía
irregular y las detenciones arbitrarias. Nos complacen sus afirmaciones y al mismo
tiempo nos damos, con especial satisfacción, por enterados de que Ud., se
servirá comunicarnos en el futuro las listas de los presos transportados afuera
y los lugares de destino a donde se encaminará cada expedición. Nos proponemos
tratar con usted, en los próximos días, de las medidas de seguridad que haya de
tomarse para garantizar la vida y la libertad de los hombres y mujeres que,
según su promesa, y en número considerable, pronto van a quedar en libertad”.
Melchor, al aceptar su cargo, había renunciado
expresamente al sueldo, de mil quinientas ptas. mensuales, que le correspondía,
a pesar de que tenía que vivir de la caridad de sus amigos porque carecía de
ingresos fijos. Pero ya, a los cuatro días, renunció al cargo. A sus espaldas, habían
sacado, de nuevo, los comunistas a una docena de hombres de una prisión y los
habían fusilado; al exigir Melchor un inmediato castigo ejemplar para ellos, se
encontró con la cobardía del Ministro, también anarquista, y tras una escena
violenta le arrojó a los pies el nombramiento.
Dado que, a pesar de todo, en los
últimos días de noviembre y en los primeros de diciembre se produjo una nueva
ola de asesinatos de presos en masa, el mismo Ministro volvió a llamar a Melchor
Rodríguez el cual aceptó, con la condición de que, ningún preso, saldría de la
cárcel sin su firma. A partir del seis de diciembre, fecha de su segunda
entrada en servicio, no se produjo ya ningún asesinato de presos, sacados de
las cárceles. La terrible pesadilla de los pasos, oídos en la noche, por las
galerías de las prisiones y la penetración en las celdas de unos cuantos
hombres, a la luz de la linterna eléctrica, a pasar lista a las víctimas -esa
pesadilla que durante meses había acosado a los presos angustiando su sueño-
era ya para ellos, cosa pasada.
En enero de 1937 tuvo Melchor Rodríguez
ocasión de mostrar toda su hombría. En Alcalá de Henares, pequeña ciudad a
treinta kilómetros de Madrid, lanzaron bombas los aviones nacionales y causaron
víctimas. El populacho, furioso, y los milicianos, se presentaron ante el
establecimiento penitenciario allí existente -que, en tiempos de paz, era un
reformatorio para jóvenes, y ahora albergaba a mil doscientos políticos
procedentes de Madrid- pidiendo que los dejaran entrar para matar a los presos.
El Director de aquella cárcel, persona
de toda confianza y muy humano en su proceder, se resistía y pidió ayuda al
General Pozas, con mando en dicha plaza de Alcalá, (y Comandante en Jefe que
fue luego de Aragón, y posteriormente destituido), ayuda que denegó, diciendo
que no permitiría que se disparara un solo tiro contra el pueblo, hiciera este
lo que hiciera. Entonces, en el momento de máximo peligro, apareció de repente
y por pura casualidad, Melchor Rodríguez, que entonces estaba en viaje de
inspección por la provincia de Madrid. Pistola en mano, se plantó delante del portalón
de entrada a la cárcel y tuvo a la muchedumbre en jaque. Desde las cinco de la
tarde hasta las tres de la madrugada, estuvo luchando, entre discursos
persuasivos y amenazas, con las distintas "autoridades" de la pequeña
ciudad que habían hecho causa común, con el populacho y les obligó a retirarse.
Aún pudo volver, por la mañana temprano, a casa, con la conciencia de haber
cumplido con su deber como un hombre. A ninguno de los presos bajo su custodia
les había pasado nada. No es de extrañar que a Melchor Rodríguez acudieran
innumerables mujeres que temían por sus maridos, hijos y hermanos, así como los
diplomáticos que querían proteger y salvar a los perseguidos. Pero tampoco es
de extrañar que tal espíritu de humanidad, a la larga, no pudiera avenirse con
la reinante embriaguez de odio y destrucción y que Melchor Rodríguez, a los
pocos meses, fuera de nuevo sacrificado por el mismo Ministro, a los malvados
propósitos de los auténticos representantes de la política bolchevique.
No hay comentarios:
Publicar un comentario