Javier Rupérez
FUE en la capital bávara hace
cincuenta años por estas fechas de junio cuando tuvo lugar lo que el aparato de
propaganda del régimen franquista calificó -o más bien descalificó- como el
«contubernio de Múnich». Al amparo de uno de los congresos del Consejo Federal
del Movimiento Europeo, benemérita institución de antiguo dedicada a promover
los ideales de la unificación continental en paz y en democracia, un buen
puñado de españoles, 118 en total, según los últimos recuentos, confluyó para
manifestar su deseo de ver pronto a su país plenamente integrado en las
estructuras europeas bajo las normas del respeto a los derechos humanos y a las
libertades fundamentales.
De los 118, más de la mitad
provenían del interior de España, y entre unos y otros se encontraban figuras
significativas de la incipiente oposición democrática al franquismo, provenientes
de filas diversas: allí se encontraban monárquicos, liberales, democristianos,
socialistas o socialdemócratas, además de representantes del nacionalismo
catalán y vasco. Los comunistas, todavía anclados en la rígida obediencia a
Moscú, no fueron invitados, en parte por las dudas que muchos de los
convocantes mantenían sobre sus credenciales democráticas y en parte por el
hecho evidente de que rechazaban la misma idea de la unificación europea, razón
última de la convocatoria.
Pero si variada era la adscripción
ideológica del contingente español asistente al congreso, no lo era tanto el
recuerdo de su participación en la guerra civil: con matices diversos -porque
no todos tenían edad suficiente para haber participado directamente en la
contienda y el grado de intensidad en la adscripción ideológica alcanzaba
medidas también dispares- unos lo habían hecho en las filas nacionales de los
sublevados; otros, en las de los fieles a la legalidad republicana. Era la
primera vez que en las más de dos décadas transcurridas desde el final del
conflicto españoles de las dos orillas se encontraban cara a cara para intentar
la definición de un futuro común. Y en un proceso que no fue ni fácil ni fluido
lograron ponerse de acuerdo en unas propuestas de mínimos que, aun en su
inevitable torpeza redaccional, reflejan bien un programa que con el tiempo
habría de ser el de la reconciliación de los españoles a partir del final de la
dictadura en 1975 y de la aprobación de la Constitución de 1978: las
libertades, la democracia, los partidos políticos, la pertenencia a Europa, el
reconocimiento de las «comunidades naturales». En suma, la España reconciliada
consigo misma.
La narración de lo ocurrido en
Múnich sigue revistiendo el máximo interés, tanto por el difícil juego de las
personalidades en presencia, con sus egos, sus recelos, sus contrapuestas
agendas, como por las alternativas que para el futuro cada cual llevaba
consigo. ¿Sería, por ejemplo, posible que los socialistas de Rodolfo Llopis
aceptaran eventualmente una restauración monárquica «liberal» y comprometida
con la democracia tal como quería Joaquín Satrústegui? Dicen los historiadores,
bien que no conste fehacientemente en los papeles de la conferencia, que así lo
insinuó el entonces secretario general del PSOE, en premonición de lo que
efectivamente habría de ocurrir casi dos décadas después.
Aunque lo realmente significativo
fuera lo demás: se vieron las caras, hablaron del futuro, acordaron unas líneas
comunes de actuación, querían una España en libertad y en democracia. Como en
Europa. Y eran todos gentes de paz y orden: ¿se imagina alguien a gentes como
Salvador de Madariaga, José María Gil Robles, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz
Navarro, José Federico de Carvajal, José Vidal Beneyto, Joan Casals, Félix Pons
y al resto de la nómina de los 118 predicando la revolución violenta en España
para conseguir sus fines políticos?
La propaganda franquista, en una
reacción virulenta y un tanto sorprendente, hizo todo lo posible para convencer
a los españoles de que los reunidos en Múnich eran poco menos que una panda de
forajidos confabulados para conseguir la destrucción de España. Tras el mismo
pesado uso del término «contubernio» vinieron todas las descalificaciones
personales y colectivas que uno imaginarse pueda y la insólita dureza con que
fueron tratados los residentes en España a su regreso, al verse ofrecidos una
alternativa letal: o el destierro o el exilio. Las directivas de obligado
cumplimiento que el Gobierno franquista impartió a todos los medios de comunicación
no dejaban duda o resquicio interpretativo en el sentido de la campaña y en el
castigo contra los que por convicción o tibieza dejaran de seguirla.
Era Franco personalmente el que no
estaba dispuesto a tolerar la más mínima complacencia con la reunión de Múnich
y con sus resultados, y ello permeaba toda la vida oficial y gran parte de la
privada del momento. Quizás nunca desde que acabara la guerra daba el dictador
noticia más clara de su flaqueza que al tratar con insólita dureza a un grupo
de ciudadanos que tenían como declarada intención la de superar las razones que
habían llevado a los españoles al fratricidio. O quizás fuera precisamente ello
lo que le aterrara: que la fragilidad del sistema no estuviera en su capacidad
de resistir a la violencia con la violencia, sino en la imposibilidad de crear
barreras eternas contra la razón democrática.
Y es que 1962 ya no era 1936.
España, la España todavía de Franco, no había tenido más remedio que reconocer
las insuficiencias de la autarquía y someterse a un espartano plan de
estabilización que ya en aquel año comenzaba a dar sus primeros frutos. Tanto
que el régimen, en los meses previos a Múnich, se había dirigido por primera
vez a la Comunidad Económica Europea, cuyo nacimiento había desdeñado pocos años
antes, solicitando el comienzo de negociaciones con vistas a una eventual
integración de España.
Fue también poco después de Múnich
cuando Franco, en sus cautos y forzados pasos liberalizadores, había formado un
nuevo Gobierno en el que aparecían Manuel Fraga Iribarne como ministro de
Información y Turismo y Gregorio López Bravo como ministro de Industria, amén
de Laureano López Rodó en la Comisaría del Plan de Desarrollo. Ese mismo año
habían muerto en el exilio, recordatorio también del paso del tiempo, Diego
Martínez Barrio e Indalecio Prieto. El Vaticano, bajo Juan XXIII, aceleraba las
preparaciones para el Concilio Vaticano II que comenzaría, con sus aires
renovadores, en octubre de aquel 1962. Kruschef y Kennedy, a pesar de la crisis
de los misiles cubanos, encarnaban piezas distintas del tiempo congelado de
antaño. ¿Qué buscaría el dictador con aquella brusca y dura vuelta de tuerca
que tanto contribuiría a dañar la misma imagen de normalización que él
procuraba transmitir dentro y fuera de las fronteras?
Pero el germen de Múnich estaba
bien plantado y, en los años subsiguientes, lo que inevitablemente sería el
«tardofranquismo», fue cobrando formas diversas en comportamientos, actitudes y
programas. En 1963 aparecía el primer número de «Cuadernos para el Diálogo». El
Concilio aportaba continuamente nuevas perspectivas para los católicos y para
los que no lo eran. La identificación de un futuro en democracia con la
pertenencia a Europa ganaba imparablemente adeptos. Los de Múnich, inasequibles
al desaliento, siguieron conformando sus ofertas partidistas en la cada vez más
relativa clandestinidad. Y el «contubernio», finalmente desprovisto de su
ominosa significación y casi convertido en motivo de jocosa gloria, quedaba en
lo que siempre fue: un importante hito en el camino de la reconciliación en
libertad de los españoles.
Existe todavía el Consejo Federal
Español del Movimiento Europeo. Lo preside con determinación y acierto Eugenio
Nasarre. A su iniciativa se deben los varios actos de conmemoración que han
rodeado este cincuenta aniversario del «contubernio» de Múnich. Merece el
agradecimiento de todos los que, en diversas edades y condiciones, creyeron,
sufrieron, lucharon y murieron por la libertad de los españoles y por la
grandeza de la patria común. El nombre de Múnich debería quedar asociado a su
causa.
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