ISABEL SAN SEBASTIÁN
EMPIEZA a ser muy alarmante para la salud del sistema
democrático la consideración que sus gestores, es decir, los políticos
profesionales, merecen a la mayoría de los ciudadanos. Es la enésima vez en los
últimos años que la encuesta del CIS los sitúa como la tercera preocupación de
los españoles, por detrás del paro y la crisis económica, cuando deberían ser
percibidos como parte esencial de la solución a esos problemas. Basta escuchar
a los oyentes o espectadores en cualquier programa de radio o televisión para
darse cuenta de hasta qué punto ha ido cayendo en picado la confianza que
inspiran los dirigentes a los dirigidos. Es un fenómeno imparable, que amenaza
con desacreditar el modelo pluripartidista en su conjunto, siendo ello así que
hasta la fecha nadie ha sido capaz de proponer otro que garantice resultados
mejores. La pregunta es ¿por qué?
Evidentemente no hay una única razón que explique el
desprecio y hasta la inquina creciente de los gobernados hacia los gobernantes.
Las dificultades económicas, el desempleo, los recortes en derechos y las
nuevas cargas tributarias están detrás de una parte importante del
distanciamiento. Pero tengo para mí que no es la esencial. Desde mi punto de
vista son las mentiras, los engaños y las ocultaciones de nuestros personajes
públicos las que justifican el resentimiento de una parte considerable del
pueblo, tanto más dispuesto a la lapidación del cargo electo cuantos más casos
de corrupción y nepotismo salen a la luz, a cual más escandaloso que el
anterior, independientemente de que sean punibles o no de acuerdo con la
legislación vigente. Si a eso sumamos la percepción, tan extendida como
imposible de probar, de que existe una especie de pacto tácito en virtud del
cual se tapan mutuamente las vergüenzas con el fin de no perjudicarse unos a
otros, ya está completo el retrato de vampiros sedientos de impuestos y dinero
público que muchos contribuyentes dibujan en sus cabezas. A ojos del español de
a pie el «político» es un señor o señora que viaja en coche oficial, ha llegado
hasta donde está merced al enchufe, tiene escasa preparación, dice lo que sea
con tal de conseguir un voto, aun sabiendo que hará lo contrario de lo que
prometió, se preocupa de sí mismo antes que de sus compatriotas, gana una
barbaridad, por más que se recorte el sueldo, y tiene garantizada la impunidad
haga lo que haga, ya que vive protegido por su cargo. Simplificando, ésa es la
imagen. Y es tan injusta como peligrosa.
Dicho lo cual, si los profesionales de la política aspiran
a perpetuarse y garantizar la supervivencia de una forma de democracia carente
hasta hoy de alternativa, van a tener que esforzarse por transmitir mensajes
capaces de alterar esa visión. Para empezar, sería muy deseable que la mentira
fuese proscrita de la escena pública, penalizando severamente a quienes la
practican e introduciendo en el discurso oficial el valor de la valentía
inherente a decir la verdad, aunque duela, en materias como la fiscalidad o la
investigación de casos tan repugnantes como el chivatazo a ETA. Urge igualmente
desterrar a los corruptos y aprovechados que van a la vida pública a servirse y
no a servir, aplicándoles castigos implacables. Y no estaría mal airear el
sistema abriendo las listas electorales, con el fin de que los electores
pudieran desmentir la afirmación de que quien se mueve no sale en la foto , hoy
por hoy inapelable dada la cultura imperante en los partidos.
Si no son capaces de asumir el reto, pronto morirá la
libertad.
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