IX.
LA INSURRECCIÓN LIBERTARIA Y EL «EJE» BARCELONA-BILBAO
Cuanto llevo escrito sobre
la situación de Cataluña durante la guerra, y los antecedentes recordados para
la mejor comprensión de los hechos, parecen demostrar que nuestro pueblo está
condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen
unitario y asimilista o bajo un régimen autonómico la cuestión catalana perdure
como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias,
ya las cometa el Estado, ya se cometan contra él: eso prueba la realidad del
problema, que está muy lejos de ser una «cuestión artificial».
Es la manifestación aguda,
muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi
siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable
de sus instituciones. Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y
restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los
españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso
común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y
respetándolo.
Por eso, en España, las
formas políticas liberales, que no ponen fuera de la ley a los disidentes ni a
los descontentos, han vivido siempre en peligro. Las «soluciones de fuerza» que
periódicamente reaparecen en la historia de ese período, solían decir que se
imponían para «acallar las discordias» y restablecer la moral unificadora del
patriotismo.
En realidad, no venían a
salvar un Estado en peligro, sino a confiscarlo en provecho de una fracción, o
de una facción de descontentos.
Una persona de mi
conocimiento afirma, como una ley de la historia de España, la necesidad de
bombardear Barcelona cada cincuenta años. Esta boutade denota todo un programa político. De hecho, Barcelona ha
sufrido más veces que ninguna otra capital española el rigor de las armas.
En protesta contra la
política de unificación, los catalanes se sublevaron en el siglo XVII contra el
Habsburgo reinante en Madrid. Luis XIII, rey de Francia, se alió con ellos.
Medio siglo más tarde, los catalanes se aliaron con la Casa de Austria, y
sostuvieron la guerra contra un descendiente de aquel rey, entronizado en
España.
En castigo, nuestro primer
Borbón privó a los catalanes del régimen de gobierno propio que hasta entonces
tuvieron. El sistema borbónico, continuado y completado por la organización
administrativa que los liberales moderados del siglo XIX, dieron a España, duró
más de doscientos años. O no significaba nada más que autoritarismo estéril y
una apariencia de unidad, o tenía que ser el aparato necesario para una
política de profunda y definitiva asimilación, principalmente lingüística y
cultural. Admitamos que una violencia sostenida durante dos siglos contra un
hecho natural, hubiera resultado a la larga ventajosa para toda España.
Admitamos que en nuestro tiempo, habría valido más que todos los españoles
hablasen una sola lengua y estuvieran criados en una tradición común, sin diferencias
locales. Para ello habría sido menester que un Estado potente, de gran
prestigio, realizara una labor enérgica, tenaz, desde las escuelas. Ahora bien,
en España, durante una gran porción de esos dos siglos, el Estado carecía de
tales prestigio y poderío, y había pocas escuelas.
El catalán se conservó como
lengua usual, ya que no como lengua literaria, incluso en los tiempos en que la
buena sociedad barcelonesa afectaba por distinción hablar en castellano y lo
usaban a la perfección en sus escritos los catalanes más letrados. El pueblo, y
sobre todo el pueblo rural, seguían siendo impermeables a la lengua castellana.
Subsistir la diferencia
lingüística significaba que la obra de asimilación había fallado por la base.
Factor importante en aquella resistencia fue el clero, alegando que para
enseñar la doctrina cristiana debía hablar a los fieles en su lengua vernácula.
Gran parte del clero catalán apoyó con fervor la expansión del catalanismo, y
algún obispo de Barcelona se hizo célebre por su ruidosa adhesión a ese movimiento.
Nadie ignora tampoco que el
monasterio benedictino de Montserrat venía siendo, por sus trabajos de
erudición (entre otros, la publicación de la Biblia en catalán), un hogar
intelectual de la «catalanidad» y del nacionalismo. Hace pocos años, los benedictinos
de Montserrat recibieron al presidente del gobierno español haciendo sonar en
el órgano de su iglesia, consagrada a la Virgen María, el himno catalanista de Els Segadors.
Esa disposición del clero
catalán tenía arraigo tradicional. Clérigos eran algunos de los más violentos
mantenedores de la causa de Cataluña en la insurrección del siglo XVII. Por sus anatemas, los catalanes
miraron con horror, como a una banda de herejes, de sacrílegos profanadores del
Santo Sacramento, al «ejército católico» que envió el rey para someter a
Cataluña. En estos últimos tiempos, acaparada la acción política del
catalanismo por los partidos catalanes de izquierda, ha podido parecer, a quien
lo observase desde fuera, un movimiento revolucionario y marcadamente anticlerical.
No era así, de hecho. Esos
caracteres, si los ha tenido, no proceden específicamente del catalanismo, sino
de otras tendencias políticas amalgamadas con él.
Uno de los grupos catalanes
más intransigentes en su nacionalismo, era fidelísimo devoto de la Iglesia
romana. El hombre político que conocidamente lo representaba, católico
practicante, y declarado separatista, fue fusilado en Burgos por los
«nacionalistas» de la otra banda, Recuerdo que el año pasado me visitó en
Barcelona una delegación de de ese grupo católico-nacionalista, Hablamos de la restauración
del culto. En la conversación salió el nombre del obispo de Barcelona,
furibundo militante en el movimiento antirrepublicano.
Aquellos señores sabían,
como todo el mundo, que hundirse la República era acabarse la autonomía de
Cataluña. Y recordando la acción política del prelado, cuya suerte se ignoraba,
uno de mis interlocutores, chispeándole en los ojos la cólera refrenada,
exclamó; «No. Seguramente no le han asesinado. El señor obispo no merecía el martirio».
La República no inventó el
problema de Cataluña. Le trató por métodos distintos que la monarquía, No
inventó el renacimiento lingüístico y cultural de Cataluña, no inventó el
nacionalismo, ni lo hizo prender en las masas. Se lo encontró pujante, y
enconado por la política dictatorial de Primo de Rivera, La monarquía misma
había entrado por el camino de las transacciones. Entre los intelectuales madrileños
apuntaba una tendencia a las soluciones de concordia, en gran parte por
reacción contra las arbitrariedades de la dictadura del general, que se
imaginaba poder suprimir el problema catalán.
El año antes de proclamarse
la República, una delegación numerosa de intelectuales madrileños, de los más
eminentes, estuvo en Barcelona, invitados por sus colegas catalanes., Abundaron
los banquetes, los discursos, las efusiones fraternales. Se trataba de
conocerse y de «comprenderse». Un profesor de Madrid, monárquico, que durante
la guerra se ha significado personalmente por sus servicios al gobierno de Burgos,
traducía en esta fórmula la conducta que parecía deseable en la cuestión
catalana: «Ni separación, ni asimilación».
Fracasado el sistema de la
unificación asimilista, había que buscar otro. No era útil que España llevase
abierta en el costado la llaga del descontento catalán, ni era justo que los
catalanes fuesen desoídos brutalmente, ni podía tratarse a una espléndida parte
de España como a un pueblo enemigo. Urgía afrontar la realidad, por
desagradable que pareciese y hallar una solución de paz, dejando a salvo lo que
ningún español hubiera consentido comprometer: la unidad de España y la preeminencia
del Estado, De ahí salió la autonomía de Cataluña, votada por la República.
Para que el nuevo régimen
catalán prosperase y se consolidara, era menester cumplirlo con absoluta
lealtad, en Barcelona y en Madrid.
Si desde la capital de
España debía persuadirse a los catalanes que la autonomía no era una concesión
arrancada a un Estado débil, importaba todavía más que en Barcelona supieran
que cualquiera extralimitación, o el mal uso de su régimen, desataría en el
resto de España una reacción violentísima, no ya contra la autonomía, sino contra
la propia Cataluña. Sería aventurado decir que el tacto y la sagacidad
necesarios para gobernar en -tales condiciones han abundado en las dos
capitales, lo mismo durante la guerra que antes de ella. Ateniéndome a los
tiempos de guerra, es de notar que los movimientos políticos de Cataluña habían
suscitado (antes de la insurrección de mayo del 37), grave descontento en el
resto de España.
En realidad, la opinión
pública no conocía bien lo que pasaba en Barcelona. La gente, agobiada por la
guerra, por las crecientes dificultades de la vida, no prestaba demasiada
atención a las cuestiones de Cataluña. La prensa no catalana, se abstenía de
subrayarlas. Incluso se presentaban como «avances» de la República, y otras
tantas garantías de triunfo sobre el fascismo. No obstante la defectuosa información,
el descontento existía, sobre todo entre republicanos y socialistas, y en las gentes
sin partido. Se estimaba comúnmente que el gobierno catalán, además de sus
obligaciones estrictas derivadas de las leyes, tenía una especie de deuda moral
con la República y con los partidos que habían votado la autonomía.
Viéndola destruida (porque a
eso equivalía el transgredirla), se enfurecían, estimándolo como una ingratitud
y una falta política de primer orden. Por la razón que he dicho, este
movimiento no cundió entre el gran público. El conflicto no salió de las
esferas de ambos gobiernos, ni de las disputas entre gabinete y gabinete, y a
veces, de persona a persona.
La situación hizo crisis en
mayo del 37. Una insurrección de sindicales y libertarios tuvo cuatro días a
Barcelona bajo su fuego. He leído una explicación de este suceso (del que fui
testigo), achacándolo a profundos manejos de un país extranjero. Me parece
novelesco. Las disputas por el mando, las rivalidades entre partidos y
sindicales, la falsa situación del poder legal en Cataluña, mediatizado por los
que imponían su voluntad, la trágica impotencia del gobierno catalán, flotante
como un corcho en aquel revuelto caudal, acumularon en Barcelona los elementos
necesarios para una conflagración. Se produjo de improviso (aunque no
inesperadamente), cuando un ministro del gobierno catalán quiso realizar un
acto de autoridad, recuperando por la fuerza el edificio de la Telefónica, en
poder de los sindicatos. La insurrección, dirigida contra el ministro que se
había atrevido a tanto y contra el jefe de policía, causó centenares de
muertos. Para los insurrectos, se trataba de una cuestión entre catalanes, o
entre obreros catalanes, en la que no debía mezclarse el gobierno de la
República. Tal pareció ser también la actitud del gobierno catalán, que no
informó a tiempo al poder central de la gravedad de los hechos, y se resistió cuanto
pudo a desprenderse del mando de las fuerzas de policía.
Bloqueado en su residencia
oficial, mientras la fusilería, las ametralladoras, las bombas, los carros
blindados sembraban la muerte en las calles, el gobierno catalán entró en
crisis, de la que resultó el cese del ministro que había dado pretexto al
conflicto, y el relevo del jefe de policía. Los revoltosos asesinaron en la
calle a uno de los miembros del nuevo gobierno, cuando se dirigía a tomar posesión
de su departamento.
Tengo motivos para creer que
el gobierno de la República, instalado en Valencia, conoció la verdadera índole
del conflicto por las conversaciones telegráficas que durante los cuatro días
mantuve con el ministro de Marina. El Gobierno
decretó la supresión de los servicios autónomos de seguridad y policía en
Cataluña, poniéndolos de nuevo bajo la dependencia directa del poder central.
Nombró un general del ejército (que difícilmente logró introducirse en
Barcelona) para mandar todas las fuerzas militares de Cataluña, lo que
equivalía a suprimir la consejería de Defensa o ministerio de la Guerra del
gobierno catalán.
Envió unas columnas de
tropas, refuerzos de aviación, y unos barcos de guerra al puerto de Barcelona.
No llegaron a entrar en acción. Algunos delegados de la CNT, y dos ministros
del gobierno de la República, pertenecientes a esa sindical, estuvieron en
Barcelona, con el propósito de apaciguar la ciudad. Trataron el caso como si
estuvieran en presencia de una huelga. En sus discursos radiados, aconsejaban a
los revoltosos que volvieran al trabajo, y a los «camaradas guardias» (las fuerzas
de policía), que depusieran su actitud. Un gerifalte de la CNT hizo saber que
serían considerados facciosos quienes persistieran en la lucha. Tales
recomendaciones no dieron resultado apreciable. La insurrección se acabó por
consecuencia y a cambio de las modificaciones introducidas en el gobierno
catalán. Los directores del movimiento publicaron en la mañana del cuarto día
una nota ordenando que cesaran las hostilidades y se reanudara el trabajo, por
que el proletariado había obtenido satisfacción de los agravios. La paz material
se restableció.
Un escándalo de tanta
magnitud, acabó de mostrar a los más ciegos la gravedad del mal. La opinión
barcelonesa recibió con un suspiro de satisfacción las medidas del gobierno de
la República. «Lo primero es vivir», decían muchos. Los más obstinados en
mantener, siquiera en apariencia, las facultades del gobierno autónomo, se sometieron
de mala gana a la necesidad de cambiar de métodos, reconocida por todos. Pocos
días más tarde, el gobierno de la República se modificó profundamente, saliendo
de él los representantes de las sindicales. El nuevo gobierno, estimulado por
la opinión, y por la
urgencia de recuperar en
Cataluña las funciones indispensables para dirigir la guerra y asegurar la
tranquilidad pública, emprendió una obra que tenía el solo defecto de llegar
con retraso. La ocasión era propicia para realizar en Cataluña un reajuste a
fondo. Recobrado el mando de las fuerzas de policía y del ejército en la
región, el gobierno ocupó también con sus agentes todos los servicios de la
frontera. Los campesinos de algunos valles pirenaicos acudían gozosos a la
raya, para ver ondear de nuevo la bandera de la República, que significaba una
liberación. Se planteó, entre Barcelona y Valencia, el problema de abolir las
situaciones de hecho, creadas con abuso de poder.
No haré la cuenta de las
ventajas obtenidas por el gobierno de la República ni de las que dejó de
obtener. Importa consignar que en esa pugna, prolongada hasta el final de la
guerra, reaparecieron los tópicos, los enconos, los rozamientos, los empeños de amor propio y de prestigio
personal que desde hacía muchos años solían acompañar a lascuestiones de
Cataluña, avivado todo ello por el excitante de la guerra.
Los republicanos catalanes,
adscritos a la política nacionalista (esta cuestión les importaba poco o nada a
las organizaciones del proletariado), usufructuarios del régimen autonómico
hasta el día del alzamiento, vieron en la nueva actitud del gobierno de la
República una ofensiva contra la autonomía. «El único pensamiento común del gobierno
—solían decir— es la política anticatalana. » Temían sobre todo que, al
terminarse la guerra, victoriosa la República, Cataluña perdiese de nuevo su
régimen propio. Estaban dispuestos a renunciar, temporalmente, a cualquier
texto del Estatuto catalán, que a juicio del gobierno estorbase para la
política de guerra, con tal de obtener garantías del restablecimiento de la
autonomía, al hacerse la paz. De otra manera, y ante la conducta del gobierno
de la República, «los jóvenes catalanes que están en filas, no sabrán ya por
qué se baten».
La cuestión quedaba así mal
planteada. Uno de los efectos causados por la conmoción de la guerra, ha sido
el desconcierto de lo que parecía ser el pensamiento político de algunas
cabezas. Hemos visto a hombres muy moderados durante la paz, abanderarse en la revolución;
y a quienes de mala gana aceptaban los principios autonómicos de la
Constitución, propugnar en la guerra la disparatada idea de una «federación de
pueblos ibéricos», en la que entrarían cuantos quisieran, y saldrían los que no
estuvieran a gusto. Hemos visto a hombres, partícipes en la creación del
régimen autonómico catalán, descubrir que el catalanismo debía contentarse con
bailar sardanas. Este desconcierto, propio de las gentes que revolotean en la política
a merced del viento que sopla, no influía en el curso de la cuestión que voy
examinando, por violentas que fuesen a veces las reacciones del mal humor.
El gobierno no se proponía
suprimir el Estatuto autonómico de Cataluña. Tampoco tenía atribuciones para
suprimirlo. Se trataba de restablecer, dentro de sus límites, el funcionamiento
normal de los poderes públicos establecidos en Cataluña por su Estatuto
peculiar.
Subvertidos los poderes, que
no tenían otra base que el sufragio universal directo, ni otra hechura que la
democracia, era inadmisible que, con pretexto de ser Cataluña una región
autónoma, fuese gobernada por un grupo irresponsable, al amparo de una antigua popularidad.
Ciertamente, los republicanos catalanes han aprobado o consentido (alegando
necesidades de la guerra y el hecho indominable de la «revolución»)
transgresiones flagrantes del Estatuto. Pero estoy muy inclinado a creer que los mismos
republicanos veían con despecho y alarma la destrucción, o por lo menos el
secuestro, de la base democrática de su régimen, gracias a la invasión
sindical. O todas las instituciones liberales de la autonomía funcionaban por
entero, o la autonomía no funcionaba en modo alguno.
Quienes más obligados
estaban a comprenderlo así, y a proceder en consecuencia, eran los que desde el
comienzo echaban cuentas con un porvenir victorioso. Porque ninguna cosa
fundada durante la guerra sería duradera, si el día de la paz no podía resistir
el juicio libre de la opinión española. Esta era la cuestión, y no otra. Que
haya sido bien o mal entendida, no se deberá a falta de razones, dadas y
demostradas irrefutablemente.
Recuerdo por conclusión, un
incidente ocurrido en Barcelona en el verano del 37, poco después de perderse
para la República todo el País Vasco. Ciertos personajes del gobierno autónomo
de Bilbao, pasaron por Barcelona. Hubo demostraciones de simpatía entre los políticos
catalanes y vascos. Con estupor y algo de risa por parte de las personas de
buen seso, quedó proclamado «el eje Barcelona-Bilbao». Esta caricatura
significaba que los nacionalistas vascos y los catalanes harían un frente común
contra la política invasora del gobierno de la República. Entre la situación de
Cataluña y la del País Vasco durante la guerra, puede establecerse un
paralelismo fácil. Pero no todas las observaciones hechas sobre el nacionalismo
catalán convienen al de Vasconia. Aunque muy poderoso electoralmente en su
país, el peso relativo del nacionalismo vasco en la política general de España
era mucho menor que el del catalán. El nacionalismo vasco, sin excepción apreciable,
forma un partido de extrema derecha, de confesión católica.
La creencia religiosa se
mantiene robusta en aquellas provincias. El clero, muy influyente, es
nacionalista acérrimo. El problema lingüístico es también distinto. El
vascuence, tal como se ha pretendido salvarlo de la descomposición que lo disolvía, sigue siendo
una lengua sin monumentos literarios, de área reducidísima, sin expansión
posible. El vasco que desea conservar su idioma (a lo que tiene pleno derecho) necesita,
en cuanto sale de sus montañas, saber otro.
No es muy exacto considerar
al nacionalismo vasco como sucesor del antiguo carlismo. Lo es, más que nada,
en las contiendas políticas locales, porque el nacionalismo ha asumido en el
País Vasco la posición antiliberal más fuerte. Los republicanos y socialistas
de Bilbao resisten a los nacionalistas, como sus abuelos, los liberales del
siglo pasado, resistían a los carlistas.
El carlismo sostuvo dos largas guerras para abatir la monarquía constitucional
y entronizar al rey absoluto. Don Carlos, pretendiente a la corona, se apoyó en
el fervor religioso y en el sentimiento localista de los vascos, proclamándose
defensor de la religión y los fueros, amenazados por los liberales de Madrid, centralizadores
y en pugna con la Iglesia. Pero de los tres términos del lema carlista: Dios, Patria y Rey los nacionalistas conservan el
primero, han dejado caer el tercero, y han estrechado el segundo: patria. Según
el catecismo nacionalista la patria de
los vascos es Euzkadi. Los carlistas, que siempre han blasonado de ardiente
españolismo, renegarán de todo parentesco con los nacionalistas. En la guerra,
el partido carlista ha puesto sus soldados al servicio del gobierno de Burgos,
que, después de conquistar Bilbao, suprimió, además de la autonomía política
concedida por la República, los restos de los antiguos privilegios de los
vizcaínos en el orden administrativo.
Salvo que la situación
social era mucho menos revuelta en el País Vasco que en Cataluña, la posición
de aquel gobierno respecto del de la República, se parecía mucho a la del
gobierno catalán, y en las relaciones con el exterior, la acentuó.
El aislamiento territorial
del norte, impedía muchas cosas y favorecía otras tantas. El gobierno enviaba
oficiales y algunos generales para dirigir las operaciones. Es un hecho
conocido que los generales no lograron hacerse oír del gobierno vasco, ni
mandar nada. Ni siquiera los desastres de la guerra condujeron a mejorar la colaboración
militar entre el país vasco y las demás
provincias de aquella zona. Caído Bilbao, ocupada Vizcaya, en cuya defensa colaboraron
hombres de todos los partidos, la moral de las tropas nacionalistas se
desmoronó. Perdida su tierra, nada les quedaba por hacer. Unos cuantos
batallones vascos se pasaron al enemigo. Más tarde, algunos políticos vascos
discurrieron, para rehacer la moral de sus tropas, llevarlas a la zona del
Pirineo aragonés, y emplearlas en una ofensiva contra Navarra. «No pretendemos
—decían— someterla a nuestro dominio político, pero nuestras tropas se
enardecerán si van a castigar a Navarra, desleal a la causa vasca. »