VI. EL ESTADO REPUBLICANO
Y LA REVOLUCIÓN
No se entenderá nada de la
situación en la España republicana durante los primeros meses de la guerra si
no se tiene presente que para buen número de los agredidos el alzamiento
militar era, si no un hecho venturoso, una coyuntura favorable, que podía y
debía aprovecharse para cortar los nudos que los procedimientos normales del
tiempo de paz no habían logrado desatar, y para resolver radicalmente ciertas
cuestiones que la República dejaba en suspenso.
Muchos de los que así
sentían eran incapaces de desencadenar por su cuenta y para sus fines una
catástrofe de tal magnitud; pero habiéndola producido otros, se creyeron
dispensados de respetar las reglas del juego, violentamente rotas por el
alzamiento.
Junto al furor, la indignación
y otros sentimientos parejos despertados por el suceso, hay que poner siempre
una fuerte pincelada de optimismo en los juicios que se hacían sobre la
situación durante las primeras semanas, y más aún sobre el porvenir de la
República para después de la guerra.
En agosto del 36, los más
pesimistas no creían que la guerra se prolongase hasta el año nuevo. Contando
con una guerra corta (tal parecía ser también la convicción de los enemigos),
la inmensidad del desastre que se abatía sobre España no era percibida
claramente.
La noche del 17 al 18 de
julio, la República, en Madrid, estuvo pendiente de un hilo. Una decisión audaz
por parte de quienes, ya en sorda rebelión contra el gobierno, ocupaban todos
los establecimientos militares de Madrid y sus contornos, habría acabado con el
régimen en unas horas.
Se produjo el hecho
contrario. La facilidad relativa con que el movimiento fue sofocado en la
capital y en otras grandes ciudades y regiones que dejaban en poder del
gobierno los recursos más importantes del país, engendró una confianza sin
límites.
El grave desbarajuste que
siguió, revestido, para adoptar un nombre formidable, con el nombre de
revolución, provino, en gran parte, de esa confianza, ligada al instintivo
impulso de desquite de que he hablado más arriba.
Se ha observado un
sincronismo perfecto entre la recuperación de la autoridad del Estado, el
retroceso de la revolución, y los apuros y reveses de la guerra. Está por
analizar en qué medida los «avances» de la revolución contribuyeron a los
«retrocesos» del ejército.
La fuerza trágica de tal
situación dimana de que la descomposición del Estado era el resultado de las
leyes del choque; el efecto mecánico del alzamiento mismo. La razón sirve para
comprender por, qué la montaña, al derrumbarse, nos aplasta, pero no se puede
contener el derrumbamiento a fuerza de raciocinios.
Ahora bien: en tales momentos
el gobierno disponía solamente del poder de la persuasión.
No todos los hombres
políticos importantes profesaban aquella confianza, ni, menos aún, participaban
en el sentimiento popular de aprovecharse de la coyuntura para hacer un corte
de cuentas definitivo.
No todos, pero sí algunos.
He señalado la disposición dominante en las masas, pero no incluyo en este
vocablo solamente a los proletarios organizados en los sindicatos y en los
partidos.
Habría que añadirles otra
muchedumbre de gentes. El efecto de una opinión tan esparcida, pronta a
manifestarse con violencia, se dejó sentir en seguida.
A mi juicio, la actitud del
Estado frente al movimiento no podía ser otra que la de defender íntegramente
la legalidad constitucional republicana. Solamente en su nombre se podía
convocar a todos para la defensa del derecho establecido y exigir el esfuerzo
necesario.
Las querellas entre
partidos, y sus designios, por respetables y justificados que fuesen, debían
suspenderse ante el peligro común y aplazarse para pasado mañana.
Era evidente que, después de
una conmoción violentísima, como el alzamiento militar, la República, si lo
dominaba, no podría seguir siendo como antes era.
Más, para trazarse rutas nuevas
era indispensable no sólo dominar el movimiento, sino tener en cuenta las
condiciones y los medios con que hubiese sido dominado.
Movido de esta convicción
conferí al presidente de las Cortes el encargo de formar un gobierno con todos
los partidos que acataran la Constitución, desde los republicanos más
conservadores hasta los socialistas.
Algunos personajes
republicanos me hicieron observar que un Gobierno así, suscitaría protestas. Yo
también lo temía, pero eso no era obstáculo para llevar adelante el propósito.
Los republicanos conservadores
consultados se negaron a entrar en la combinación. También los socialistas. Los
motivos de unos y otros no eran los mismos, ciertamente.
Por su parte, casi toda la
mayoría parlamentaria parecía muy poco dispuesta a secundar al presidente de
las Cortes en su empresa.
Se formó un gobierno sin el
concurso de las derechas y sin socialistas. No era, ni con mucho, lo que se
había buscado.
En una madrugada de
agitación febril, hubo, según me contaron (yo no las vi), manifestaciones
contra el nuevo gobierno. Algunos republicanos, más exaltados que perspicaces,
hablaron incluso de una «traición» del presidente de la República.
El gobierno duró cuatro
horas.
El presidente de las Cortes
resignó los poderes porque estaba seguro de que de allí a poco «no le
obedecería nadie».
El gobierno que le sucedió,
formado exclusivamente por republicanos de la mayoría parlamentaria, fue bien recibido.
No es probable que ningún ministerio se haya hecho nunca cargo del poder en
circunstancias tan terribles.
Las fuerzas centrífugas
latentes en la sociedad española, y la indomable condición personalista del
carácter, entraron en juego en cuanto los lazos coactivos del Estado fueron
cortados por la espada. En general, los españoles participan vivamente en la
emoción de lo nacional, representándoselo en formas y signos que hablan a su sensibilidad.
Del Estado perciben mucho
menos, salvo cuando tropiezan con él en los servicios de la administración.
La reacción espontánea de
los españoles, cada vez que el Estado, por unas u otras causas, ha caído en
secuestro o invalidez, no ha consistido en acudir prestamente a restaurarlo,
sino en suplantarlo, usurpando sus funciones.
Un ejemplo ilustre, entre
otros, nos lo ofrece nada menos que la guerra de Independencia, en 1808. Cuando
más necesaria era la unidad disciplinada, todo se descompuso en un desorden
grandioso de iniciativas aisladas. Incluso para la defensa militar, la
autoridad coordinadora vino del extranjero.
Esa facilidad para dispersar
el esfuerzo, que algunos, con impropiedad, llaman anárquica, y el peligroso
relieve de la autoridad personal (legítima o usurpada), a la que se subordina
la eficacia de la función y la aceptación de la autoridad misma (de que hay
ejemplos glorificados en la tradición y el arte españoles), no tienen nada que
ver con las opiniones políticas dominantes en cada ocasión.
Estamos ante un rasgo
natural, permanente, que debe tenerse en cuenta. No se puede gobernar contra el
genio propio de un país, a no ser sometiéndole a mutilaciones horribles, como
no se puede escribir contra el genio del idioma, a no ser estropeándolo con
pedantería y barbarie.
Tener en cuenta aquella condición,
no es doblegarse a ella; mucho menos, exaltarla como un recurso salvador.
Esta vez, en torno de los
órganos del Estado, inerme, descoyuntado, se multiplicaron las iniciativas de
grupos, partidos y sindicatos; de provincias y regiones, de ciudades; incluso
de simples particulares.
Iniciativas rivales entre
sí, que se estorbaban; pero estorbaban sobre todo a la acción eficaz del
gobierno.
La situación, ya descrita,
en cuanto a la defensa militar en los primeros tiempos de la guerra, se repetía
en el terreno político y social. En realidad, eran la misma cosa, las dos caras
de un solo hecho; y hasta solían ser las mismas personas.
Era difícil saber dónde se
acababa el «miliciano» y dónde empezaba el «responsable» de un servicio público
o de una empresa.
En el orden de la economía,
esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos: asumiendo la dirección
administrativa de grandes servicios públicos; creando cada sindical, servicios
propios; sustituyéndose a los patronos en las empresas privadas. No por eso la unidad
entre las sindicales llegó a establecerse; todo lo contrario.
Persistían las antiguas
rivalidades y, dentro de cada sindical, las tendencias divergentes. En el orden
político, los brotes del genio improvisador y particularista se manifestaron en
los gobiernitos locales (además de los que legalmente existían), formados para
atender a los apuros más urgentes de una provincia. Casi todos duraron poco.
Solamente en la zona norte
(País Vasco, Santander, Asturias) hubo, además del gobierno vasco, un gobierno
en Santander, que contaba incluso con un ministro de Relaciones Exteriores; y
en Asturias, estando la provincia a punto de perderse, los dirigentes políticos
erigieron un «gobierno soberano», nada menos, que desató una campaña terrible contra
el gobierno de la República, echándole la culpa de aquel desastre.
Este movimiento, muy
complejo, que no obedecía al principio a ninguna consigna, fue definiendo sus
objetivos en la prensa, en los meetings, en las resoluciones y proclamas
de quienes lo representaban, como si poco a poco adquiriese conciencia de su
fuerza.
Tenía objetivos inmediatos,
y otros, más lejanos, para el día de la victoria. Ninguno de ellos coincidía
con los objetivos y los deberes del gobierno.
Objetivos inmediatos:
derrotar al «fascismo internacional», arrancar a la República todas las
reformas que, en plena vigencia de la democracia, nadie había prometido y que
era imposible conceder.
El cristal de aumento de la
exaltación popular amplió desmesuradamente los fines de la defensa de la
República. No se contentaba con dominar el alzamiento, restablecer el orden y
el funcionamiento normal del Estado (objetivos del gobierno).
La consigna de derrotar al
«fascismo internacional», sumamente impolítica, era a todas luces irrealizable.
No lo era menos, aunque
pareciese al alcance de la mano, la de aprovechar la coyuntura para romper los
límites que el régimen republicano había señalado a sus aspiraciones.
En 1935, preparando la
campaña electoral, repetí muchas veces, ante auditorios inmensos:
En nuestros conflictos
políticos, la República tiene que ser una solución de término medio, transaccional,
y la válvula de seguridad contra sus desaciertos es el sufragio universal. Lo
que se pierde en unas elecciones, puede recuperarse en otras. Nada duradero se
funda sobre la desesperación y la violencia.
La República no puede
fundarse sobre ningún extremismo. Por el solo hecho de ser extremismo, tendría
en contra a las cuatro quintas partes del país.
Esta doctrina se imponía con
más fuerza aún en tiempo de guerra (guerra contra la República, precisamente),
que en tiempo de paz.
Introducir motivos
secundarios, particularistas (de región, de partido o de clase), en la
resolución de defenderse contra el alzamiento, equivalía a hacer trizas la base
de la disciplina común, a poner en discusión la utilidad, la recompensa del
sacrificio de cada uno en beneficio de todos.
El día en que el
republicano, el socialista, el comunista, el burgués y el proletario, el
catalán, el vasco y el castellano no pudieran dar una respuesta unánime a la
pregunta: ¿Por qué nos batimos?, la República estaría perdida.
Antes de que los gobiernos,
recuperando los resortes del mando, emprendieran la obra de redressement de
que hablaré en otra ocasión, y durante el curso de esa misma obra, los efectos
de aquella disolución de la unidad de miras aparecieron claros, no sólo en el
juicio de las personas desapasionadas, sino en la experiencia.
En cierta ocasión, el comité
nacional de la CNT me pidió audiencia. Venía a quejarse de que el gobierno
perseguía a la CNT, de que el partido comunista pretendía avasallarla o
destruirla. «Si no se respeta — dijeron — lo que la CNT representa, si hemos de
someternos a un partido nuevo en España, preferible es que se hunda todo. ».
Cuando las diferencias entre
el gobierno de la República y el gobierno catalán pasaban por una fase aguda,
un político barcelonés, republicano, me dijo: «Los catalanes no saben ya
por qué se baten».
En otro momento hablaré del
mismo estado de espíritu en el País Vasco.
Tiempo antes, un ministro
del gobierno catalán", miembro del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM),
decía en un meeting de Barcelona: «Nosotros no nos batimos para hacer
una República que le guste al señor Azaña».
¡Muy bien! Losamigos del
orador habrán ya comprendido, un poco tarde, su equivocación. Y no porque
hubieran de aceptar una República cortada por un patrón de mi gusto (siempre
hemos estado lejos de ello, en guerra y en paz), sino porque mis puntos de
vista, tantas veces explicados y recomendados en público y en privado, no eran
personales, sino los del régimen, únicos que podrían dejar a salvo su
respetabilidad, lo mismo si ganaba que si perdía la guerra.
En cuanto a los objetivos lejanos,
ya mentados, se manifestaban, por el momento, en una operación táctica,
preventiva: ocupar en el Estado, en la economía, en la dirección de la guerra y
de la política las posiciones necesarias para ser el más fuerte el día de la
victoria.
Consecuencias de esta
táctica:
*.- Primera, política de
absorción y acaparamiento de funciones;
*.- Segunda, hostilidad, a
veces despiadada, de unos partidos (y de unos sindicatos) contra otros.
Descarto de esa táctica a
los republicanos en general.
Lejos de practicarla, la han
padecido.
En ciertos momentos, por lo
que ocurría en el territorio ya ocupado por los «nacionalistas», por los vientos
que soplaban en el nuestro, pareció que, ganándose o perdiéndose la guerra, en
ningún caso podrían los republicanos vivir
tranquilos en España, con o sin República.
Del partido socialista, trabajado
internamente por antiguas tendencias discordantes, por otras, novísimas, y por
incompatibilidades personales inextinguibles, no sería justo incluirle todo
entero en aquella táctica.
Por otra parte, los socialistas
han asumido desde septiembre del 36, la mayor responsabilidad del poder.
Cualquiera que fuese su
representante principal en el gobierno, tenía a su disposición el reparto de
las gracias, de la protección oficial, y su problema político inmediato
consistía, en ese particular, en decidir cuáles, con quién y en qué medida las repartiría.
Es también evidente que si
la República se hubiese salvado bajo un gobierno de dirección socialista, el
partido —acertando a resolver discretamente sus querellas domésticas, y
restaurada su tradición democrática— habría encontrado naturalmente en la
política una situación indisputable.
Con la excepción y las
salvedades hechas, todos los partidos, nacionales y regionales, usaron, más o
menos descaradamente, de aquella táctica.
Ser el más fuerte el día de
la victoria, significaba influir decisivamente en la estructura que se diese al
Estado, y, por de pronto, conservar las situaciones de hecho adquiridas
a favor de la guerra. Este propósito se formuló sin reservas, en un consejo de
ministros, por uno de los más fervorosos mantenedores de las situaciones de
hecho. El gobierno de la República no podía reconocerlas, ni legalizarlas.
La reconstrucción del Estado
consistía precisamente en suprimirlas.
Los últimos conflictos
políticos de la República surgieron a consecuencia o con ocasión de las rectificaciones
logradas o intentadas.
Pero en los tiempos
primeros, de un optimismo radiante, casi todas las cabezas españolas parecían
iluminadas por una vocación mesiánica.
Si en el campo nacionalista
venían a salvar la civilización cristiana en Occidente, los profetas del campo
republicano anunciaban el nacimiento de una nueva civilización. ¡Terribles
hipérboles, que prenden con facilidad en lo que el alma española tiene de
visionaria!
Ni la civilización cristiana
corría peligro, ni si lo hubiese corrido se salvaría con una guerra atroz, ni
la España republicana estaba preñada de una civilización nueva.
¡Ya hubiera sido mucho que
todo el país se adaptara a la existente!
La experiencia implacable
repartirá sus lecciones a quienes más falta les hagan.
En cuanto al movimiento
desordenado cuyos caracteres generales he descrito, que no llegó a coronarse
con el triunfo de una revolución, no fue menester mucho tiempo para demostrar,
por los resultados obtenidos, la urgencia de restaurar las normas de gobierno y
de disciplina que nunca se infringen impunemente; menos que nunca en tiempo de
guerra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario