domingo, 30 de diciembre de 2012

VI. EL ESTADO REPUBLICANO Y LA REVOLUCIÓN



VI. EL ESTADO REPUBLICANO Y LA REVOLUCIÓN
No se entenderá nada de la situación en la España republicana durante los primeros meses de la guerra si no se tiene presente que para buen número de los agredidos el alzamiento militar era, si no un hecho venturoso, una coyuntura favorable, que podía y debía aprovecharse para cortar los nudos que los procedimientos normales del tiempo de paz no habían logrado desatar, y para resolver radicalmente ciertas cuestiones que la República dejaba en suspenso.
Muchos de los que así sentían eran incapaces de desencadenar por su cuenta y para sus fines una catástrofe de tal magnitud; pero habiéndola producido otros, se creyeron dispensados de respetar las reglas del juego, violentamente rotas por el alzamiento.
Junto al furor, la indignación y otros sentimientos parejos despertados por el suceso, hay que poner siempre una fuerte pincelada de optimismo en los juicios que se hacían sobre la situación durante las primeras semanas, y más aún sobre el porvenir de la República para después de la guerra.
En agosto del 36, los más pesimistas no creían que la guerra se prolongase hasta el año nuevo. Contando con una guerra corta (tal parecía ser también la convicción de los enemigos), la inmensidad del desastre que se abatía sobre España no era percibida claramente.
La noche del 17 al 18 de julio, la República, en Madrid, estuvo pendiente de un hilo. Una decisión audaz por parte de quienes, ya en sorda rebelión contra el gobierno, ocupaban todos los establecimientos militares de Madrid y sus contornos, habría acabado con el régimen en unas horas.
Se produjo el hecho contrario. La facilidad relativa con que el movimiento fue sofocado en la capital y en otras grandes ciudades y regiones que dejaban en poder del gobierno los recursos más importantes del país, engendró una confianza sin límites.
El grave desbarajuste que siguió, revestido, para adoptar un nombre formidable, con el nombre de revolución, provino, en gran parte, de esa confianza, ligada al instintivo impulso de desquite de que he hablado más arriba.
Se ha observado un sincronismo perfecto entre la recuperación de la autoridad del Estado, el retroceso de la revolución, y los apuros y reveses de la guerra. Está por analizar en qué medida los «avances» de la revolución contribuyeron a los «retrocesos» del ejército.
La fuerza trágica de tal situación dimana de que la descomposición del Estado era el resultado de las leyes del choque; el efecto mecánico del alzamiento mismo. La razón sirve para comprender por, qué la montaña, al derrumbarse, nos aplasta, pero no se puede contener el derrumbamiento a fuerza de raciocinios.
Ahora bien: en tales momentos el gobierno disponía solamente del poder de la persuasión.
No todos los hombres políticos importantes profesaban aquella confianza, ni, menos aún, participaban en el sentimiento popular de aprovecharse de la coyuntura para hacer un corte de cuentas definitivo.
No todos, pero sí algunos. He señalado la disposición dominante en las masas, pero no incluyo en este vocablo solamente a los proletarios organizados en los sindicatos y en los partidos.
Habría que añadirles otra muchedumbre de gentes. El efecto de una opinión tan esparcida, pronta a manifestarse con violencia, se dejó sentir en seguida.
A mi juicio, la actitud del Estado frente al movimiento no podía ser otra que la de defender íntegramente la legalidad constitucional republicana. Solamente en su nombre se podía convocar a todos para la defensa del derecho establecido y exigir el esfuerzo necesario.
Las querellas entre partidos, y sus designios, por respetables y justificados que fuesen, debían suspenderse ante el peligro común y aplazarse para pasado mañana.
Era evidente que, después de una conmoción violentísima, como el alzamiento militar, la República, si lo dominaba, no podría seguir siendo como antes era.
Más, para trazarse rutas nuevas era indispensable no sólo dominar el movimiento, sino tener en cuenta las condiciones y los medios con que hubiese sido dominado.
Movido de esta convicción conferí al presidente de las Cortes el encargo de formar un gobierno con todos los partidos que acataran la Constitución, desde los republicanos más conservadores hasta los socialistas.
Algunos personajes republicanos me hicieron observar que un Gobierno así, suscitaría protestas. Yo también lo temía, pero eso no era obstáculo para llevar adelante el propósito.
Los republicanos conservadores consultados se negaron a entrar en la combinación. También los socialistas. Los motivos de unos y otros no eran los mismos, ciertamente.
Por su parte, casi toda la mayoría parlamentaria parecía muy poco dispuesta a secundar al presidente de las Cortes en su empresa.
Se formó un gobierno sin el concurso de las derechas y sin socialistas. No era, ni con mucho, lo que se había buscado.
En una madrugada de agitación febril, hubo, según me contaron (yo no las vi), manifestaciones contra el nuevo gobierno. Algunos republicanos, más exaltados que perspicaces, hablaron incluso de una «traición» del presidente de la República.
El gobierno duró cuatro horas.
El presidente de las Cortes resignó los poderes porque estaba seguro de que de allí a poco «no le obedecería nadie».
El gobierno que le sucedió, formado exclusivamente por republicanos de la mayoría parlamentaria, fue bien recibido. No es probable que ningún ministerio se haya hecho nunca cargo del poder en circunstancias tan terribles.
Las fuerzas centrífugas latentes en la sociedad española, y la indomable condición personalista del carácter, entraron en juego en cuanto los lazos coactivos del Estado fueron cortados por la espada. En general, los españoles participan vivamente en la emoción de lo nacional, representándoselo en formas y signos que hablan a su sensibilidad.
Del Estado perciben mucho menos, salvo cuando tropiezan con él en los servicios de la administración.
La reacción espontánea de los españoles, cada vez que el Estado, por unas u otras causas, ha caído en secuestro o invalidez, no ha consistido en acudir prestamente a restaurarlo, sino en suplantarlo, usurpando sus funciones.
Un ejemplo ilustre, entre otros, nos lo ofrece nada menos que la guerra de Independencia, en 1808. Cuando más necesaria era la unidad disciplinada, todo se descompuso en un desorden grandioso de iniciativas aisladas. Incluso para la defensa militar, la autoridad coordinadora vino del extranjero.
Esa facilidad para dispersar el esfuerzo, que algunos, con impropiedad, llaman anárquica, y el peligroso relieve de la autoridad personal (legítima o usurpada), a la que se subordina la eficacia de la función y la aceptación de la autoridad misma (de que hay ejemplos glorificados en la tradición y el arte españoles), no tienen nada que ver con las opiniones políticas dominantes en cada ocasión.
Estamos ante un rasgo natural, permanente, que debe tenerse en cuenta. No se puede gobernar contra el genio propio de un país, a no ser sometiéndole a mutilaciones horribles, como no se puede escribir contra el genio del idioma, a no ser estropeándolo con pedantería y barbarie.
Tener en cuenta aquella condición, no es doblegarse a ella; mucho menos, exaltarla como un recurso salvador.
Esta vez, en torno de los órganos del Estado, inerme, descoyuntado, se multiplicaron las iniciativas de grupos, partidos y sindicatos; de provincias y regiones, de ciudades; incluso de simples particulares.
Iniciativas rivales entre sí, que se estorbaban; pero estorbaban sobre todo a la acción eficaz del gobierno.
La situación, ya descrita, en cuanto a la defensa militar en los primeros tiempos de la guerra, se repetía en el terreno político y social. En realidad, eran la misma cosa, las dos caras de un solo hecho; y hasta solían ser las mismas personas.
Era difícil saber dónde se acababa el «miliciano» y dónde empezaba el «responsable» de un servicio público o de una empresa.
En el orden de la economía, esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos: asumiendo la dirección administrativa de grandes servicios públicos; creando cada sindical, servicios propios; sustituyéndose a los patronos en las empresas privadas. No por eso la unidad entre las sindicales llegó a establecerse; todo lo contrario.
Persistían las antiguas rivalidades y, dentro de cada sindical, las tendencias divergentes. En el orden político, los brotes del genio improvisador y particularista se manifestaron en los gobiernitos locales (además de los que legalmente existían), formados para atender a los apuros más urgentes de una provincia. Casi todos duraron poco.
Solamente en la zona norte (País Vasco, Santander, Asturias) hubo, además del gobierno vasco, un gobierno en Santander, que contaba incluso con un ministro de Relaciones Exteriores; y en Asturias, estando la provincia a punto de perderse, los dirigentes políticos erigieron un «gobierno soberano», nada menos, que desató una campaña terrible contra el gobierno de la República, echándole la culpa de aquel desastre.
Este movimiento, muy complejo, que no obedecía al principio a ninguna consigna, fue definiendo sus objetivos en la prensa, en los meetings, en las resoluciones y proclamas de quienes lo representaban, como si poco a poco adquiriese conciencia de su fuerza.
Tenía objetivos inmediatos, y otros, más lejanos, para el día de la victoria. Ninguno de ellos coincidía con los objetivos y los deberes del gobierno.
Objetivos inmediatos: derrotar al «fascismo internacional», arrancar a la República todas las reformas que, en plena vigencia de la democracia, nadie había prometido y que era imposible conceder.
El cristal de aumento de la exaltación popular amplió desmesuradamente los fines de la defensa de la República. No se contentaba con dominar el alzamiento, restablecer el orden y el funcionamiento normal del Estado (objetivos del gobierno).
La consigna de derrotar al «fascismo internacional», sumamente impolítica, era a todas luces irrealizable.
No lo era menos, aunque pareciese al alcance de la mano, la de aprovechar la coyuntura para romper los límites que el régimen republicano había señalado a sus aspiraciones.
En 1935, preparando la campaña electoral, repetí muchas veces, ante auditorios inmensos:
En nuestros conflictos políticos, la República tiene que ser una solución de término medio, transaccional, y la válvula de seguridad contra sus desaciertos es el sufragio universal. Lo que se pierde en unas elecciones, puede recuperarse en otras. Nada duradero se funda sobre la desesperación y la violencia.
La República no puede fundarse sobre ningún extremismo. Por el solo hecho de ser extremismo, tendría en contra a las cuatro quintas partes del país.
Esta doctrina se imponía con más fuerza aún en tiempo de guerra (guerra contra la República, precisamente), que en tiempo de paz.
Introducir motivos secundarios, particularistas (de región, de partido o de clase), en la resolución de defenderse contra el alzamiento, equivalía a hacer trizas la base de la disciplina común, a poner en discusión la utilidad, la recompensa del sacrificio de cada uno en beneficio de todos.
El día en que el republicano, el socialista, el comunista, el burgués y el proletario, el catalán, el vasco y el castellano no pudieran dar una respuesta unánime a la pregunta: ¿Por qué nos batimos?, la República estaría perdida.
Antes de que los gobiernos, recuperando los resortes del mando, emprendieran la obra de redressement de que hablaré en otra ocasión, y durante el curso de esa misma obra, los efectos de aquella disolución de la unidad de miras aparecieron claros, no sólo en el juicio de las personas desapasionadas, sino en la experiencia.
En cierta ocasión, el comité nacional de la CNT me pidió audiencia. Venía a quejarse de que el gobierno perseguía a la CNT, de que el partido comunista pretendía avasallarla o destruirla. «Si no se respeta — dijeron — lo que la CNT representa, si hemos de someternos a un partido nuevo en España, preferible es que se hunda todo. ».
Cuando las diferencias entre el gobierno de la República y el gobierno catalán pasaban por una fase aguda, un político barcelonés, republicano, me dijo: «Los catalanes no saben ya por qué se baten».
En otro momento hablaré del mismo estado de espíritu en el País Vasco.
Tiempo antes, un ministro del gobierno catalán", miembro del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), decía en un meeting de Barcelona: «Nosotros no nos batimos para hacer una República que le guste al señor Azaña».
¡Muy bien! Losamigos del orador habrán ya comprendido, un poco tarde, su equivocación. Y no porque hubieran de aceptar una República cortada por un patrón de mi gusto (siempre hemos estado lejos de ello, en guerra y en paz), sino porque mis puntos de vista, tantas veces explicados y recomendados en público y en privado, no eran personales, sino los del régimen, únicos que podrían dejar a salvo su respetabilidad, lo mismo si ganaba que si perdía la guerra.
En cuanto a los objetivos lejanos, ya mentados, se manifestaban, por el momento, en una operación táctica, preventiva: ocupar en el Estado, en la economía, en la dirección de la guerra y de la política las posiciones necesarias para ser el más fuerte el día de la victoria.
Consecuencias de esta táctica:
*.- Primera, política de absorción y acaparamiento de funciones;
*.- Segunda, hostilidad, a veces despiadada, de unos partidos (y de unos sindicatos) contra otros.
Descarto de esa táctica a los republicanos en general.
Lejos de practicarla, la han padecido.
En ciertos momentos, por lo que ocurría en el territorio ya ocupado por los «nacionalistas», por los vientos que soplaban en el nuestro, pareció que, ganándose o perdiéndose la guerra, en ningún caso  podrían los republicanos vivir tranquilos en España, con o sin República.
Del partido socialista, trabajado internamente por antiguas tendencias discordantes, por otras, novísimas, y por incompatibilidades personales inextinguibles, no sería justo incluirle todo entero en aquella táctica.
Por otra parte, los socialistas han asumido desde septiembre del 36, la mayor responsabilidad del poder.
Cualquiera que fuese su representante principal en el gobierno, tenía a su disposición el reparto de las gracias, de la protección oficial, y su problema político inmediato consistía, en ese particular, en decidir cuáles, con quién y en qué medida las repartiría.
Es también evidente que si la República se hubiese salvado bajo un gobierno de dirección socialista, el partido —acertando a resolver discretamente sus querellas domésticas, y restaurada su tradición democrática— habría encontrado naturalmente en la política una situación indisputable.
Con la excepción y las salvedades hechas, todos los partidos, nacionales y regionales, usaron, más o menos descaradamente, de aquella táctica.
Ser el más fuerte el día de la victoria, significaba influir decisivamente en la estructura que se diese al Estado, y, por de pronto, conservar las situaciones de hecho adquiridas a favor de la guerra. Este propósito se formuló sin reservas, en un consejo de ministros, por uno de los más fervorosos mantenedores de las situaciones de hecho. El gobierno de la República no podía reconocerlas, ni legalizarlas.
La reconstrucción del Estado consistía precisamente en suprimirlas.
Los últimos conflictos políticos de la República surgieron a consecuencia o con ocasión de las rectificaciones logradas o intentadas.
Pero en los tiempos primeros, de un optimismo radiante, casi todas las cabezas españolas parecían iluminadas por una vocación mesiánica.
Si en el campo nacionalista venían a salvar la civilización cristiana en Occidente, los profetas del campo republicano anunciaban el nacimiento de una nueva civilización. ¡Terribles hipérboles, que prenden con facilidad en lo que el alma española tiene de visionaria!
Ni la civilización cristiana corría peligro, ni si lo hubiese corrido se salvaría con una guerra atroz, ni la España republicana estaba preñada de una civilización nueva.
¡Ya hubiera sido mucho que todo el país se adaptara a la existente!
La experiencia implacable repartirá sus lecciones a quienes más falta les hagan.
En cuanto al movimiento desordenado cuyos caracteres generales he descrito, que no llegó a coronarse con el triunfo de una revolución, no fue menester mucho tiempo para demostrar, por los resultados obtenidos, la urgencia de restaurar las normas de gobierno y de disciplina que nunca se infringen impunemente; menos que nunca en tiempo de guerra.

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