VII.
LA REVOLUCIÓN ABORTADA
El gobierno republicano se
hundió en septiembre del 36, agotado por los esfuerzos estériles de restablecer
la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que
estaban cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos
de la República.
El buen desempeño de su
aplastante responsabilidad hubiera exigido por parte de todos la asistencia más
leal.
Durante aquellas semanas, el
optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De
entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a
la disciplina del Estado, porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento
de la contrarrevolución.
Se dio el caso de que unos
trenes de reclutas, movilizados por el gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir
las unidades de la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las
autoridades locales les impidieron proseguir el viaje.
El trabajo, lejos de hacerse
más intenso, menguó en duración y rendimiento.
La huelga de la
construcción, comenzada en mayo, dirigida e impuesta por la CNT, persistía
después de empezar la guerra; no se terminó hasta agosto.
La traición puede ser
sofocada y castigada, pero una alucinación colectiva se disipa difícilmente.
Es preferible creer en una
alucinación colectiva: en 1937 se celebró en Madrid un meeting para conmemorar el primer aniversario de la huelga de la
construcción, que entre otros méritos tuvo, en opinión de sus panegiristas, el
de haber precipitado el alzamiento.
Ya he dicho que algunos lo
recibieron como un hecho venturoso.
Los leaders políticos y sindicales visitaban a los milicianos en los
frentes, les aconsejaban sobre la manera de hacer la guerra, de aprovisionarse
sobre el país: «si encontráis una vaca o una ternera, la matáis, y os la
repartís; ya la pagará el gobierno».
El presidente del Consejo
recibió quejas muy serias de un leader,
porque los milicianos no tenían en el frente aguas minerales para beber.
Madrid ofrecía una
apariencia alegre, de jolgorio y holganza.
Miles de coches recorrían
velozmente las calles, derrochando la gasolina del Estado. Se derrochó también,
en fabulosa escala, los víveres y toda clase de recursos.
Músicas, desfiles, columnas
que iban al frente, o volvían.
Rebajamiento de la calidad y
limpieza en el vestido.
Muchos burgueses se
disfrazaban, bastante mal, de proletarios.
Ostentación de armas largas.
Jóvenes ociosos, en vez de
combatir en la trinchera, lucían por los cafés arreos marciales, el fusil en
bandolera.
La prensa adoptó un tono
jactancioso, semejante al de 1898. Los tópicos eran aparentemente otros, pero
la misma frivolidad. Hacía años que los periódicos no imprimían: «el heroico
coronel», «el invicto general».
Desempolvaron estos clichés.
Como novedad propia de los tiempos, tuvimos que diariamente caían en nuestras
líneas unos cuantos aviones enemigos «envueltos en llamas».
Bajo aquella confusión de
frivolidad y heroísmo, de batallas verdaderas y paradas inofensivas, de
abnegación silenciosa en unos y ruidosa petulancia en otros, la obra sombría de
la venganza prosiguió extendiendo cada noche su mancha repulsiva.
Los dos impulsos ciegos que
han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo.
Odio destilado lentamente,
durante años, en el corazón de los desposeídos.
Odio de los soberbios, poco
dispuestos a soportar la «insolencia» de los humildes.
Odio de las ideologías
contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la
intolerancia
y el fanatismo.
Una parte del país odiaba
a la otra, y la temía.
Miedo de ser devorado por un
enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente,
preventivos, para cortarle el paso a una revolución comunista.
Las atrocidades suscitadas
por la guerra en toda España, han sido el desquite monstruoso del odio y del
pavor.
El odio se satisfacía en el
exterminio.
La humillación de haber
tenido miedo, y el ansia de no tenerlo más, atizaban la furia. Como si la
guerra civil no fuese bastante desventura, se le añadió el espectáculo de la
venganza homicida.
Por lo visto, la guerra, ya
tan mortífera, no colmaba el apetito de destrucción.
Era un método demasiado «político»,
no escogía bien a sus víctimas. Millares de ellas iban cayendo, no por resultas
de sus actos personales, sino por su tendencia.
El impulso motor era el
mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle a la
nación sus miembros «podridos», ya se operase clandestinamente por las
pandillas de desalmados que en la pasión política pretendían encontrar una
justificación de la delincuencia.
En el territorio ocupado por
los nacionalistas fusilaban a los
francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela
tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a
secundar el alzamiento, a los diputados y ex diputados republicanos o
socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable
de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la
República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de
«fascismo», políticos de significación derechista. Que todo eso ocurriera, en
su territorio, contra la voluntad del gobierno de la República y a favor del colapso
en que habían caído todos los resortes del mando, es importante para los
gobiernos mismos y para su representación política.
Pero si las atrocidades
cometidas en uno y otro campo se consideran, no desde el punto de vista de la
autoridad del Estado y de la justicia legal, ni desde el de la responsabilidad
de quienes hayan gobernado en cada zona, sino como un fenómeno patológico en la
sociedad española, el valor demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el
mismo; su carácter, mucho más entristecedor.
La guerra es todavía una
fase de la política. Juzgamos la licitud o la ilicitud de una guerra según los designios
políticos que persigue.
Las atrocidades del
resentimiento homicida no pueden juzgarse con ese criterio. No es menester
apelar a él para reprobarlas, ni es permitido invocarlo para absolverlas. Tal primitivismo de sentimientos, un
desate tan irracional de los instintos, suprimen la política, la expulsan.
Ya sabemos que existe el
recurso de «organizar» la ferocidad y utilizarla como arma defensiva del
Estado. Sistema del terrorismo, con el que la violencia inmoral parece reincorporarse
a una razón política.
Mas, si las atrocidades
resultantes del desorden inficionan mortalmente la causa que pretenden servir,
el terrorismo organizado no asegura nada, ni siquiera su propia duración.
No es dudoso, que tales
hechos, causaron un quebranto irreparable en la confianza que el gobierno
republicano pudiera conservar sobre el resultado útil de su gestión.
Por otra parte, las perspectivas
de la guerra se ensombrecían.
Ya los primeros aviones alemanes
llegados a Andalucía transportaban a la Península tropas marroquíes. Se
esperaba (y se temía) mucho de la acción de los moros.
La experiencia probó pronto
que, aun siendo importante, su concurso no decidiría la guerra. Pero el fácil
avance de la columna de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de
Extremadura, mostraba, a quienes no habían perdido el juicio, la inminencia del
peligro.
Mientras, en la prensa
aparecían enormes manchettes, con
estupideces de este calibre: «La batalla de Talavera será nuestra batalla del
Mame», que hacían rechinar los dientes a las personas sensatas.
Con la mejor buena fe del mundo,
muchos «conductores» de la opinión creían lo más adecuado a la moral popular
mantenerla en sus ilusiones de triunfo-fácil.
Un revulsivo eficaz habría
sido, probablemente, ponerla frente a la realidad.
Algo así ocurrió más tarde.
Madrid, que no se había
defendido en el Guadiana ni el Tajo, se defendió en sus propios arrabales,
cuando podía presumirse, dados los antecedentes, que los moros llegarían al
centro de la capital en tranvía.
Parte decisiva en el
desmoronamiento del gobierno republicano le cupo a la situación exterior.
El gobierno, desde el
comienzo, se halló en la imposibilidad de comprar libremente armas en el
extranjero. En este aspecto, la no-intervención empezó a funcionar antes de
haberse firmado el acuerdo entre las potencias, y se aplicó, con efecto retroactivo,
a contratos de adquisición de material hechos por el gobierno español antes de
empezar la guerra.
La interdicción que padecía
así la República, hirió mortalmente al gobierno, que se encontró sin armas que
dar a las milicias, y en mala postura ante la opinión, que tal vez le inculpaba
de no saber hacerse respetar en el exterior. Nadie ha ignorado nunca ni nadie
tiene hoy interés en disimular las consecuencias decisivas de la
no-intervención en el curso de la campaña; pero los resultados de aquella
situación en la política interior de la República no fueron menos graves, y
difícilmente rectificables.
Ame las masas, la
experiencia venía a desacreditar la hipótesis de que un gobierno exclusivamente
republicano, que no suscitaba alarmas, era la garantía de que la República
seguiría siendo mirada sin prevención en el extranjero.
Se abrió paso,
irresistiblemente, la idea de que en el gobierno de la República, debían estar representados
todos cuantos la defendían. El gobierno fluctuó un par de semanas. Fue
imposible sostenerlo, Al empezar septiembre, tomó sobre sí la responsabilidad
de retirarse, y dio paso al gobierno llamado «de la victoria», compuesto de
republicanos, socialistas, sindícales de la UGT y dos comunistas.
Disposición dominante en el
nuevo gobierno: gran confianza en sus planes, en su popularidad, en su energía,
moderado todo ello por el fastidio de no haber sido llamado antes.
Uno de los nuevos ministros
me decía: « ¡Con tal de que no sea demasiado tarde!» ¿Demasiado tarde?
Llevábamos cincuenta y un días de guerra.
Si el ministro hubiese
podido sospechar que la guerra duraría novecientos treinta días más, acaso
hubiera entrevisto que entonces no era demasiado tarde para nada.
Los reveses de la campaña
hicieron comprender a todos la necesidad de tomar la guerra en serio, y
prestaron al gobierno el resorte necesario para imponer un cambio de conducta,
pero a costa de demasiado tiempo. No puede negarse que el precio del
aprendizaje fue elevadísimo y, en su mayor parte, irrescatable.
La reacción comenzó por el
ejército.
El nuevo gobierno sometió a
tocios a la disciplina militar y comenzó la organización metódica de las
fuerzas.
Empezaron a formarse las
grandes unidades, y el Estado Mayor fue recuperando la dirección de la campaña.
Antes no podía hacerse otra cosa que operaciones locales, para acudir como se
podía a los apuros más urgentes.
El enemigo tenía ya, entre
otras ventajas, la de una dirección única, y la de que todo su territorio
estaba unido (después de la toma de Mérida y Badajoz), aseguradas sus
comunicaciones interiores.
Ya partido en dos trozos
incomunicables por el aislamiento del norte, el territorio del gobierno de la
República estaba, para los efectos de dirigir la campaña, dividido en tres o
cuatro pedazos, como resultado de la situación de Cataluña y del País Vasco,
Las consecuencias fueron deplorables.
En agosto del 36, los que
mandaban en Barcelona decidieron enviar, auxiliados por Valencia, una
expedición contra Mallorca, No contaron con el gobierno de Madrid ni siquiera
para pedirle informes sobre cuál pudiera ser el estado militar de la isla.
La expedición, anunciada
ruidosamente en la prensa, desembarcó, perdió quinientos soldados, casi toda la
artillería, cerca de un centenar de ametralladoras tiradas al agua, sin lograr
la conquista de las Baleares para la «gran Cataluña», y malogró, para lo
sucesivo, cualquier empresa sobre un objetivo tan importante.
Otros ejemplos, no tan desastrosos,
podrían citarse de aquella dirección de la guerra desde cada provincia. Realmente,
la unidad de mando superior no fue completa sino a mediados de 1937, y todavía
quedó, hasta su pérdida, el sector excéntrico del norte.
La creación de un nuevo
ejército, capaz de hacer frente al enemigo, no podía lograrse plenamente, ni en
cuanto a la organización y disciplina, ni en cuanto a la selección del
personal, si no se operaba al mismo tiempo una transformación en el estado de
la retaguardia.
Donde más se hacía sentir el
desorden de las iniciativas privadas, que ahogaban al Estado o rivalizaban con
él, era en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la
guerra, y en el rendimiento de la industria.
Aquellas iniciativas eran de
dos clases: o bien de orden regional y político, como las del gobierno catalán,
o bien de orden sindical.
Claro está que dentro del
marco regional, se manifestaban también las obras de la actividad sindical. En
los servicios y empresas de cuya dirección se habían apoderado los sindicatos,
la calidad y la cantidad del trabajo descendieron. El derrame sindical produjo
un efecto paralizante.
En 1937 me dijo el director
general de Minas que la extracción de carbón en Utrillas se había reducido a la
décima parte de lo normal. Encareció el costo de las obras: emprendida la
construcción de un ferrocarril transversal desde la provincia de Valencia a
Madrid, para asegurar el abastecimiento de la capital, cada metro cúbico de tierra
removida venía a costar unas cuarenta mil pesetas. Disolvía la responsabilidad
en comités anónimos.
El servicio de transportes pagaba
sueldo a dieciséis mil chauffeurs, y
no se conseguía regularizar el envío de víveres a Madrid, cuando todavía no
escaseaban.
Si la memoria no me engaña,
fue el señor Largo Caballero, a la sazón presidente del Consejo, quien ordenó
la prisión del Comité de transportes. Se daban tan poca cuenta de la gravedad
de la guerra, o anteponían de tal manera las ventajas del momento presente, que
en septiembre del 36, habiendo en Madrid tres
aviones de caza, los obreros del taller de reparaciones del aeródromo de
los Alcázares se negaban a prolongar una hora la jornada y a trabajar los
domingos.
Estas muestras, tomadas de
la realidad, bastan para formarse una idea de la situación en ese aspecto y de
la inmensa tarea que los gobiernos debían cumplir.
Tanto desbarajuste, tales
movimientos desordenados, que arruinaban la producción, estaban destinados al
fracaso. La opinión pública, en general, los reprobó. Los resultados obtenidos,
acabaron de desacreditarlos. Pero su efecto, desastroso para la República,
estaba ya producido. Es seguro que, después de los italianos y los alemanes, no
han tenido los «nacionalistas» mejor auxiliar que todos aquellos creadores de
una economía dirigida, o más bien, secuestrada por los sindicatos.
El planteamiento de tal aventura
hubiera sido físicamente imposible en España durante la paz. Creer en su éxito
fácil, a favor de la guerra, porque se constituían situaciones de hecho, incompatibles no solamente con las leyes vigentes
sino con el conjunto de la economía del país, y esperar que tales situaciones,
si duraban hasta el final de la guerra, podrían subsistir (en la hipótesis de
una solución favorable a la República), no era muy halagüeño para la perspicacia de quienes así pensaran.
Todos estos hechos, de orden
económico u otro, que menguaban la capacidad de resistencia de la República, no
obedecían a un pensamiento común, no se amoldaban a un plan. Su fuerza se desparramó
por el área de las incautaciones y colectivizaciones que interesaban más a los meneurs, y no pasó adelante. El
sindicato se instaló pesadamente en
servicios y empresas; pesadamente, porque todo lo hacía con lentitud. Pero la
fuerza ascendente de ese movimiento menguaba con rapidez, a medida que se
apartaba de su terreno propio.
Nunca se apoderó del gobierno
ni del Estado. Es. concebible que, en las primeras semanas de la guerra,
hubiese estallado en el territorio de la República una revolución violentísima,
fulminante, que destruyera las instituciones republicanas, reemplazara a sus
partidos y a sus hombres, y entronizase un gobierno de su hechura, para
conducir de frente, bajo una disciplina de hierro, la revolución y la guerra.
Un fenómeno tal, observado
ya en otros países, en circunstancias parecidas, no llegó a producirse en
España. La conmoción fue bastante fuerte para quebrantar al Estado, colaborando
en eso, seguramente sin darse cuenta, con las fuerzas nacionalistas; pero no
pudo construir un Estado nuevo, no pudo sustituir una disciplina por otra, un
sistema por otro.
Así, en los momentos en que
la confusión fue mayor, se seguía invocando el Estado, la disciplina y el
sistema antiguos, y a los gobiernos a quienes se estorbaba la función de
gobernar, nadie los combatía de frente.
Por la doctrina y por la
táctica que lo han formado, una gran parte del sindicalismo español estaba
habituada a considerar al Estado como su enemigo irreconciliable, cuyo
aniquilamiento era el paso preliminar para la emancipación personal y social.
En plena guerra, debieron de creer, o procedieron como si creyeran, que la función
de mando, de dirección y de representación de una sociedad política, y la coordinación
de su economía, podían suprimirse, simplemente, y que las actividades de la
sociedad española se encauzarían por las deliberaciones de unos comités.
Reducido el Estado a la
impotencia, por asfixia, quedaría hecha la revolución. Doble error, desde el
punto de vista de la necesidad y la utilidad del Estado y desde el punto de
vista revolucionario. Algunos lamentarán que en España no hubiese de verdad una
revolución a fondo, capaz de tomar las riendas del poder, que hubiera conducido
a la República a la victoria. En todo caso —dirán— las cosas no habrían podido
salir peor de como han salido. Es juego fácil discurrir sobre experiencias
imaginarias.
Si los hechos, observados
rigurosamente, significan algo, es manifiesto que el remedio de una revolución creadora» no habría servido de nada. Las dificultades
en que se ha estrellado la República eran de orden internacional y de orden
técnico (militar e industrial). Danton y Carnot que resucitaran, no las habrían
resuelto, dada la situación de Europa y dados los recursos con que se contaba
en España. La Revolución triunfante se habría encontrado ante las mismas
dificultades, y algunas más, nacidas de su propio triunfo. La República —siendo
iguales las otras circunstancias— se habría perdido lo mismo. Acaso la guerra
se hubiera terminado antes. Dudosa compensación, porque en esas condiciones, la
guerra misma, y su conclusión, no habrían sido menos onerosas para quienes la
han padecido, para los defensores de la República y para el país en general.
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