VIII.
CATALUÑA EN LA GUERRA
El papel de Cataluña durante
la guerra ha sido de importancia capital, en todos los órdenes. Si en tiempo de
paz, ya desde la monarquía, las cuestiones políticas y económicas de Cataluña
estaban siempre en el primer plano de las preocupaciones del gobierno español y
de la opinión, el hecho de la guerra acreció enormemente el peso relativo de
aquella región en los destinos de la República.
Ocupada gran parte del
territorio nacional por las fuerzas enemigas, Cataluña era, entre las
provincias donde subsistía el régimen
republicano, la más rica, la más abundante en recursos de todo género. En
Cataluña estaba el mayor número de establecimientos industriales que podían
utilizarse para la guerra. Barcelona es el puerto español más importante del Mediterráneo.
Cataluña cubre la única
frontera terrestre con Europa que le quedaba a la República. Alimentaba a una
población numerosa, laboriosa, habituada a vivir bien, profundamente trabajada
por las agitaciones políticas y sociales. Dotada de un régimen propio y de un gobierno
autónomo, lo que ocurriese en Cataluña y la dirección que diese a su esfuerzo
habrían de tener, y han tenido realmente, un efecto decisivo en la política
general de la República y en la guerra. La posición fronteriza de Cataluña y la
potente irradiación de Barcelona, influían notablemente en el aprecio que desde
el exterior se hiciera de los asuntos de España.
Todo contribuía, pues, a
hacer de Cataluña, en el orden militar, un objetivo de primer orden. En ciertos
respectos, el objetivo principal.
La resistencia de la
República se apoyaba en Madrid y en Cataluña. Perderse cualquiera de los dos,
en los primeros meses del conflicto, habría puesto fin a la campaña. No así más
adelante. Recuerdo haber leído, en la primavera de 1938, un rapport del Estado Mayor, en el que, examinando
la situación resultante de la llegada del ejército enemigo a la costa del
Mediterráneo, se afirma que, perderse Madrid, Valencia y toda la zona
centro-sur de la península, no significaría haber perdido la guerra, porque
desde Cataluña podía emprenderse la reconquista de toda España.
Rebájese cuanto pueda haber
de hiperbólico en esa proposición. La recíproca es cierta: perdiéndose Cataluña,
no habría ya nada que hacer en el resto de España. No hay ninguna exageración
en la importancia atribuida a Cataluña en el curso de la guerra. La opinión pública
española —adicta o adversa a la República— lo comprendía muy bien.
La opinión extranjera, bien
o mal informada, lo presentía, y ha prestado atención preferente a Barcelona.
Por su parte, los grupos
políticos y las organizaciones sindicales que, de una manera o de otra,
asumieron la dirección de los asuntos públicos en Cataluña, desde julio de
1936, hacían todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para aumentar
temerariamente la importancia de la región en los problemas de la guerra. No
puede negarse que lo consiguieron, por acción y por omisión.
Por acción, atribuyéndose
funciones, incluso en el orden militar, que en modo alguno les correspondían;
por omisión, escatimando la cooperación con el gobierno de la República.
Después que, a consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión,
los poderes públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la
reacción necesaria por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por
completo de aquella región.
Los que oficialmente
representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su gobierno eran
vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les arrebataba no
solamente las situaciones de hecho conquistadas
desde el comienzo de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería
el régimen autonómico.
Miraban en el ejército de la
República, reorganizado en Cataluña desde que en mayo del 37 el Estado recuperó
en la región el mando militar, «un ejército de ocupación». Consideraban perdida
la autonomía y menospreciada la aportación de Cataluña a la defensa de la
República.
En las esferas oficiales del
Estado la convicción dominante era que la conducta del gobierno de Cataluña,
más atento a las ambiciones políticas locales del nacionalismo catalán, y
sometido, de mejor o peor gana, a la influencia omnímoda de los sindicatos,
estorbaba gravísimamente la función del poder central. Este conflicto, causa de
desconcierto y debilidad en la conducta de la guerra, pasó por varias fases,
desde la insubordinación plena en el segundo semestre de 1936, hasta el
sometimiento impuesto autoritariamente en 1938. Nunca se resolvió con entera
satisfacción de nadie, e influyó perniciosamente hasta el último momento.
Trataré de resumir el origen y las consecuencias de tal situación.
Por lo menos desde principio
del siglo, el nombre de Cataluña venía asociado, en las cuestiones de política
general española, a dos problemas: el del nacionalismo catalán y el del
sindicalismo anarquista y revolucionario.
El primero era un problema
específico de la región, y provenía de la expansión creciente del sentimiento
particularista de los catalanes. Renacimiento literario de su lengua,
restauración erudita de los valores históricos de la antigua Cataluña, apego
sentimental a los usos y leyes propios del país, prosperidad de la industria, y
cierta altanería resultante de la riqueza, al compararse con otras partes de España,
mucho más pobres, oposición y protesta contra el Estado y los malos gobiernos,
sobre todo después de la guerra con los Estados Unidos en 1898: todos estos
componentes, amasados con la profunda convicción que los catalanes tienen del
valor eminente de su pueblo (algunos hablaban de su raza), y de ser distintos, cuando no contrarios de los demás
españoles, concurrieron a formar una poderosa corriente contra el unitarismo
asimilista del Estado español.
El catalanismo, desde el
comienzo de sus actividades políticas, contó con uno o más partidos
«republicanos nacionalistas». Pero la fuerza catalanista más importante estuvo
representada, hasta el advenimiento de la República, por un partido (o Liga), profundamente burgués y
conservador. Este partido colaboró en algunos ministerios de la monarquía y les
arrancó la concesión de una autonomía administrativa para Cataluña.
Es obvio que el sindicalismo
revolucionario de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), no puede ser considerado
como un movimiento específico catalán. La asociación de las actividades de aquella
sindical con las cuestiones políticas de Cataluña proviene que en Barcelona
residía el organismo director de la CNT; en Cataluña estaban sus masas más
numerosas, sus hombres más conocidos; de Barcelona partían las consignas para
toda España; en Cataluña desencadenó la CNT algunos de sus movimientos más
alarmantes.
La CNT, que incluía en su
organización a la Federación Anarquista Ibérica, no tenía apenas contrapeso en
el movimiento obrero de Cataluña. El Partido Socialista Español (SEIO), carecía
de importancia en la región.
Los sindicatos de dirección
socialista, agrupados en la Unión General de Trabajadores (UGT), eran pocos,
relativamente a los de la CNT. Y en más de una ocasión, la acción sindical de
la CNT, que repercutía en toda España, estuvo determinada por cuestiones
propias de Cataluña, por su situación política o social.
En los últimos años de la
monarquía constitucional, antes de la dictadura de Primo de Rivera, Barcelona,
una de las ciudades más amenas y alegres de España, ganó una reputación siniestra.
Los pistoleros del «Sindicato Único» asesinaban patronos. El general Martínez
Anido, gobernador de Barcelona, organizó un sindicato, llamado «libre», cuyos
pistoleros, en represalias ordenadas por el gobernador, asesinaban a los del
«Único», y a gentes que no pertenecían a él. Los muertos de ambos bandos se
contaron por centenares. Desde entonces, la capacidad de invención de la
barbarie parecía agotada.
Producido el alzamiento de
julio del 36, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero
convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña. No sería
justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa
propia. El levantamiento de la guarnición de Barcelona fue vencido el 20 de
julio. La Guardia Civil, manteniéndose fiel a la República y al gobierno
autónomo catalán (que tenía entonces a su cargo los servicios de orden
público), decidió la jornada. Las demás guarniciones de Cataluña que secundaban
el movimiento, volvieron a sus cuarteles y depusieron las armas. Este triunfo
rápido, la percepción de la importancia que Cataluña cobraba para la decisión
de la guerra, las dificultades inextricables que embarazaban al gobierno
central, desataron la ambición política del nacionalismo y le decidieron a ensanchar,
sin límite conocido, su dominio en la gobernación de Cataluña.
Desde que se instauró la
República, el gobierno de Cataluña estaba en manos de un partido republicano
llamado de «izquierda catalana». Este partido surgió casi de improviso en las
elecciones de 1931, y obtuvo un triunfo fantástico.
En toda España se votó
entonces contra la dictadura militar, contra la monarquía y por la República,
en Cataluña se votó por o contra los mismos objetivos, y además, por catalanismo.
Es digno de recordarse que, en 1923, al sublevarse el general Primo de Rivera,
contaba con el apoyo de algunos importantes personajes del catalanismo burgués
y conservador.
No tardaron en conocer su
error y en arrepentirse de él. La política de Primo de Rivera fue tenazmente
anticatalanista, lo que para los nacionalistas significaba sencillamente
anticatalana. Primo de Rivera se jactó siempre de que había conseguido suprimir
el «problema catalán».
Hay motivos paracreer que lo
enconó. El caso es que en las elecciones de 1931, el catalanismo lastimado tomó
el desquite, y los republicanos catalanes de izquierda fueron, sin excepción,
nacionalistas. Con ocasión de la guerra, los catalanistas de la derecha han
repetido aquel error, pero en gran escala. Su oposición a la República ha
podido más que su catalanismo. Se abstuvieron de colaborar en la elaboración y aprobación
del régimen autonómico de Cataluña, que, de esa manera, apareció ante la
opinión catalana como una «conquista» de los republicanos de izquierda. En el
alzamiento militar, los catalanistas conservadores se pusieron decididamente al
servicio de la que era entonces «Junta de Burgos». Su cálculo era éste: nos
aprovecharemos del movimiento para librarnos del peligro comunista y de la
revolución; después, nos desembarazaremos de los militares, como nos desembarazamos
de Primo de Rivera. Personas que presumen de bien enteradas aseguran que los
autores de ese cálculo no tienen ahora motivo ninguno de estar satisfechos.
Vencida la guarnición de
Barcelona el 20 de julio, y hallándose libre de los estragos de la guerra todo
el territorio catalán (las columnas de milicianos barceloneses penetraron hasta
las cercanías de Zaragoza), se creyó sin duda que se había logrado todo, y que
era el gran momento para hacer política. Nacionalismo y sindicalismo se
aprestaron a recoger una gran cosecha. Es difícil analizar hasta qué punto
coincidían y desde qué punto diferían en su acción el uno y el otro. La táctica
de hacer cara al gobierno de la República y de sustraerse a su obediencia les
era común. En todo lo demás, tenían que entrar en conflicto, a no ser que el
gobierno catalán se sometiera mansamente a los sindicatos.
El gobierno catalán desconoció
la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de «incautaciones», pero
dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una terrible crisis de
autoridad. La invasión sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra
parte, desbordó al gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno
contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o
disculpar sus propias extralimitaciones. Por ejemplo, el gobierno catalán se incautaba
del Banco de España, para evitar que se incautase de él la FAI.
Véanse ahora algunas de las situaciones de hecho creadas en Cataluña:
todos los establecimientos militares de Barcelona quedaron en poder de las
«milicias antifascistas», controladas por los sindicatos.
El gobierno catalán se
apropió la fortaleza de Montjuich; con qué efectiva sobre ella, es punto dudoso.
La policía de fronteras, las
aduanas, los ferrocarriles, y otros servicios de igual importancia fueron
arrebatados al Estado. La Universidad de Barcelona se convirtió en «Universidad
de Cataluña». Hasta el teatro del Liceo, propiedad de una empresa, se llamó
Teatro Nacional de Cataluña. (En él se representaban zarzuelas madrileñas y
óperas francesas o italianas.) El gobierno catalán emitió unos billetes,
manifiestamente ilegítimos, puesto que el privilegio de emisión estaba
reservado al Banco de España.
Los periódicos oficiosos de
Barcelona comentaron: «Ha sido creada la moneda catalana». También aquel
gobierno publicó unos decretos organizando las fuerzas militares de Cataluña.
Los mismos periódicos dijeron: «Ha sido creado el ejército catalán». Tales creaciones,
y otras más (que no son un secreto, porque constan en las publicaciones
oficiales del gobierno catalán y en la prensa de Barcelona), respondían a la
política de intimidación, que ya he mencionado. Cuando esos avances del
nacionalismo iban siendo corregidos por el gobierno de la República, un
eminente político barcelonés, republicano, me decía apesadumbrado: «Si
hubiéramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas habrían sido otros tantos
triunfos en nuestra mano».
Por su repercusión inmediata
en la guerra, es necesario recordar especialmente lo que se hizo en Cataluña,
durante ese período, en el orden militar y en la industria. El gobierno
autónomo instituyó inmediatamente un ministerio de la Guerra (consejería de
Defensa), para su región. Al principio, estuvo al frente de ese departamento,
por lo menos en apariencia, un militar profesional.
Más tarde, ocupó el puesto
un obrero tonelero. El ministro, o consejero, estaba asistido por un Estado
Mayor, formado en su mayoría por oficiales del ejército.
Asumieron la dirección de
las fuerzas catalanas y pretendieron organizarías. Pocas en número, sin
cuadros, sin material, escasas de municiones, continuaron divididas en columnas
y en divisiones según el color político de sus componentes. En realidad, la
consejería de Defensa fue un semillero de burócratas, un hogar de intrigas
políticas. En
diciembre del 36, persona
que tenía motivos para saberlo, me dijo que había 700 funcionarios para
administrar unas fuerzas que en el papel no excedían de 40.000 hombres.
Rechazados fácilmente los primeros amagos de los milicianos sobre Zaragoza;
fracasada la expedición a Mallorca; concluidas por un descalabro serio las
operaciones sobre Huesca, todo el frente de Aragón, desde los Pirineos hasta
Teruel, cayó en absoluta inacción.
Se había demostrado la
imposibilidad de constituir a fuerza de armas y por derecho de conquista, la
«gran Cataluña». En marzo del 37, el diario de Barcelona, La Vanguardia, publicó un artículo,
en el que aparecía la palabra traición, a propósito de la inactividad del
frente. Me parece exagerado. Tomar la iniciativa era imposible. Pero es cierto
que no se hacía casi nada para remediarlo, ni se levantaban las fortificaciones
necesarias para prevenirse siquiera contra una ofensiva, que, por lo visto,
parecía improbable. En general, dominaba la creencia de que la guerra se
decidiría en otra parte, lejos de Cataluña. Sofocado en pocas horas, dentro del
territorio catalán, el alzamiento militar, y llevando sus fuerzas al interior
de las provincias limítrofes, a gran distancia de Barcelona, Cataluña había
ganado su guerra. En el frente
de Aragón no se retrocedía, en tanto que en los demás teatros de operaciones se
cosechaban desastres.
Cataluña había cumplido lo
que le correspondía. Su hermosa tierra estaba libre de enemigos, y continuaría
estándolo. « ¡Que hagan en todas partes lo mismo, en vez de ir corriendo desde
Cádiz hasta Madrid!», decía un ministro catalán. Esta situación era, para
muchos, un mérito especial, y para casi todos, un argumento justificativo de la
política imperante en Barcelona.
En los tiempos de mayor
desbarajuste, subyugado el gobierno catalán por la CNT, pactó con los
sindicatos un decreto de militarización, concediendo en cambio que ciertas
industrias serían oficialmente colectivizadas. Hubo por entonces una crisis del
gobierno catalán, y en el curso de ella, alguien propuso que los partidos y las
sindicales que estuviesen representados en el nuevo gobierno, firmasen un papel
comprometiéndose a obedecerle. Este
propósito no debió de alcanzar al decreto sobre el servicio militar, que no se
cumplió. No corrieron mejor suerte otros decretos de la misma procedencia, y su
incumplimiento no se debió en todos los casos a que los sindicatos no los
aceptasen. Eran a veces de imposible aplicación, o la opinión general no los
aceptaba.
La colectivización de
industrias en Cataluña, que se fundaba originariamente en incautaciones de
hecho (y en eso consistía toda su fuerza), condujo inmediatamente a un callejón
sin salida. La tesorería de las empresas colectivizadas se agotó rápidamente.
Carecían de medios para adquirir en el extranjero primeras materias.
Naturalmente, era imposible llevar los
productos manufacturados en Cataluña al territorio ocupado por el enemigo, y
muy difícil también distribuirlos por las otras provincias.
Abrirse mercados nuevos en
el exterior no estaba al alcance de la buena voluntad. En ciertos ramos de la industria, los artículos invendidos, por valor
de muchos millones, abarrotaban los depósitos. Al poco tiempo de «organizar» la
producción en esa forma (sin examinar ahora las demás condiciones en que se
producía), un ministro catalán pintaba la situación con muy negros colores:
muchas fábricas tendrían que cerrarse; doscientos mil obreros quedarían en paro
forzoso... El gobierno catalán aportaba fondos para el pago de los salarios,
como si acudiese al socorro de una calamidad pública. Un periódico barcelonés
insertó este anuncio: «Empresa colectivizada desea socio capitalista». No es
verosímil que lo encontrara. El gobierno catalán venía a ser el socio
capitalista de las empresas a quienes necesitaba sostener, pero un socio para
las pérdidas, nunca para las ganancias, aun en el supuesto temerario de que las
hubiese habido.
Exhausta su tesorería, el
gobierno catalán se volvía al gobierno de la República, para obtener su
auxilio, mediante la liquidación de suministros de material de guerra y de
gastos hechos por cuenta del Estado, y otros conceptos, que daban origen a
discusiones, compromisos y regateos muy penosos, con los que se enredaban las cuestiones
de política general, y cuya solución, cuando parecía haberse encontrado alguna,
dejaba descontentas a las dos partes.
Las industrias adaptadas a
la producción de material de guerra, estaban, en ciertos respectos, en otra
situación: teman un cliente seguro, el Estado; vendían a buen precio, todo lo
que fabricaban; el problema consistía en que fabricasen más.
El gobierno de la República pretendía
justamente requisar con arreglo a las leyes las fábricas de material de guerra,
tratar directamente con ellas para los encargos que necesitase, y asegurarse de
su buen rendimiento en calidad y cantidad.
Esta cuestión, que, en buena
lógica, solamente podía suscitar dificultades de orden administrativo y
técnico, promovió desgraciadamente un problema político de primera magnitud. El
gobierno de Cataluña se interponía entre la acción del Estado y las fábricas de
material. Según su criterio, el Estado debía tratar únicamente con el gobierno
catalán, sin ninguna intervención directa en el funcionamiento de las fábricas.
No es ahora posible aquilatar en qué medida concurrían a sostener esa posición
el gobierno catalán y los sindicatos. En cierta ocasión, el gobierno catalán suspendió
o prohibió la fabricación de un pedido contratado directamente por el gobierno
de la República; motivo: que la conducta sindical de la fábrica no había sido
buena. Una de las razones que el gobierno de la República dio para trasladarse
de Valencia a Barcelona, fue que desde Barcelona removería más fácilmente los
obstáculos que se le oponían. El resultado no debió de ser muy lisonjero,
porque en septiembre del 38 se decidió a militarizar, sometiéndolas al
ministerio de la Guerra, las fábricas de material. Los representantes de los
partidos catalanes y vascos en el gobierno de la República, dimitieron. Se
llegó a una situación de grandísima violencia y gravedad, complicada por la
crisis interna de los partidos que sostenían al gobierno de la República,
llamado de «unión nacional», por graves faltas de tacto, y por violencias
innecesarias, como si cada cual se empeñase en perder la parte de razón que
tuviera.
Las consecuencias de este
conflicto no salieron a luz, porque sobrevino el desastre militar, y todo quedó
sepultado bajo los escombros.
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