domingo, 30 de diciembre de 2012

IX. LA INSURRECCIÓN LIBERTARIA Y EL «EJE» BARCELONA-BILBAO



IX. LA INSURRECCIÓN LIBERTARIA Y EL «EJE» BARCELONA-BILBAO
Cuanto llevo escrito sobre la situación de Cataluña durante la guerra, y los antecedentes recordados para la mejor comprensión de los hechos, parecen demostrar que nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario y asimilista o bajo un régimen autonómico la cuestión catalana perdure como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias, ya las cometa el Estado, ya se cometan contra él: eso prueba la realidad del problema, que está muy lejos de ser una «cuestión artificial».
Es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones. Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y respetándolo.
Por eso, en España, las formas políticas liberales, que no ponen fuera de la ley a los disidentes ni a los descontentos, han vivido siempre en peligro. Las «soluciones de fuerza» que periódicamente reaparecen en la historia de ese período, solían decir que se imponían para «acallar las discordias» y restablecer la moral unificadora del patriotismo.
En realidad, no venían a salvar un Estado en peligro, sino a confiscarlo en provecho de una fracción, o de una facción de descontentos.
Una persona de mi conocimiento afirma, como una ley de la historia de España, la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. Esta boutade denota todo un programa político. De hecho, Barcelona ha sufrido más veces que ninguna otra capital española el rigor de las armas.
En protesta contra la política de unificación, los catalanes se sublevaron en el siglo XVII contra el Habsburgo reinante en Madrid. Luis XIII, rey de Francia, se alió con ellos. Medio siglo más tarde, los catalanes se aliaron con la Casa de Austria, y sostuvieron la guerra contra un descendiente de aquel rey, entronizado en España.
En castigo, nuestro primer Borbón privó a los catalanes del régimen de gobierno propio que hasta entonces tuvieron. El sistema borbónico, continuado y completado por la organización administrativa que los liberales moderados del siglo XIX, dieron a España, duró más de doscientos años. O no significaba nada más que autoritarismo estéril y una apariencia de unidad, o tenía que ser el aparato necesario para una política de profunda y definitiva asimilación, principalmente lingüística y cultural. Admitamos que una violencia sostenida durante dos siglos contra un hecho natural, hubiera resultado a la larga ventajosa para toda España. Admitamos que en nuestro tiempo, habría valido más que todos los españoles hablasen una sola lengua y estuvieran criados en una tradición común, sin diferencias locales. Para ello habría sido menester que un Estado potente, de gran prestigio, realizara una labor enérgica, tenaz, desde las escuelas. Ahora bien, en España, durante una gran porción de esos dos siglos, el Estado carecía de tales prestigio y poderío, y había pocas escuelas.
El catalán se conservó como lengua usual, ya que no como lengua literaria, incluso en los tiempos en que la buena sociedad barcelonesa afectaba por distinción hablar en castellano y lo usaban a la perfección en sus escritos los catalanes más letrados. El pueblo, y sobre todo el pueblo rural, seguían siendo impermeables a la lengua castellana.
Subsistir la diferencia lingüística significaba que la obra de asimilación había fallado por la base. Factor importante en aquella resistencia fue el clero, alegando que para enseñar la doctrina cristiana debía hablar a los fieles en su lengua vernácula. Gran parte del clero catalán apoyó con fervor la expansión del catalanismo, y algún obispo de Barcelona se hizo célebre por su ruidosa adhesión a ese movimiento.
Nadie ignora tampoco que el monasterio benedictino de Montserrat venía siendo, por sus trabajos de erudición (entre otros, la publicación de la Biblia en catalán), un hogar intelectual de la «catalanidad» y del nacionalismo. Hace pocos años, los benedictinos de Montserrat recibieron al presidente del gobierno español haciendo sonar en el órgano de su iglesia, consagrada a la Virgen María, el himno catalanista de Els Segadors.
Esa disposición del clero catalán tenía arraigo tradicional. Clérigos eran algunos de los más violentos mantenedores de la causa de Cataluña en la insurrección del siglo XVII. Por sus anatemas, los catalanes miraron con horror, como a una banda de herejes, de sacrílegos profanadores del Santo Sacramento, al «ejército católico» que envió el rey para someter a Cataluña. En estos últimos tiempos, acaparada la acción política del catalanismo por los partidos catalanes de izquierda, ha podido parecer, a quien lo observase desde fuera, un movimiento revolucionario y marcadamente anticlerical.
No era así, de hecho. Esos caracteres, si los ha tenido, no proceden específicamente del catalanismo, sino de otras tendencias políticas amalgamadas con él.
Uno de los grupos catalanes más intransigentes en su nacionalismo, era fidelísimo devoto de la Iglesia romana. El hombre político que conocidamente lo representaba, católico practicante, y declarado separatista, fue fusilado en Burgos por los «nacionalistas» de la otra banda, Recuerdo que el año pasado me visitó en Barcelona una delegación de de ese grupo católico-nacionalista, Hablamos de la restauración del culto. En la conversación salió el nombre del obispo de Barcelona, furibundo militante en el movimiento antirrepublicano.
Aquellos señores sabían, como todo el mundo, que hundirse la República era acabarse la autonomía de Cataluña. Y recordando la acción política del prelado, cuya suerte se ignoraba, uno de mis interlocutores, chispeándole en los ojos la cólera refrenada, exclamó; «No. Seguramente no le han asesinado. El señor obispo no merecía el martirio».
La República no inventó el problema de Cataluña. Le trató por métodos distintos que la monarquía, No inventó el renacimiento lingüístico y cultural de Cataluña, no inventó el nacionalismo, ni lo hizo prender en las masas. Se lo encontró pujante, y enconado por la política dictatorial de Primo de Rivera, La monarquía misma había entrado por el camino de las transacciones. Entre los intelectuales madrileños apuntaba una tendencia a las soluciones de concordia, en gran parte por reacción contra las arbitrariedades de la dictadura del general, que se imaginaba poder suprimir el problema catalán.
El año antes de proclamarse la República, una delegación numerosa de intelectuales madrileños, de los más eminentes, estuvo en Barcelona, invitados por sus colegas catalanes., Abundaron los banquetes, los discursos, las efusiones fraternales. Se trataba de conocerse y de «comprenderse». Un profesor de Madrid, monárquico, que durante la guerra se ha significado personalmente por sus servicios al gobierno de Burgos, traducía en esta fórmula la conducta que parecía deseable en la cuestión catalana: «Ni separación, ni asimilación».
Fracasado el sistema de la unificación asimilista, había que buscar otro. No era útil que España llevase abierta en el costado la llaga del descontento catalán, ni era justo que los catalanes fuesen desoídos brutalmente, ni podía tratarse a una espléndida parte de España como a un pueblo enemigo. Urgía afrontar la realidad, por desagradable que pareciese y hallar una solución de paz, dejando a salvo lo que ningún español hubiera consentido comprometer: la unidad de España y la preeminencia del Estado, De ahí salió la autonomía de Cataluña, votada por la República.
Para que el nuevo régimen catalán prosperase y se consolidara, era menester cumplirlo con absoluta lealtad, en Barcelona y en Madrid.
Si desde la capital de España debía persuadirse a los catalanes que la autonomía no era una concesión arrancada a un Estado débil, importaba todavía más que en Barcelona supieran que cualquiera extralimitación, o el mal uso de su régimen, desataría en el resto de España una reacción violentísima, no ya contra la autonomía, sino contra la propia Cataluña. Sería aventurado decir que el tacto y la sagacidad necesarios para gobernar en -tales condiciones han abundado en las dos capitales, lo mismo durante la guerra que antes de ella. Ateniéndome a los tiempos de guerra, es de notar que los movimientos políticos de Cataluña habían suscitado (antes de la insurrección de mayo del 37), grave descontento en el resto de España.
En realidad, la opinión pública no conocía bien lo que pasaba en Barcelona. La gente, agobiada por la guerra, por las crecientes dificultades de la vida, no prestaba demasiada atención a las cuestiones de Cataluña. La prensa no catalana, se abstenía de subrayarlas. Incluso se presentaban como «avances» de la República, y otras tantas garantías de triunfo sobre el fascismo. No obstante la defectuosa información, el descontento existía, sobre todo entre  republicanos y socialistas, y en las gentes sin partido. Se estimaba comúnmente que el gobierno catalán, además de sus obligaciones estrictas derivadas de las leyes, tenía una especie de deuda moral con la República y con los partidos que habían votado la autonomía.
Viéndola destruida (porque a eso equivalía el transgredirla), se enfurecían, estimándolo como una ingratitud y una falta política de primer orden. Por la razón que he dicho, este movimiento no cundió entre el gran público. El conflicto no salió de las esferas de ambos gobiernos, ni de las disputas entre gabinete y gabinete, y a veces, de persona a persona.
La situación hizo crisis en mayo del 37. Una insurrección de sindicales y libertarios tuvo cuatro días a Barcelona bajo su fuego. He leído una explicación de este suceso (del que fui testigo), achacándolo a profundos manejos de un país extranjero. Me parece novelesco. Las disputas por el mando, las rivalidades entre partidos y sindicales, la falsa situación del poder legal en Cataluña, mediatizado por los que imponían su voluntad, la trágica impotencia del gobierno catalán, flotante como un corcho en aquel revuelto caudal, acumularon en Barcelona los elementos necesarios para una conflagración. Se produjo de improviso (aunque no inesperadamente), cuando un ministro del gobierno catalán quiso realizar un acto de autoridad, recuperando por la fuerza el edificio de la Telefónica, en poder de los sindicatos. La insurrección, dirigida contra el ministro que se había atrevido a tanto y contra el jefe de policía, causó centenares de muertos. Para los insurrectos, se trataba de una cuestión entre catalanes, o entre obreros catalanes, en la que no debía mezclarse el gobierno de la República. Tal pareció ser también la actitud del gobierno catalán, que no informó a tiempo al poder central de la gravedad de los hechos, y se resistió cuanto pudo a desprenderse del mando de las fuerzas de policía.
Bloqueado en su residencia oficial, mientras la fusilería, las ametralladoras, las bombas, los carros blindados sembraban la muerte en las calles, el gobierno catalán entró en crisis, de la que resultó el cese del ministro que había dado pretexto al conflicto, y el relevo del jefe de policía. Los revoltosos asesinaron en la calle a uno de los miembros del nuevo gobierno, cuando se dirigía a tomar posesión de su departamento.
Tengo motivos para creer que el gobierno de la República, instalado en Valencia, conoció la verdadera índole del conflicto por las conversaciones telegráficas que durante los cuatro días mantuve con el ministro de Marina. El  Gobierno decretó la supresión de los servicios autónomos de seguridad y policía en Cataluña, poniéndolos de nuevo bajo la dependencia directa del poder central. Nombró un general del ejército (que difícilmente logró introducirse en Barcelona) para mandar todas las fuerzas militares de Cataluña, lo que equivalía a suprimir la consejería de Defensa o ministerio de la Guerra del gobierno catalán.
Envió unas columnas de tropas, refuerzos de aviación, y unos barcos de guerra al puerto de Barcelona. No llegaron a entrar en acción. Algunos delegados de la CNT, y dos ministros del gobierno de la República, pertenecientes a esa sindical, estuvieron en Barcelona, con el propósito de apaciguar la ciudad. Trataron el caso como si estuvieran en presencia de una huelga. En sus discursos radiados, aconsejaban a los revoltosos que volvieran al trabajo, y a los «camaradas guardias» (las fuerzas de policía), que depusieran su actitud. Un gerifalte de la CNT hizo saber que serían considerados facciosos quienes persistieran en la lucha. Tales recomendaciones no dieron resultado apreciable. La insurrección se acabó por consecuencia y a cambio de las modificaciones introducidas en el gobierno catalán. Los directores del movimiento publicaron en la mañana del cuarto día una nota ordenando que cesaran las hostilidades y se reanudara el trabajo, por que el proletariado había obtenido satisfacción de los agravios. La paz material se restableció.
Un escándalo de tanta magnitud, acabó de mostrar a los más ciegos la gravedad del mal. La opinión barcelonesa recibió con un suspiro de satisfacción las medidas del gobierno de la República. «Lo primero es vivir», decían muchos. Los más obstinados en mantener, siquiera en apariencia, las facultades del gobierno autónomo, se sometieron de mala gana a la necesidad de cambiar de métodos, reconocida por todos. Pocos días más tarde, el gobierno de la República se modificó profundamente, saliendo de él los representantes de las sindicales. El nuevo gobierno, estimulado por la opinión, y por la
urgencia de recuperar en Cataluña las funciones indispensables para dirigir la guerra y asegurar la tranquilidad pública, emprendió una obra que tenía el solo defecto de llegar con retraso. La ocasión era propicia para realizar en Cataluña un reajuste a fondo. Recobrado el mando de las fuerzas de policía y del ejército en la región, el gobierno ocupó también con sus agentes todos los servicios de la frontera. Los campesinos de algunos valles pirenaicos acudían gozosos a la raya, para ver ondear de nuevo la bandera de la República, que significaba una liberación. Se planteó, entre Barcelona y Valencia, el problema de abolir las situaciones de hecho, creadas con abuso de poder.
No haré la cuenta de las ventajas obtenidas por el gobierno de la República ni de las que dejó de obtener. Importa consignar que en esa pugna, prolongada hasta el final de la guerra, reaparecieron los tópicos, los enconos, los  rozamientos, los empeños de amor propio y de prestigio personal que desde hacía muchos años solían acompañar a lascuestiones de Cataluña, avivado todo ello por el excitante de la guerra.
Los republicanos catalanes, adscritos a la política nacionalista (esta cuestión les importaba poco o nada a las organizaciones del proletariado), usufructuarios del régimen autonómico hasta el día del alzamiento, vieron en la nueva actitud del gobierno de la República una ofensiva contra la autonomía. «El único pensamiento común del gobierno —solían decir— es la política anticatalana. » Temían sobre todo que, al terminarse la guerra, victoriosa la República, Cataluña perdiese de nuevo su régimen propio. Estaban dispuestos a renunciar, temporalmente, a cualquier texto del Estatuto catalán, que a juicio del gobierno estorbase para la política de guerra, con tal de obtener garantías del restablecimiento de la autonomía, al hacerse la paz. De otra manera, y ante la conducta del gobierno de la República, «los jóvenes catalanes que están en filas, no sabrán ya por qué se baten».
La cuestión quedaba así mal planteada. Uno de los efectos causados por la conmoción de la guerra, ha sido el desconcierto de lo que parecía ser el pensamiento político de algunas cabezas. Hemos visto a hombres muy moderados durante la paz, abanderarse en la revolución; y a quienes de mala gana aceptaban los principios autonómicos de la Constitución, propugnar en la guerra la disparatada idea de una «federación de pueblos ibéricos», en la que entrarían cuantos quisieran, y saldrían los que no estuvieran a gusto. Hemos visto a hombres, partícipes en la creación del régimen autonómico catalán, descubrir que el catalanismo debía contentarse con bailar sardanas. Este desconcierto, propio de las gentes que revolotean en la política a merced del viento que sopla, no influía en el curso de la cuestión que voy examinando, por violentas que fuesen a veces las reacciones del mal humor.
El gobierno no se proponía suprimir el Estatuto autonómico de Cataluña. Tampoco tenía atribuciones para suprimirlo. Se trataba de restablecer, dentro de sus límites, el funcionamiento normal de los poderes públicos establecidos en Cataluña por su Estatuto peculiar.
Subvertidos los poderes, que no tenían otra base que el sufragio universal directo, ni otra hechura que la democracia, era inadmisible que, con pretexto de ser Cataluña una región autónoma, fuese gobernada por un grupo irresponsable, al amparo de una antigua popularidad. Ciertamente, los republicanos catalanes han aprobado o consentido (alegando necesidades de la guerra y el hecho indominable de la «revolución») transgresiones flagrantes del Estatuto. Pero estoy  muy inclinado a creer que los mismos republicanos veían con despecho y alarma la destrucción, o por lo menos el secuestro, de la base democrática de su régimen, gracias a la invasión sindical. O todas las instituciones liberales de la autonomía funcionaban por entero, o la autonomía no funcionaba en modo alguno.
Quienes más obligados estaban a comprenderlo así, y a proceder en consecuencia, eran los que desde el comienzo echaban cuentas con un porvenir victorioso. Porque ninguna cosa fundada durante la guerra sería duradera, si el día de la paz no podía resistir el juicio libre de la opinión española. Esta era la cuestión, y no otra. Que haya sido bien o mal entendida, no se deberá a falta de razones, dadas y demostradas irrefutablemente.
Recuerdo por conclusión, un incidente ocurrido en Barcelona en el verano del 37, poco después de perderse para la República todo el País Vasco. Ciertos personajes del gobierno autónomo de Bilbao, pasaron por Barcelona. Hubo demostraciones de simpatía entre los políticos catalanes y vascos. Con estupor y algo de risa por parte de las personas de buen seso, quedó proclamado «el eje Barcelona-Bilbao». Esta caricatura significaba que los nacionalistas vascos y los catalanes harían un frente común contra la política invasora del gobierno de la República. Entre la situación de Cataluña y la del País Vasco durante la guerra, puede establecerse un paralelismo fácil. Pero no todas las observaciones hechas sobre el nacionalismo catalán convienen al de Vasconia. Aunque muy poderoso electoralmente en su país, el peso relativo del nacionalismo vasco en la política general de España era mucho menor que el del catalán. El nacionalismo vasco, sin excepción apreciable, forma un partido de extrema derecha, de confesión católica.
La creencia religiosa se mantiene robusta en aquellas provincias. El clero, muy influyente, es nacionalista acérrimo. El problema lingüístico es también distinto. El vascuence, tal como se ha pretendido salvarlo de la  descomposición que lo disolvía, sigue siendo una lengua sin monumentos literarios, de área reducidísima, sin expansión posible. El vasco que desea conservar su idioma (a lo que tiene pleno derecho) necesita, en cuanto sale de sus montañas, saber otro.
No es muy exacto considerar al nacionalismo vasco como sucesor del antiguo carlismo. Lo es, más que nada, en las contiendas políticas locales, porque el nacionalismo ha asumido en el País Vasco la posición antiliberal más fuerte. Los republicanos y socialistas de Bilbao resisten a los nacionalistas, como sus abuelos, los liberales del siglo  pasado, resistían a los carlistas. El carlismo sostuvo dos largas guerras para abatir la monarquía constitucional y entronizar al rey absoluto. Don Carlos, pretendiente a la corona, se apoyó en el fervor religioso y en el sentimiento localista de los vascos, proclamándose defensor de la religión y los fueros, amenazados por los liberales de Madrid, centralizadores y en pugna con la Iglesia. Pero de los tres términos del lema carlista: Dios, Patria y Rey los nacionalistas conservan el primero, han dejado caer el tercero, y han estrechado el segundo: patria. Según el catecismo nacionalista la patria de los vascos es Euzkadi. Los carlistas, que siempre han blasonado de ardiente españolismo, renegarán de todo parentesco con los nacionalistas. En la guerra, el partido carlista ha puesto sus soldados al servicio del gobierno de Burgos, que, después de conquistar Bilbao, suprimió, además de la autonomía política concedida por la República, los restos de los antiguos privilegios de los vizcaínos en el orden administrativo.
Salvo que la situación social era mucho menos revuelta en el País Vasco que en Cataluña, la posición de aquel gobierno respecto del de la República, se parecía mucho a la del gobierno catalán, y en las relaciones con el exterior, la acentuó.
El aislamiento territorial del norte, impedía muchas cosas y favorecía otras tantas. El gobierno enviaba oficiales y algunos generales para dirigir las operaciones. Es un hecho conocido que los generales no lograron hacerse oír del gobierno vasco, ni mandar nada. Ni siquiera los desastres de la guerra condujeron a mejorar la colaboración militar  entre el país vasco y las demás provincias de aquella zona. Caído Bilbao, ocupada Vizcaya, en cuya defensa colaboraron hombres de todos los partidos, la moral de las tropas nacionalistas se desmoronó. Perdida su tierra, nada les quedaba por hacer. Unos cuantos batallones vascos se pasaron al enemigo. Más tarde, algunos políticos vascos discurrieron, para rehacer la moral de sus tropas, llevarlas a la zona del Pirineo aragonés, y emplearlas en una ofensiva contra Navarra. «No pretendemos —decían— someterla a nuestro dominio político, pero nuestras tropas se enardecerán si van a castigar a Navarra, desleal a la causa vasca. »

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