domingo, 30 de diciembre de 2012

IV. LA REPÚBLICA ESPAÑOLA Y LA SOCIEDAD DE NACIONES



IV. LA REPÚBLICA ESPAÑOLA Y LA SOCIEDAD DE NACIONES
La República española había tomado en serio a la Sociedad de Naciones. Inscribió en la Constitución de 1931 una declaración terminante, adhiriéndose a los principios del Covenant, para ajustar a ellos su política exterior.
El sistema de seguridad colectiva y las obligaciones derivadas del pacto parecían llamados a resolver para España un problema capital: el de encontrarse garantizada contra una agresión no provocada, sin necesidad de montar una organización militar y naval que hubiese impuesto al país una carga insoportable.
Era la solución deseable para una nación desarmada, débil económicamente, pero en vías de progreso y de reconstitución interior.
Por su parte, ¿a quién ni por qué iba a agredir España? Miembro semipermanente del Consejo, España ha defendido siempre, en el Consejo y en la Asamblea, la letra y el espíritu del pacto. Haciéndolo así, se defendía a sí misma.
Tal fue su posición, por ejemplo, ante la agresión del Japón contra la Manchuria. La delegación española tomó parte principal en el  mantenimiento de la doctrina y en los procedimientos que se trató de poner en juego al ocurrir aquella ruptura del pacto.
Tal fue también su actitud al votarse la política de sanciones por la invasión de Etiopía.
Llegada la ocasión, la República podía creerse con derecho a un trato equivalente, en virtud de las obligaciones firmadas y en virtud de su conducta anterior.
Al estallar la guerra y producirse la intervención extranjera, era opinión general en España que la Sociedad de Naciones haría lo que en justicia fuese necesario para reducir nuestro conflicto a las proporciones de una discordia interior, en la que ningún Estado extranjero tenía por qué mezclarse.
Desde el primer contacto con la Sociedad de Naciones, empezada la guerra, se vio que no sería así. La doctrina oficiosa en Ginebra, aunque nadie la hubiese definido claramente, pareció ser que la República debía contentarse con triunfos morales, cuando más, no siendo posibles otros, sustanciales.
Se implantó la táctica de pedirles a los delegados españoles que no importunaran demasiado con sus reclamaciones, que no comprometieran la tranquilidad de la reunión.
Desde el Congreso de Viena, España no había vuelto a comparecer ante una gran asamblea de estados a defender su derecho.
En el Congreso de Viena, nuestro país era colaborador (de segundo orden, y un poco desdeñado, pese a la prestigiosa aureola de la guerra de Independencia), y la actitud del pueblo español, resistiendo al emperador salido de la revolución, enemigo de Inglaterra, iba en la misma dirección que la política de los gobiernos representados en el Congreso.
Del sistema de reconstrucción política implantado en Viena, del equilibrio resultante y de la fuerza de las potencias coligadas para mantener aquella obra, España recibió, por todo regalo, la restauración del despotismo terrorífico de Fernando VII ¿Qué ha recibido ahora de la Sociedad de Naciones?
En la institución de Ginebra, nuestra calidad de Estado miembro nos permitía hacernos oír; pero más que colaboradora, en esta ocasión la República era demandante. Diversas circunstancias, ajenas al problema mismo, pero enredadas a él parasitariamente, influían de un modo desfavorable.
Me refiero, en primer término, a cuanto había pasado en España bajo el nombre comprometedor e inexacto de «revolución».
Era muy difícil impedir que al considerar el caso jurídico del Estado español, atacado a mano armada en una guerra exterior clandestina (materia propia de la Sociedad de Naciones), algunos identificasen, no siempre de buena fe, la causa de la República con la de los revolucionarios desmandados, y envolviesen a la una en igual aversión que a los otros.
Tampoco puede desconocerse cuánto han hecho los españoles, sin prever tan triste resultado, para menguar su respetabilidad nacional. No me refiero ya a los hechos desatinados, inútiles, perjudiciales para aquello mismo que se pretendía defender, cometidos a uno y otro lado de las trincheras.
El solo hecho del alzamiento en armas basta para hacer zozobrar el prestigio de un país.
Y aún más, la furia con que dos masas enemigas se lanzaron la una contra la otra. Desgraciadamente, esto es racial.
Los desastrosos efectos que todo eso produjo en el exterior, no formaban en todo caso el obstáculo mayor con que la República tropezaba para obtener en Ginebra algún resultado útil. La Sociedad de Naciones nació teóricamente para declarar el derecho entre los pueblos y prestar un  procedimiento pacífico de restablecerlo cuando fuese atropellado.
Pretensiones (fallidas) de universalidad y permanencia.
De hecho, la Sociedad de Naciones se había convertido en el guardián del sistema europeo elaborado en Ver salles.
El Tratado de Versalles se cae a pedazos, y con él la Sociedad de Naciones que lo custodia. Gobernar el mundo sobre el supuesto de que permanecería indefinidamente dentro de aquel estatuto, es inconcebible.
¿Qué «paz general», por muchos juristas que interviniesen en su redacción, y aunque dejase tras de sí menos resentimientos que la de 1919, ha durado en Europa arriba de una veintena de años?
Era fatal que los resentidos y los ambiciosos (algunos reúnen ambos caracteres) trataran de romper, de un modo o de otro, las costuras de un traje que les venía estrecho. No había más que acceder a tiempo, y con buena gracia, a una equitativa rectificación, o sofocar por la fuerza el primer intento unilateral de rectificación.
Se ha hecho lo peor: soportar, porque no podían impedirse, las violaciones de la legalidad internacional, y acusar el golpe, como un agravio de las naciones a quienes perjudican o molestan.
Es claro que no todas las rupturas del pacto que pueden recordarse quebrantan los tratados de 1919, pero cualquiera modificación unilateral de ellos infringe el pacto.
La guerra de España, en el orden internacional, era una violación formal del pacto (intervención armada de Alemania e Italia), y, en el fondo, una operación estratégica para obligar, si se podía, a Francia a someterse el día de mañana a un diktat germánico.
Todos los hechos que han debilitado a la Sociedad de Naciones e impiden tomarla en serio desde que su acción coactiva quedó anulada en 1935, y todas las razones que las grandes potencias hayan podido tener para ir tolerando, a regañadientes, que la Europa reajustada en Versalles se descomponga por voluntad del Reich, se han conjurado contra la causa de la República y contra el destino político de España, envuelta en una onda suscitada para modificar las paces de 1919, en las que nada tuvo que ver.
España ha padecido la guerra para facilitar que en su día vayan siendo alemanes el Danubio, la Silesia, el pasillo polaco, etcétera, y para que Inglaterra sea disminuida en el Mediterráneo.
En cierto sentido, España ha sufrido las consecuencias del desarme británico.
En cuanto a lo que podía esperarse de la aplicación del pacto, era evidente que, no disponiendo de un sistema de sanciones, o no pudiendo aplicarlo (viene a ser lo mismo), la Sociedad de Naciones anuló su fin principal en cuanto el primer agresor quedó impune.
Del caso de Manchuria se habló mucho con Ginebra. Comisiones, dictámenes... En la invasión de Abisinia pareció que las cosas se formalizaban. Quien o quienes hicieron fracasar la política de sanciones, o la emprendieron sin los medios ni la decisión bastantes para llevarla a término, dejando sembrados inútilmente resentimientos nuevos y desprestigiada a la Sociedad de Naciones, abrieron la puerta a la agresión contra España.
Después de eso, era previsible que en Ginebra se hablaría poco y de mala gana del caso español.
El primer recurso ante la Sociedad de Naciones fue presentado formalmente por el gobierno español en diciembre de 1936. Tres meses antes, en la reunión de la asamblea, los delegados españoles habían ya expuesto los términos de la cuestión, pero sin demandar un acuerdo concreto sobre ella.
La reunión extraordinaria del Consejo, pedida por el gobierno español, conforme al artículo 11 del Pacto, en vista de que la situación existente en España era una grave amenaza para la paz internacional, no pudo ser denegada.
La víspera de la reunión del Consejo, un comunicado de París y Londres dio a conocer que el 4 de diciembre los dos gobiernos se habían dirigido a los de Alemania, Italia, Portugal y la URSS, pidiéndoles su cooperación para impedir todo acto de intervención extranjera en el conflicto, y que dirigiesen a sus representantes en el Comité de Londres las instrucciones necesarias para organizar un control eficaz.
En la misma nota pedían a los cuatro gobiernos mencionados su aquiescencia para una mediación conjunta en España.
Ignoro lo que respondieron a esta propuesta Alemania, Italia y Portugal.
El Consejo, después de oír excelentes discursos, en los que, más o menos, se hacía notar la inutilidad del llamamiento formulado por el gobierno español, adoptó una resolución que era una paráfrasis de la nota franco-inglesa y una ratificación de sus miras.
Incumbe a todo Estado el deber de respetar la integridad territorial y la independencia política de otro Estado... Informado [el Consejo], de que en el Comité de Londres se intentan nuevos esfuerzos para hacer más eficaz su acción, por el establecimiento de medidas de control, recomienda a los miembros de la Sociedad representados en el Comité que no omitan nada para hacer tan estrictos como sea posible los compromisos de no-intervención, y tomar las medidas para asegurar un control eficaz...
La deliberación más importante de las dedicadas por la Sociedad de Naciones al asunto de España fue la de septiembre del 37.
Como puede suponerse, la actitud que la delegación española debía adoptar fue examinada detenidamente en Valencia. Tuve ocasión de exponer no sólo al jefe del gobierno, sino al ministro de Estado y a otros miembros de la delegación, lo que, a mi juicio, procedía hacer.
No podíamos ir a Ginebra a pedir «sanciones» contra los agresores. En cuanto habláramos de eso, todos se pondrían en contra.
Tampoco se podía pensar, cediendo a un movimiento de mal humor, por justificado que estuviese, en retirarnos de la Sociedad.
La cuestión debía plantearse tomando por base un acuerdo anterior del Consejo, en que se dio por comprobado el hecho de la invasión y se remitió el asunto al Comité de Londres.
El complejo plan elaborado por los técnicos y sometido a la discusión del Comité en julio anterior, no pudo ser aprobado. Desde entonces, el Comité había caído en letargo.
Era el momento de que la Sociedad de Naciones llamase a sí el problema nuevamente y se pronunciase sobre el fondo. Nuestra posición fundamental no podía ser más que una: que el conflicto español se redujera a sus límites propios, o sea, los de una cuestión de política interior del país; la acción consiguiente era la retirada de todos los combatientes extranjeros.
Otras peticiones complementarias podían hacerse, sin hablar para nada del artículo 16 del pacto.
Todos los delegados con quienes hablé, encontraron acertado el planteamiento, cuyos términos debían ser fijados en definitiva por el gobierno.
Algún delegado me hizo observar que la asamblea podría incluso votar una resolución de principio, más o menos platónica, pero que era inútil esperar que de sus acuerdos saliera nada que pusiese fin a la intervención, ni un mecanismo que hiciese efectiva la retirada de los extranjeros.
Opinión muy probable, sobre todo siendo tan contrario a la República el curso de la guerra.
Había que resignarse de antemano a que la delegación española, que iría a Ginebra con dos provincias menos (estaba para consumarse la pérdida de todo el norte), retornase con las manos vacías.
Pero el viaje de la delegación española a Ginebra, especialmente del jefe del gobierno y del ministro de Estado, tenía una importancia particular, con independencia de lo que pudiera ocurrir en la Sociedad de Naciones, por motivos que me propongo contar en otro artículo.
También en aquella asamblea iba a resolverse el caso de la reelección de España como miembro semipermanente del Consejo.
La reelección era dudosa, por varios motivos: la incertidumbre (cuando menos, incertidumbre) del resultado de la guerra, la desconfianza en lo que pudiera hacer la República, la desconsideración producida por el hecho mismo de la guerra, sus horrores y las disputas por la influencia extranjera en España, la animadversión (encubierta o declarada) de algunos gobiernos.
Informaciones posteriores al suceso aseguraban que la elección de  Bélgica en el lugar de España estaba concertada desde algunas semanas antes.
Apenas llegó a Ginebra la delegación española, comprobó que la reelección de España era poco probable. En las conversaciones  preparatorias de la votación surgió un incidente inesperado: el delegado chileno, por sí, y en nombre de otras delegaciones americanas, ofreció sus votos a España a cambio de que el gobierno de la República dejase salir de las embajadas en Madrid a todos los refugiados en ellas, y los situase en un puerto, para embarcar libremente.
En una reunión anterior del Consejo, ya el delegado chileno había planteado la cuestión del «derecho de asilo» en las embajadas, institución jurídica que, si existe en América, no era reconocida en España.
En aquella ocasión, el representante español se opuso a que el Consejo entendiera en esa cuestión, pero se avino a examinar separadamente con cada gobierno el caso de los asilados en la embajada respectiva.
En la práctica de ese derecho de asilo, tolerado por el gobierno (a mi juicio, hizo bien en tolerarlo), se había llegado a una situación sumamente difícil e irritante, más que por el número de personas asiladas, por la  condición de algunas y por las actividades a que se dedicaban dentro de las embajadas. Que de este espinoso asunto, en el que la autoridad del gobierno estaba gravemente comprometida, se quisiera hacer materia de contrato, nada menos que para adquirir votos en la reelección de España, produjo asombro.
El jefe del gobierno, presidente de la delegación, rechazó la propuesta, aunque algunos delegados parecían inclinarse a aceptarla. España no obtuvo el quórum.
La delegación española pidió a la asamblea que se reconociese la agresión de que España era objeto por parte de Alemania e Italia, y que en virtud de tal reconocimiento la Sociedad de Naciones examinara con toda urgencia la manera de poner fin a la agresión; que se devolviese al gobierno español el derecho de adquirir libremente material de guerra y que se retirasen del territorio español los combatientes extranjeros.
Un comité de redacción, designado por la Comisión sexta, elaboró trabajosamente un proyecto de resolución.
En el proyecto, la asamblea... lamenta que... no solamente el Comité de

No-Intervención no haya conseguido la retirada de los combatientes no españoles que participan en la guerra de España, sino que hoy sea preciso reconocer la existencia en el territorio español de verdaderos cuerpos de ejército extranjeros, lo que constituye una intervención extranjera en España...; la retirada de los combatientes extranjeros es el remedio más eficaz de una situación tan grave...; hace un llamamiento a los gobiernos para que se haga un nuevo esfuerzo en ese sentido; y consigna que, si ese resultado no fuese obtenido en un bref delai, los miembros de la Sociedad adheridos al acuerdo de no-intervención considerarán el fin de la política de no-intervención.

En el comité de redacción, la delegación española pidió aclaración sobre el alcance de la expresión: bref delai.
El representante británico contestó que no se podía concretar en un número de días, pero que había de entenderse en su propio sentido. Entabladas negociaciones para la retirada de los combatientes extranjeros, se daba por supuesto que durante ellas no se enviaría a España ninguno más, y que de enviarse, la negociación se rompería. La negociación misma debería llegar a un resultado prontamente, sin admitirse dilaciones, y en otro caso se reconsideraría la política de no-intervención.

Al discutirse el proyecto de la Comisión sexta, se puso en claro, ante la oposición de algunos delegados, que lo de considerar el fin de la no-intervención no comprometía a nadie, ni, en el fondo, significaba nada.
La asamblea no aprobó el proyecto porque no pudo lograrse la unanimidad. Las cosas continuaron como estaban.
La delegación española regresó a Valencia bastante apenada. La nota dominante en sus informes verbales era ésta: «Hemos hecho cuanto hemos podido. ¡Pero aquel ambiente! ¡Aquellas gentes!».
Persistían la hostilidad y la desconfianza hacia la República, pero, según el jefe del gobierno, se había ganado mucho terreno.
La conducta del gobierno era generalmente bien (apreciada y se estimaba que había realizado un esfuerzo provechoso, como no podía esperarse.
Pero ¿la sumisión de los anarquistas era efectiva? ¿No se trataba de una apariencia? ¿El gobierno tenía medios de imponer su autoridad?
Tales eran las preocupaciones dominantes en cuanto a la política interior.
La delegación procuró inculcar en sus interlocutores la convicción de que la guerra sería larga; podía durar dos años. A su juicio, éste era el mejor estímulo para buscar una solución, por los peligros que tal situación entraña.
La Sociedad de Naciones no podía abrir la boca sino para invocar el derecho y aplicarlo. Como el derecho internacional estaba enteramente de parte de la República, la Sociedad de Naciones enmudeció cuanto pudo. Los «pequeños pueblos» aguardaban las consignas de las grandes capitales mientras les llegaba (o hasta que les ha llegado) el turno de correr la suerte de España. Pareció que la Sociedad iba a ser el amparo de los débiles. Se había convertido en una tertulia de amedrentados.
El motivo último" de que la institución de Ginebra, prestándose a ser suplantada en sus funciones por el Comité de Londres, se desentendiera de nuestro litigio, era la debilidad de España. Si en lugar de docena y media de barcos, de escaso poder, hubiera tenido en el Mediterráneo ocho grandes acorazados, el derecho de España habría brillado en Ginebra con la fuerza de nuestro sol meridional.
Para eso, poca falta hacía la seguridad colectiva. Hacerse oír de la Sociedad de Naciones requiere ser poderoso, estar preparado para la guerra y dispuesto cada uno a definirse a sí mismo el derecho, con  resolución de aplicarlo.

La República era débil.
Hundirse el sistema de la seguridad colectiva, es para España (con República o sin República) un desastre nacional, porque la antigua neutralidad le será ya imposible.
El país habría necesitado siquiera veinticinco años de paz, de los que no ha disfrutado seguidamente desde hace siglo y medio. Para dejarse envolver en guerras futuras, ha empezado por desgarrarse las entrañas con sus propias manos.
Muchos celebran con sarcasmo el fracaso de la Sociedad de Naciones, como un desquite del crudo realismo político sobre no sé qué «idealismos». Por lo visto, declarar el derecho es todavía una quijotada.
Para que se hablase poco y no se resolviese nada sobre el caso español en la Sociedad de Naciones, existía el Comité de Londres, encargado, como nadie ignora, de velar por el cumplimiento de la no-intervención. De ahí le vinieron a la República los mayores daños.
El nombre mismo de esa política era ya un equívoco. Si la no-intervención conssiste en que los estados se abstengan de mezclarse en los asuntos interiores de otros, la no-intervención, tal como se definió para España, consistía en privar al gobierno español de la posibilidad de comprar armas en los mercados extranjeros. Y tal como se practicaba, consistió en disimular (y, por tanto, en proteger), bajo las discusiones bizantinas del Comité, la intervención a fondo de dos estados. Nada es más sagrado para la salud de un pueblo que conservar la paz.
Gran cosa es decir, por tanto, para justificar una política, que se trabaja por conservar la paz.
Pero que Alemania e Italia fuesen a declarar la guerra si el gobierno español hubiese comprado armas libremente a la industria extranjera, era una paparruchada.
Desde hace dos años, muchos pronosticaban la guerra inminente, y algunos la daban por comenzada, siendo su prólogo la de España. Siempre me ha parecido más seguro que, de haber guerra general, nunca empezaría antes de acabarse la nuestra.
A este propósito, un ministro francés decía: «Hay que limitar la guerra de España (o sea: impedir que se generalice); hay que extinguirla». Tesis perfecta. La mía, complementaria, se reducía a esto: No depende de la República impedir (ni provocar) una guerra general.
Corresponde a las potencias limitar la guerra de España. Extinguirla, corresponde a los españoles. En cuanto se vayan todos los extranjeros, los españoles no querrán, y si quieren, no podrán batirse.
Nunca he deseado que la guerra de España se convirtiera en guerra general. No lo deseaba por las razones que tiene todo hombre para aborrecer la guerra, y además por motivos de estricto interés nacional.
El caso español habría pasado a muy segundo término en un conflicto general, y cualquiera que hubiese sido la conclusión, mi país hubiera tenido que someterse a las decisiones de los triunfadores. Lo que no se comprende bien, es que la guerra general sea menos probable hallándose España bajo el prestigio deslumbrador que hoy tiene allí el poderío germánico.
Ciertos cálculos para el futuro son muy problemáticos, porque la orientación que la España actual podría dar a su política exterior  responde a móviles mucho más duraderos y profundos que una momentánea coincidencia de intereses.

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