IV.
LA REPÚBLICA ESPAÑOLA Y LA SOCIEDAD DE NACIONES
La República española había
tomado en serio a la Sociedad de Naciones. Inscribió en la Constitución de 1931
una declaración terminante, adhiriéndose a los principios del Covenant, para ajustar a ellos su
política exterior.
El sistema de seguridad
colectiva y las obligaciones derivadas del pacto parecían llamados a resolver
para España un problema capital: el de encontrarse garantizada contra una agresión
no provocada, sin necesidad de montar una organización militar y naval que
hubiese impuesto al país una carga insoportable.
Era la solución deseable
para una nación desarmada, débil económicamente, pero en vías de progreso y de
reconstitución interior.
Por su parte, ¿a quién ni
por qué iba a agredir España? Miembro semipermanente del Consejo, España ha
defendido siempre, en el Consejo y en la Asamblea, la letra y el espíritu del
pacto. Haciéndolo así, se defendía a sí misma.
Tal fue su posición, por
ejemplo, ante la agresión del Japón contra la Manchuria. La delegación española
tomó parte principal en el mantenimiento
de la doctrina y en los procedimientos que se trató de poner en juego al
ocurrir aquella ruptura del pacto.
Tal fue también su actitud
al votarse la política de sanciones por la invasión de Etiopía.
Llegada la ocasión, la
República podía creerse con derecho a un trato equivalente, en virtud de las obligaciones
firmadas y en virtud de su conducta anterior.
Al estallar la guerra y
producirse la intervención extranjera, era opinión general en España que la
Sociedad de Naciones haría lo que en justicia fuese necesario para reducir
nuestro conflicto a las proporciones de una discordia interior, en la que ningún
Estado extranjero tenía por qué mezclarse.
Desde el primer contacto con
la Sociedad de Naciones, empezada la guerra, se vio que no sería así. La
doctrina oficiosa en Ginebra, aunque nadie la hubiese definido claramente,
pareció ser que la República debía contentarse con triunfos morales, cuando
más, no siendo posibles otros, sustanciales.
Se implantó la táctica de
pedirles a los delegados españoles que no importunaran demasiado con sus reclamaciones,
que no comprometieran la tranquilidad de la reunión.
Desde el Congreso de Viena,
España no había vuelto a comparecer ante una gran asamblea de estados a
defender su derecho.
En el Congreso de Viena,
nuestro país era colaborador (de segundo orden, y un poco desdeñado, pese a la
prestigiosa aureola de la guerra de Independencia), y la actitud del pueblo
español, resistiendo al emperador salido de la revolución, enemigo de
Inglaterra, iba en la misma dirección que la política de los gobiernos
representados en el Congreso.
Del sistema de
reconstrucción política implantado en Viena, del equilibrio resultante y de la
fuerza de las potencias coligadas para mantener aquella obra, España recibió,
por todo regalo, la restauración del despotismo terrorífico de Fernando VII
¿Qué ha recibido ahora de la Sociedad de Naciones?
En la institución de
Ginebra, nuestra calidad de Estado miembro nos permitía hacernos oír; pero más
que colaboradora, en esta ocasión la República era demandante. Diversas
circunstancias, ajenas al problema mismo, pero enredadas a él parasitariamente,
influían de un modo desfavorable.
Me refiero, en primer
término, a cuanto había pasado en España bajo el nombre comprometedor e
inexacto de «revolución».
Era muy difícil impedir que
al considerar el caso jurídico del Estado español, atacado a mano armada en una
guerra exterior clandestina (materia propia de la Sociedad de Naciones),
algunos identificasen, no siempre de buena fe, la causa de la República con la
de los revolucionarios desmandados, y envolviesen a la una en igual aversión
que a los otros.
Tampoco puede desconocerse
cuánto han hecho los españoles, sin prever tan triste resultado, para menguar
su respetabilidad nacional. No me refiero ya a los hechos desatinados, inútiles,
perjudiciales para aquello mismo que se pretendía defender, cometidos a uno y
otro lado de las trincheras.
El solo hecho del alzamiento
en armas basta para hacer zozobrar el prestigio de un país.
Y aún más, la furia con que
dos masas enemigas se lanzaron la una contra la otra. Desgraciadamente, esto es
racial.
Los desastrosos efectos que
todo eso produjo en el exterior, no formaban en todo caso el obstáculo mayor
con que la República tropezaba para obtener en Ginebra algún resultado útil. La
Sociedad de Naciones nació teóricamente para declarar el derecho entre los
pueblos y prestar un procedimiento
pacífico de restablecerlo cuando fuese atropellado.
Pretensiones (fallidas) de
universalidad y permanencia.
De hecho, la Sociedad de
Naciones se había convertido en el guardián del sistema europeo elaborado en
Ver salles.
El Tratado de Versalles se
cae a pedazos, y con él la Sociedad de Naciones que lo custodia. Gobernar el
mundo sobre el supuesto de que permanecería indefinidamente dentro de aquel
estatuto, es inconcebible.
¿Qué «paz general», por muchos
juristas que interviniesen en su redacción, y aunque dejase tras de sí menos
resentimientos que la de 1919, ha durado en Europa arriba de una veintena de
años?
Era fatal que los resentidos
y los ambiciosos (algunos reúnen ambos caracteres) trataran de romper, de un
modo o de otro, las costuras de un traje que les venía estrecho. No había más
que acceder a tiempo, y con buena gracia, a una equitativa rectificación, o
sofocar por la fuerza el primer intento unilateral de rectificación.
Se ha hecho lo peor: soportar, porque no podían impedirse,
las violaciones de la legalidad internacional, y acusar el golpe, como un
agravio de las naciones a quienes perjudican o molestan.
Es claro que no todas las
rupturas del pacto que pueden recordarse quebrantan los tratados de 1919, pero
cualquiera modificación unilateral de ellos infringe el pacto.
La guerra de España, en el
orden internacional, era una violación formal del pacto (intervención armada de
Alemania e Italia), y, en el fondo, una operación estratégica para obligar, si
se podía, a Francia a someterse el día de mañana a un diktat germánico.
Todos los hechos que han debilitado
a la Sociedad de Naciones e impiden tomarla en serio desde que su acción
coactiva quedó anulada en 1935, y todas las razones que las grandes potencias
hayan podido tener para ir tolerando, a regañadientes, que la Europa reajustada
en Versalles se descomponga por voluntad del Reich, se han conjurado contra la
causa de la República y contra el destino político de España, envuelta en una
onda suscitada para modificar las paces de 1919, en las que nada tuvo que ver.
España ha padecido la guerra
para facilitar que en su día vayan siendo alemanes el Danubio, la Silesia, el
pasillo polaco, etcétera, y para que Inglaterra sea disminuida en el
Mediterráneo.
En cierto sentido, España ha
sufrido las consecuencias del desarme británico.
En cuanto a lo que podía
esperarse de la aplicación del pacto, era evidente que, no disponiendo de un
sistema de sanciones, o no pudiendo aplicarlo (viene a ser lo mismo), la
Sociedad de Naciones anuló su fin principal en cuanto el primer agresor quedó
impune.
Del caso de Manchuria se
habló mucho con Ginebra. Comisiones, dictámenes... En la invasión de Abisinia
pareció que las cosas se formalizaban. Quien o quienes hicieron fracasar la
política de sanciones, o la emprendieron sin los medios ni la decisión
bastantes para llevarla a término, dejando sembrados inútilmente resentimientos
nuevos y desprestigiada a la Sociedad de Naciones, abrieron la puerta a la
agresión contra España.
Después de eso, era previsible
que en Ginebra se hablaría poco y de mala gana del caso español.
El primer recurso ante la
Sociedad de Naciones fue presentado formalmente por el gobierno español en
diciembre de 1936. Tres meses antes, en la reunión de la asamblea, los delegados
españoles habían ya expuesto los términos de la cuestión, pero sin demandar un
acuerdo concreto sobre ella.
La reunión extraordinaria
del Consejo, pedida por el gobierno español, conforme al artículo 11 del Pacto,
en vista de que la situación existente en España era una grave amenaza para la
paz internacional, no pudo ser denegada.
La víspera de la reunión del
Consejo, un comunicado de París y Londres dio a conocer que el 4 de diciembre
los dos gobiernos se habían dirigido a los de Alemania, Italia, Portugal y la
URSS, pidiéndoles su cooperación para impedir todo acto de intervención
extranjera en el conflicto, y que dirigiesen a sus representantes en el Comité
de Londres las instrucciones necesarias para organizar un control eficaz.
En la misma nota pedían a
los cuatro gobiernos mencionados su aquiescencia para una mediación conjunta en
España.
Ignoro lo que respondieron a
esta propuesta Alemania, Italia y Portugal.
El Consejo, después de oír
excelentes discursos, en los que, más o menos, se hacía notar la inutilidad del
llamamiento formulado por el gobierno español, adoptó una resolución que era
una paráfrasis de la nota franco-inglesa y una ratificación de sus miras.
Incumbe a todo Estado el
deber de respetar la integridad territorial y la independencia política de otro
Estado... Informado [el Consejo], de que en el Comité de Londres se intentan
nuevos esfuerzos para hacer más eficaz su acción, por el establecimiento de
medidas de control, recomienda a los miembros de la Sociedad representados en
el Comité que no omitan nada para hacer tan estrictos como sea posible los
compromisos de no-intervención, y tomar las medidas para asegurar un control
eficaz...
La deliberación más
importante de las dedicadas por la Sociedad de Naciones al asunto de España fue
la de septiembre del 37.
Como puede suponerse, la
actitud que la delegación española debía adoptar fue examinada detenidamente en
Valencia. Tuve ocasión de exponer no sólo al jefe del gobierno, sino al
ministro de Estado y a otros miembros de la delegación, lo que, a mi juicio,
procedía hacer.
No podíamos ir a Ginebra a
pedir «sanciones» contra los agresores. En cuanto habláramos de eso, todos se
pondrían en contra.
Tampoco se podía pensar,
cediendo a un movimiento de mal humor, por justificado que estuviese, en
retirarnos de la Sociedad.
La cuestión debía plantearse
tomando por base un acuerdo anterior del Consejo, en que se dio por comprobado
el hecho de la invasión y se remitió el asunto al Comité de Londres.
El complejo plan elaborado
por los técnicos y sometido a la discusión del Comité en julio anterior, no
pudo ser aprobado. Desde entonces, el Comité había caído en letargo.
Era el momento de que la Sociedad
de Naciones llamase a sí el problema nuevamente y se pronunciase sobre el
fondo. Nuestra posición fundamental no podía ser más que una: que el conflicto
español se redujera a sus límites propios, o sea, los de una cuestión de
política interior del país; la acción consiguiente era la retirada de todos los
combatientes extranjeros.
Otras peticiones complementarias
podían hacerse, sin hablar para nada del artículo 16 del pacto.
Todos los delegados con
quienes hablé, encontraron acertado el planteamiento, cuyos términos debían ser
fijados en definitiva por el gobierno.
Algún delegado me hizo
observar que la asamblea podría incluso votar una resolución de principio, más
o menos platónica, pero que era inútil esperar que de sus acuerdos saliera nada
que pusiese fin a la intervención, ni un mecanismo que hiciese efectiva la
retirada de los extranjeros.
Opinión muy probable, sobre
todo siendo tan contrario a la República el curso de la guerra.
Había que resignarse de
antemano a que la delegación española, que iría a Ginebra con dos provincias
menos (estaba para consumarse la pérdida de todo el norte), retornase con las
manos vacías.
Pero el viaje de la
delegación española a Ginebra, especialmente del jefe del gobierno y del
ministro de Estado, tenía una importancia particular, con independencia de lo
que pudiera ocurrir en la Sociedad de Naciones, por motivos que me propongo
contar en otro artículo.
También en aquella asamblea
iba a resolverse el caso de la reelección de España como miembro semipermanente
del Consejo.
La reelección era dudosa,
por varios motivos: la incertidumbre (cuando menos, incertidumbre) del resultado
de la guerra, la desconfianza en lo que pudiera hacer la República, la
desconsideración producida por el hecho mismo de la guerra, sus horrores y las
disputas por la influencia extranjera en España, la animadversión (encubierta o
declarada) de algunos gobiernos.
Informaciones posteriores al
suceso aseguraban que la elección de Bélgica
en el lugar de España estaba concertada desde algunas semanas antes.
Apenas llegó a Ginebra la
delegación española, comprobó que la reelección de España era poco probable. En
las conversaciones preparatorias de la
votación surgió un incidente inesperado: el delegado chileno, por sí, y en
nombre de otras delegaciones americanas, ofreció sus votos a España a cambio de
que el gobierno de la República dejase salir de las embajadas en Madrid a todos
los refugiados en ellas, y los situase en un puerto, para embarcar libremente.
En una reunión anterior del
Consejo, ya el delegado chileno había planteado la cuestión del «derecho de
asilo» en las embajadas, institución jurídica que, si existe en América, no era
reconocida en España.
En aquella ocasión, el
representante español se opuso a que el Consejo entendiera en esa cuestión,
pero se avino a examinar separadamente con cada gobierno el caso de los
asilados en la embajada respectiva.
En la práctica de ese
derecho de asilo, tolerado por el gobierno (a mi juicio, hizo bien en
tolerarlo), se había llegado a una situación sumamente difícil e irritante, más
que por el número de personas asiladas, por la condición de algunas y por las actividades a que
se dedicaban dentro de las embajadas. Que de este espinoso asunto, en el que la
autoridad del gobierno estaba gravemente comprometida, se quisiera hacer
materia de contrato, nada menos que para adquirir votos en la reelección de
España, produjo asombro.
El jefe del gobierno,
presidente de la delegación, rechazó la propuesta, aunque algunos delegados
parecían inclinarse a aceptarla. España no obtuvo el quórum.
La delegación española pidió
a la asamblea que se reconociese la agresión de que España era objeto por parte
de Alemania e Italia, y que en virtud de tal reconocimiento la Sociedad de Naciones
examinara con toda urgencia la manera de poner fin a la agresión; que se
devolviese al gobierno español el derecho de adquirir libremente material de
guerra y que se retirasen del territorio español los combatientes extranjeros.
Un comité de redacción,
designado por la Comisión sexta, elaboró trabajosamente un proyecto de
resolución.
En el proyecto, la asamblea... lamenta que... no solamente el
Comité de
No-Intervención
no haya conseguido la retirada de los combatientes no españoles que participan
en la guerra de España, sino que hoy sea preciso reconocer la existencia en el
territorio español de verdaderos cuerpos de ejército extranjeros, lo que constituye
una intervención extranjera en España...; la retirada de los combatientes
extranjeros es el remedio más eficaz de una situación tan grave...; hace un
llamamiento a los gobiernos para que se haga un nuevo esfuerzo en ese sentido;
y consigna que, si ese resultado no fuese obtenido en un bref delai, los
miembros de la Sociedad adheridos al acuerdo de no-intervención considerarán el
fin de la política de no-intervención.
En el comité de redacción,
la delegación española pidió aclaración sobre el alcance de la expresión: bref delai.
El representante británico contestó
que no se podía concretar en un número de días, pero que había de entenderse en
su propio sentido. Entabladas negociaciones para la retirada de los
combatientes extranjeros, se daba por supuesto que durante ellas no se enviaría
a España ninguno más, y que de enviarse, la negociación se rompería. La
negociación misma debería llegar a un resultado prontamente, sin admitirse
dilaciones, y en otro caso se reconsideraría la política de no-intervención.
Al discutirse el proyecto de
la Comisión sexta, se puso en claro, ante la oposición de algunos delegados,
que lo de considerar el fin de la no-intervención no comprometía a nadie, ni,
en el fondo, significaba nada.
La asamblea no aprobó el proyecto
porque no pudo lograrse la unanimidad. Las cosas continuaron como estaban.
La delegación española
regresó a Valencia bastante apenada. La nota dominante en sus informes verbales
era ésta: «Hemos hecho cuanto hemos podido. ¡Pero aquel ambiente! ¡Aquellas
gentes!».
Persistían la hostilidad y
la desconfianza hacia la República, pero, según el jefe del gobierno, se había
ganado mucho terreno.
La conducta del gobierno era
generalmente bien (apreciada y se estimaba que había realizado un esfuerzo
provechoso, como no podía esperarse.
Pero ¿la sumisión de los
anarquistas era efectiva? ¿No se trataba de una apariencia? ¿El gobierno tenía
medios de imponer su autoridad?
Tales eran las
preocupaciones dominantes en cuanto a la política interior.
La delegación procuró
inculcar en sus interlocutores la convicción de que la guerra sería larga;
podía durar dos años. A su juicio, éste era el mejor estímulo para buscar una
solución, por los peligros que tal situación entraña.
La Sociedad de Naciones no
podía abrir la boca sino para invocar el derecho y aplicarlo. Como el derecho
internacional estaba enteramente de parte de la República, la Sociedad de
Naciones enmudeció cuanto pudo. Los «pequeños pueblos» aguardaban las consignas
de las grandes capitales mientras les llegaba (o hasta que les ha llegado) el
turno de correr la suerte de España. Pareció que la Sociedad iba a ser el
amparo de los débiles. Se había convertido en una tertulia de amedrentados.
El motivo último" de
que la institución de Ginebra, prestándose a ser suplantada en sus funciones
por el Comité de Londres, se desentendiera de nuestro litigio, era la debilidad
de España. Si en lugar de docena y media de barcos, de escaso poder, hubiera
tenido en el Mediterráneo ocho grandes acorazados, el derecho de España habría
brillado en Ginebra con la fuerza de nuestro sol meridional.
Para eso, poca falta hacía
la seguridad colectiva. Hacerse oír de la Sociedad de Naciones requiere ser
poderoso, estar preparado para la guerra y dispuesto cada uno a definirse a sí
mismo el derecho, con resolución de
aplicarlo.
La República era débil.
Hundirse el sistema de la
seguridad colectiva, es para España (con República o sin República) un desastre
nacional, porque la antigua neutralidad le será ya imposible.
El país habría necesitado
siquiera veinticinco años de paz, de los que no ha disfrutado seguidamente desde
hace siglo y medio. Para dejarse envolver en guerras futuras, ha empezado por
desgarrarse las entrañas con sus propias manos.
Muchos celebran con sarcasmo
el fracaso de la Sociedad de Naciones, como un desquite del crudo realismo
político sobre no sé qué «idealismos». Por lo visto, declarar el derecho es
todavía una quijotada.
Para que se hablase poco y
no se resolviese nada sobre el caso español en la Sociedad de Naciones, existía
el Comité de Londres, encargado, como nadie ignora, de velar por el
cumplimiento de la no-intervención. De ahí le vinieron a la República los
mayores daños.
El nombre mismo de esa
política era ya un equívoco. Si la no-intervención conssiste en que los estados
se abstengan de mezclarse en los asuntos interiores de otros, la
no-intervención, tal como se definió para España, consistía en privar al
gobierno español de la posibilidad de comprar armas en los mercados
extranjeros. Y tal como se practicaba, consistió en disimular (y, por tanto, en
proteger), bajo las discusiones bizantinas del Comité, la intervención a fondo
de dos estados. Nada es más sagrado para la salud de un pueblo que conservar la
paz.
Gran cosa es decir, por
tanto, para justificar una política, que se trabaja por conservar la paz.
Pero que Alemania e Italia
fuesen a declarar la guerra si el gobierno español hubiese comprado armas
libremente a la industria extranjera, era una paparruchada.
Desde hace dos años, muchos
pronosticaban la guerra inminente, y algunos la daban por comenzada, siendo su
prólogo la de España. Siempre me ha parecido más seguro que, de haber guerra
general, nunca empezaría antes de acabarse la nuestra.
A este propósito, un
ministro francés decía: «Hay que limitar la guerra de España (o sea: impedir
que se generalice); hay que extinguirla». Tesis perfecta. La mía,
complementaria, se reducía a esto: No depende de la República impedir (ni
provocar) una guerra general.
Corresponde a las potencias
limitar la guerra de España. Extinguirla, corresponde a los españoles. En
cuanto se vayan todos los extranjeros, los españoles no querrán, y si quieren,
no podrán batirse.
Nunca he deseado que la
guerra de España se convirtiera en guerra general. No lo deseaba por las razones
que tiene todo hombre para aborrecer la guerra, y además por motivos de
estricto interés nacional.
El caso español habría
pasado a muy segundo término en un conflicto general, y cualquiera que hubiese
sido la conclusión, mi país hubiera tenido que someterse a las decisiones de
los triunfadores. Lo que no se comprende bien, es que la guerra general sea
menos probable hallándose España bajo el prestigio deslumbrador que hoy tiene
allí el poderío germánico.
Ciertos cálculos para el
futuro son muy problemáticos, porque la orientación que la España actual podría
dar a su política exterior responde a
móviles mucho más duraderos y profundos que una momentánea coincidencia de
intereses.
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