domingo, 30 de diciembre de 2012

IX. LA INSURRECCIÓN LIBERTARIA Y EL «EJE» BARCELONA-BILBAO



IX. LA INSURRECCIÓN LIBERTARIA Y EL «EJE» BARCELONA-BILBAO
Cuanto llevo escrito sobre la situación de Cataluña durante la guerra, y los antecedentes recordados para la mejor comprensión de los hechos, parecen demostrar que nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario y asimilista o bajo un régimen autonómico la cuestión catalana perdure como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias, ya las cometa el Estado, ya se cometan contra él: eso prueba la realidad del problema, que está muy lejos de ser una «cuestión artificial».
Es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones. Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y respetándolo.
Por eso, en España, las formas políticas liberales, que no ponen fuera de la ley a los disidentes ni a los descontentos, han vivido siempre en peligro. Las «soluciones de fuerza» que periódicamente reaparecen en la historia de ese período, solían decir que se imponían para «acallar las discordias» y restablecer la moral unificadora del patriotismo.
En realidad, no venían a salvar un Estado en peligro, sino a confiscarlo en provecho de una fracción, o de una facción de descontentos.
Una persona de mi conocimiento afirma, como una ley de la historia de España, la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. Esta boutade denota todo un programa político. De hecho, Barcelona ha sufrido más veces que ninguna otra capital española el rigor de las armas.
En protesta contra la política de unificación, los catalanes se sublevaron en el siglo XVII contra el Habsburgo reinante en Madrid. Luis XIII, rey de Francia, se alió con ellos. Medio siglo más tarde, los catalanes se aliaron con la Casa de Austria, y sostuvieron la guerra contra un descendiente de aquel rey, entronizado en España.
En castigo, nuestro primer Borbón privó a los catalanes del régimen de gobierno propio que hasta entonces tuvieron. El sistema borbónico, continuado y completado por la organización administrativa que los liberales moderados del siglo XIX, dieron a España, duró más de doscientos años. O no significaba nada más que autoritarismo estéril y una apariencia de unidad, o tenía que ser el aparato necesario para una política de profunda y definitiva asimilación, principalmente lingüística y cultural. Admitamos que una violencia sostenida durante dos siglos contra un hecho natural, hubiera resultado a la larga ventajosa para toda España. Admitamos que en nuestro tiempo, habría valido más que todos los españoles hablasen una sola lengua y estuvieran criados en una tradición común, sin diferencias locales. Para ello habría sido menester que un Estado potente, de gran prestigio, realizara una labor enérgica, tenaz, desde las escuelas. Ahora bien, en España, durante una gran porción de esos dos siglos, el Estado carecía de tales prestigio y poderío, y había pocas escuelas.
El catalán se conservó como lengua usual, ya que no como lengua literaria, incluso en los tiempos en que la buena sociedad barcelonesa afectaba por distinción hablar en castellano y lo usaban a la perfección en sus escritos los catalanes más letrados. El pueblo, y sobre todo el pueblo rural, seguían siendo impermeables a la lengua castellana.
Subsistir la diferencia lingüística significaba que la obra de asimilación había fallado por la base. Factor importante en aquella resistencia fue el clero, alegando que para enseñar la doctrina cristiana debía hablar a los fieles en su lengua vernácula. Gran parte del clero catalán apoyó con fervor la expansión del catalanismo, y algún obispo de Barcelona se hizo célebre por su ruidosa adhesión a ese movimiento.
Nadie ignora tampoco que el monasterio benedictino de Montserrat venía siendo, por sus trabajos de erudición (entre otros, la publicación de la Biblia en catalán), un hogar intelectual de la «catalanidad» y del nacionalismo. Hace pocos años, los benedictinos de Montserrat recibieron al presidente del gobierno español haciendo sonar en el órgano de su iglesia, consagrada a la Virgen María, el himno catalanista de Els Segadors.
Esa disposición del clero catalán tenía arraigo tradicional. Clérigos eran algunos de los más violentos mantenedores de la causa de Cataluña en la insurrección del siglo XVII. Por sus anatemas, los catalanes miraron con horror, como a una banda de herejes, de sacrílegos profanadores del Santo Sacramento, al «ejército católico» que envió el rey para someter a Cataluña. En estos últimos tiempos, acaparada la acción política del catalanismo por los partidos catalanes de izquierda, ha podido parecer, a quien lo observase desde fuera, un movimiento revolucionario y marcadamente anticlerical.
No era así, de hecho. Esos caracteres, si los ha tenido, no proceden específicamente del catalanismo, sino de otras tendencias políticas amalgamadas con él.
Uno de los grupos catalanes más intransigentes en su nacionalismo, era fidelísimo devoto de la Iglesia romana. El hombre político que conocidamente lo representaba, católico practicante, y declarado separatista, fue fusilado en Burgos por los «nacionalistas» de la otra banda, Recuerdo que el año pasado me visitó en Barcelona una delegación de de ese grupo católico-nacionalista, Hablamos de la restauración del culto. En la conversación salió el nombre del obispo de Barcelona, furibundo militante en el movimiento antirrepublicano.
Aquellos señores sabían, como todo el mundo, que hundirse la República era acabarse la autonomía de Cataluña. Y recordando la acción política del prelado, cuya suerte se ignoraba, uno de mis interlocutores, chispeándole en los ojos la cólera refrenada, exclamó; «No. Seguramente no le han asesinado. El señor obispo no merecía el martirio».
La República no inventó el problema de Cataluña. Le trató por métodos distintos que la monarquía, No inventó el renacimiento lingüístico y cultural de Cataluña, no inventó el nacionalismo, ni lo hizo prender en las masas. Se lo encontró pujante, y enconado por la política dictatorial de Primo de Rivera, La monarquía misma había entrado por el camino de las transacciones. Entre los intelectuales madrileños apuntaba una tendencia a las soluciones de concordia, en gran parte por reacción contra las arbitrariedades de la dictadura del general, que se imaginaba poder suprimir el problema catalán.
El año antes de proclamarse la República, una delegación numerosa de intelectuales madrileños, de los más eminentes, estuvo en Barcelona, invitados por sus colegas catalanes., Abundaron los banquetes, los discursos, las efusiones fraternales. Se trataba de conocerse y de «comprenderse». Un profesor de Madrid, monárquico, que durante la guerra se ha significado personalmente por sus servicios al gobierno de Burgos, traducía en esta fórmula la conducta que parecía deseable en la cuestión catalana: «Ni separación, ni asimilación».
Fracasado el sistema de la unificación asimilista, había que buscar otro. No era útil que España llevase abierta en el costado la llaga del descontento catalán, ni era justo que los catalanes fuesen desoídos brutalmente, ni podía tratarse a una espléndida parte de España como a un pueblo enemigo. Urgía afrontar la realidad, por desagradable que pareciese y hallar una solución de paz, dejando a salvo lo que ningún español hubiera consentido comprometer: la unidad de España y la preeminencia del Estado, De ahí salió la autonomía de Cataluña, votada por la República.
Para que el nuevo régimen catalán prosperase y se consolidara, era menester cumplirlo con absoluta lealtad, en Barcelona y en Madrid.
Si desde la capital de España debía persuadirse a los catalanes que la autonomía no era una concesión arrancada a un Estado débil, importaba todavía más que en Barcelona supieran que cualquiera extralimitación, o el mal uso de su régimen, desataría en el resto de España una reacción violentísima, no ya contra la autonomía, sino contra la propia Cataluña. Sería aventurado decir que el tacto y la sagacidad necesarios para gobernar en -tales condiciones han abundado en las dos capitales, lo mismo durante la guerra que antes de ella. Ateniéndome a los tiempos de guerra, es de notar que los movimientos políticos de Cataluña habían suscitado (antes de la insurrección de mayo del 37), grave descontento en el resto de España.
En realidad, la opinión pública no conocía bien lo que pasaba en Barcelona. La gente, agobiada por la guerra, por las crecientes dificultades de la vida, no prestaba demasiada atención a las cuestiones de Cataluña. La prensa no catalana, se abstenía de subrayarlas. Incluso se presentaban como «avances» de la República, y otras tantas garantías de triunfo sobre el fascismo. No obstante la defectuosa información, el descontento existía, sobre todo entre  republicanos y socialistas, y en las gentes sin partido. Se estimaba comúnmente que el gobierno catalán, además de sus obligaciones estrictas derivadas de las leyes, tenía una especie de deuda moral con la República y con los partidos que habían votado la autonomía.
Viéndola destruida (porque a eso equivalía el transgredirla), se enfurecían, estimándolo como una ingratitud y una falta política de primer orden. Por la razón que he dicho, este movimiento no cundió entre el gran público. El conflicto no salió de las esferas de ambos gobiernos, ni de las disputas entre gabinete y gabinete, y a veces, de persona a persona.
La situación hizo crisis en mayo del 37. Una insurrección de sindicales y libertarios tuvo cuatro días a Barcelona bajo su fuego. He leído una explicación de este suceso (del que fui testigo), achacándolo a profundos manejos de un país extranjero. Me parece novelesco. Las disputas por el mando, las rivalidades entre partidos y sindicales, la falsa situación del poder legal en Cataluña, mediatizado por los que imponían su voluntad, la trágica impotencia del gobierno catalán, flotante como un corcho en aquel revuelto caudal, acumularon en Barcelona los elementos necesarios para una conflagración. Se produjo de improviso (aunque no inesperadamente), cuando un ministro del gobierno catalán quiso realizar un acto de autoridad, recuperando por la fuerza el edificio de la Telefónica, en poder de los sindicatos. La insurrección, dirigida contra el ministro que se había atrevido a tanto y contra el jefe de policía, causó centenares de muertos. Para los insurrectos, se trataba de una cuestión entre catalanes, o entre obreros catalanes, en la que no debía mezclarse el gobierno de la República. Tal pareció ser también la actitud del gobierno catalán, que no informó a tiempo al poder central de la gravedad de los hechos, y se resistió cuanto pudo a desprenderse del mando de las fuerzas de policía.
Bloqueado en su residencia oficial, mientras la fusilería, las ametralladoras, las bombas, los carros blindados sembraban la muerte en las calles, el gobierno catalán entró en crisis, de la que resultó el cese del ministro que había dado pretexto al conflicto, y el relevo del jefe de policía. Los revoltosos asesinaron en la calle a uno de los miembros del nuevo gobierno, cuando se dirigía a tomar posesión de su departamento.
Tengo motivos para creer que el gobierno de la República, instalado en Valencia, conoció la verdadera índole del conflicto por las conversaciones telegráficas que durante los cuatro días mantuve con el ministro de Marina. El  Gobierno decretó la supresión de los servicios autónomos de seguridad y policía en Cataluña, poniéndolos de nuevo bajo la dependencia directa del poder central. Nombró un general del ejército (que difícilmente logró introducirse en Barcelona) para mandar todas las fuerzas militares de Cataluña, lo que equivalía a suprimir la consejería de Defensa o ministerio de la Guerra del gobierno catalán.
Envió unas columnas de tropas, refuerzos de aviación, y unos barcos de guerra al puerto de Barcelona. No llegaron a entrar en acción. Algunos delegados de la CNT, y dos ministros del gobierno de la República, pertenecientes a esa sindical, estuvieron en Barcelona, con el propósito de apaciguar la ciudad. Trataron el caso como si estuvieran en presencia de una huelga. En sus discursos radiados, aconsejaban a los revoltosos que volvieran al trabajo, y a los «camaradas guardias» (las fuerzas de policía), que depusieran su actitud. Un gerifalte de la CNT hizo saber que serían considerados facciosos quienes persistieran en la lucha. Tales recomendaciones no dieron resultado apreciable. La insurrección se acabó por consecuencia y a cambio de las modificaciones introducidas en el gobierno catalán. Los directores del movimiento publicaron en la mañana del cuarto día una nota ordenando que cesaran las hostilidades y se reanudara el trabajo, por que el proletariado había obtenido satisfacción de los agravios. La paz material se restableció.
Un escándalo de tanta magnitud, acabó de mostrar a los más ciegos la gravedad del mal. La opinión barcelonesa recibió con un suspiro de satisfacción las medidas del gobierno de la República. «Lo primero es vivir», decían muchos. Los más obstinados en mantener, siquiera en apariencia, las facultades del gobierno autónomo, se sometieron de mala gana a la necesidad de cambiar de métodos, reconocida por todos. Pocos días más tarde, el gobierno de la República se modificó profundamente, saliendo de él los representantes de las sindicales. El nuevo gobierno, estimulado por la opinión, y por la
urgencia de recuperar en Cataluña las funciones indispensables para dirigir la guerra y asegurar la tranquilidad pública, emprendió una obra que tenía el solo defecto de llegar con retraso. La ocasión era propicia para realizar en Cataluña un reajuste a fondo. Recobrado el mando de las fuerzas de policía y del ejército en la región, el gobierno ocupó también con sus agentes todos los servicios de la frontera. Los campesinos de algunos valles pirenaicos acudían gozosos a la raya, para ver ondear de nuevo la bandera de la República, que significaba una liberación. Se planteó, entre Barcelona y Valencia, el problema de abolir las situaciones de hecho, creadas con abuso de poder.
No haré la cuenta de las ventajas obtenidas por el gobierno de la República ni de las que dejó de obtener. Importa consignar que en esa pugna, prolongada hasta el final de la guerra, reaparecieron los tópicos, los enconos, los  rozamientos, los empeños de amor propio y de prestigio personal que desde hacía muchos años solían acompañar a lascuestiones de Cataluña, avivado todo ello por el excitante de la guerra.
Los republicanos catalanes, adscritos a la política nacionalista (esta cuestión les importaba poco o nada a las organizaciones del proletariado), usufructuarios del régimen autonómico hasta el día del alzamiento, vieron en la nueva actitud del gobierno de la República una ofensiva contra la autonomía. «El único pensamiento común del gobierno —solían decir— es la política anticatalana. » Temían sobre todo que, al terminarse la guerra, victoriosa la República, Cataluña perdiese de nuevo su régimen propio. Estaban dispuestos a renunciar, temporalmente, a cualquier texto del Estatuto catalán, que a juicio del gobierno estorbase para la política de guerra, con tal de obtener garantías del restablecimiento de la autonomía, al hacerse la paz. De otra manera, y ante la conducta del gobierno de la República, «los jóvenes catalanes que están en filas, no sabrán ya por qué se baten».
La cuestión quedaba así mal planteada. Uno de los efectos causados por la conmoción de la guerra, ha sido el desconcierto de lo que parecía ser el pensamiento político de algunas cabezas. Hemos visto a hombres muy moderados durante la paz, abanderarse en la revolución; y a quienes de mala gana aceptaban los principios autonómicos de la Constitución, propugnar en la guerra la disparatada idea de una «federación de pueblos ibéricos», en la que entrarían cuantos quisieran, y saldrían los que no estuvieran a gusto. Hemos visto a hombres, partícipes en la creación del régimen autonómico catalán, descubrir que el catalanismo debía contentarse con bailar sardanas. Este desconcierto, propio de las gentes que revolotean en la política a merced del viento que sopla, no influía en el curso de la cuestión que voy examinando, por violentas que fuesen a veces las reacciones del mal humor.
El gobierno no se proponía suprimir el Estatuto autonómico de Cataluña. Tampoco tenía atribuciones para suprimirlo. Se trataba de restablecer, dentro de sus límites, el funcionamiento normal de los poderes públicos establecidos en Cataluña por su Estatuto peculiar.
Subvertidos los poderes, que no tenían otra base que el sufragio universal directo, ni otra hechura que la democracia, era inadmisible que, con pretexto de ser Cataluña una región autónoma, fuese gobernada por un grupo irresponsable, al amparo de una antigua popularidad. Ciertamente, los republicanos catalanes han aprobado o consentido (alegando necesidades de la guerra y el hecho indominable de la «revolución») transgresiones flagrantes del Estatuto. Pero estoy  muy inclinado a creer que los mismos republicanos veían con despecho y alarma la destrucción, o por lo menos el secuestro, de la base democrática de su régimen, gracias a la invasión sindical. O todas las instituciones liberales de la autonomía funcionaban por entero, o la autonomía no funcionaba en modo alguno.
Quienes más obligados estaban a comprenderlo así, y a proceder en consecuencia, eran los que desde el comienzo echaban cuentas con un porvenir victorioso. Porque ninguna cosa fundada durante la guerra sería duradera, si el día de la paz no podía resistir el juicio libre de la opinión española. Esta era la cuestión, y no otra. Que haya sido bien o mal entendida, no se deberá a falta de razones, dadas y demostradas irrefutablemente.
Recuerdo por conclusión, un incidente ocurrido en Barcelona en el verano del 37, poco después de perderse para la República todo el País Vasco. Ciertos personajes del gobierno autónomo de Bilbao, pasaron por Barcelona. Hubo demostraciones de simpatía entre los políticos catalanes y vascos. Con estupor y algo de risa por parte de las personas de buen seso, quedó proclamado «el eje Barcelona-Bilbao». Esta caricatura significaba que los nacionalistas vascos y los catalanes harían un frente común contra la política invasora del gobierno de la República. Entre la situación de Cataluña y la del País Vasco durante la guerra, puede establecerse un paralelismo fácil. Pero no todas las observaciones hechas sobre el nacionalismo catalán convienen al de Vasconia. Aunque muy poderoso electoralmente en su país, el peso relativo del nacionalismo vasco en la política general de España era mucho menor que el del catalán. El nacionalismo vasco, sin excepción apreciable, forma un partido de extrema derecha, de confesión católica.
La creencia religiosa se mantiene robusta en aquellas provincias. El clero, muy influyente, es nacionalista acérrimo. El problema lingüístico es también distinto. El vascuence, tal como se ha pretendido salvarlo de la  descomposición que lo disolvía, sigue siendo una lengua sin monumentos literarios, de área reducidísima, sin expansión posible. El vasco que desea conservar su idioma (a lo que tiene pleno derecho) necesita, en cuanto sale de sus montañas, saber otro.
No es muy exacto considerar al nacionalismo vasco como sucesor del antiguo carlismo. Lo es, más que nada, en las contiendas políticas locales, porque el nacionalismo ha asumido en el País Vasco la posición antiliberal más fuerte. Los republicanos y socialistas de Bilbao resisten a los nacionalistas, como sus abuelos, los liberales del siglo  pasado, resistían a los carlistas. El carlismo sostuvo dos largas guerras para abatir la monarquía constitucional y entronizar al rey absoluto. Don Carlos, pretendiente a la corona, se apoyó en el fervor religioso y en el sentimiento localista de los vascos, proclamándose defensor de la religión y los fueros, amenazados por los liberales de Madrid, centralizadores y en pugna con la Iglesia. Pero de los tres términos del lema carlista: Dios, Patria y Rey los nacionalistas conservan el primero, han dejado caer el tercero, y han estrechado el segundo: patria. Según el catecismo nacionalista la patria de los vascos es Euzkadi. Los carlistas, que siempre han blasonado de ardiente españolismo, renegarán de todo parentesco con los nacionalistas. En la guerra, el partido carlista ha puesto sus soldados al servicio del gobierno de Burgos, que, después de conquistar Bilbao, suprimió, además de la autonomía política concedida por la República, los restos de los antiguos privilegios de los vizcaínos en el orden administrativo.
Salvo que la situación social era mucho menos revuelta en el País Vasco que en Cataluña, la posición de aquel gobierno respecto del de la República, se parecía mucho a la del gobierno catalán, y en las relaciones con el exterior, la acentuó.
El aislamiento territorial del norte, impedía muchas cosas y favorecía otras tantas. El gobierno enviaba oficiales y algunos generales para dirigir las operaciones. Es un hecho conocido que los generales no lograron hacerse oír del gobierno vasco, ni mandar nada. Ni siquiera los desastres de la guerra condujeron a mejorar la colaboración militar  entre el país vasco y las demás provincias de aquella zona. Caído Bilbao, ocupada Vizcaya, en cuya defensa colaboraron hombres de todos los partidos, la moral de las tropas nacionalistas se desmoronó. Perdida su tierra, nada les quedaba por hacer. Unos cuantos batallones vascos se pasaron al enemigo. Más tarde, algunos políticos vascos discurrieron, para rehacer la moral de sus tropas, llevarlas a la zona del Pirineo aragonés, y emplearlas en una ofensiva contra Navarra. «No pretendemos —decían— someterla a nuestro dominio político, pero nuestras tropas se enardecerán si van a castigar a Navarra, desleal a la causa vasca. »

VIII. CATALUÑA EN LA GUERRA



VIII. CATALUÑA EN LA GUERRA
El papel de Cataluña durante la guerra ha sido de importancia capital, en todos los órdenes. Si en tiempo de paz, ya desde la monarquía, las cuestiones políticas y económicas de Cataluña estaban siempre en el primer plano de las preocupaciones del gobierno español y de la opinión, el hecho de la guerra acreció enormemente el peso relativo de aquella región en los destinos de la República.
Ocupada gran parte del territorio nacional por las fuerzas enemigas, Cataluña era, entre las provincias donde  subsistía el régimen republicano, la más rica, la más abundante en recursos de todo género. En Cataluña estaba el mayor número de establecimientos industriales que podían utilizarse para la guerra. Barcelona es el puerto español más importante del Mediterráneo.
Cataluña cubre la única frontera terrestre con Europa que le quedaba a la República. Alimentaba a una población numerosa, laboriosa, habituada a vivir bien, profundamente trabajada por las agitaciones políticas y sociales. Dotada de un régimen propio y de un gobierno autónomo, lo que ocurriese en Cataluña y la dirección que diese a su esfuerzo habrían de tener, y han tenido realmente, un efecto decisivo en la política general de la República y en la guerra. La posición fronteriza de Cataluña y la potente irradiación de Barcelona, influían notablemente en el aprecio que desde el exterior se hiciera de los asuntos de España.
Todo contribuía, pues, a hacer de Cataluña, en el orden militar, un objetivo de primer orden. En ciertos respectos, el objetivo principal.
La resistencia de la República se apoyaba en Madrid y en Cataluña. Perderse cualquiera de los dos, en los primeros meses del conflicto, habría puesto fin a la campaña. No así más adelante. Recuerdo haber leído, en la primavera de 1938, un rapport del Estado Mayor, en el que, examinando la situación resultante de la llegada del ejército enemigo a la costa del Mediterráneo, se afirma que, perderse Madrid, Valencia y toda la zona centro-sur de la península, no significaría haber perdido la guerra, porque desde Cataluña podía emprenderse la reconquista de toda España.
Rebájese cuanto pueda haber de hiperbólico en esa proposición. La recíproca es cierta: perdiéndose Cataluña, no habría ya nada que hacer en el resto de España. No hay ninguna exageración en la importancia atribuida a Cataluña en el curso de la guerra. La opinión pública española —adicta o adversa a la República— lo comprendía muy bien.
La opinión extranjera, bien o mal informada, lo presentía, y ha prestado atención preferente a Barcelona.
Por su parte, los grupos políticos y las organizaciones sindicales que, de una manera o de otra, asumieron la dirección de los asuntos públicos en Cataluña, desde julio de 1936, hacían todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para aumentar temerariamente la importancia de la región en los problemas de la guerra. No puede negarse que lo consiguieron, por acción y por omisión.
Por acción, atribuyéndose funciones, incluso en el orden militar, que en modo alguno les correspondían; por omisión, escatimando la cooperación con el gobierno de la República. Después que, a consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión, los poderes públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la reacción necesaria por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por completo de aquella región.
Los que oficialmente representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su gobierno eran vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les arrebataba no solamente las situaciones de hecho conquistadas desde el comienzo de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería el régimen autonómico.
Miraban en el ejército de la República, reorganizado en Cataluña desde que en mayo del 37 el Estado recuperó en la región el mando militar, «un ejército de ocupación». Consideraban perdida la autonomía y menospreciada la aportación de Cataluña a la defensa de la República.
En las esferas oficiales del Estado la convicción dominante era que la conducta del gobierno de Cataluña, más atento a las ambiciones políticas locales del nacionalismo catalán, y sometido, de mejor o peor gana, a la influencia omnímoda de los sindicatos, estorbaba gravísimamente la función del poder central. Este conflicto, causa de desconcierto y debilidad en la conducta de la guerra, pasó por varias fases, desde la insubordinación plena en el segundo semestre de 1936, hasta el sometimiento impuesto autoritariamente en 1938. Nunca se resolvió con entera satisfacción de nadie, e influyó perniciosamente hasta el último momento. Trataré de resumir el origen y las consecuencias de tal situación.
Por lo menos desde principio del siglo, el nombre de Cataluña venía asociado, en las cuestiones de política general española, a dos problemas: el del nacionalismo catalán y el del sindicalismo anarquista y revolucionario.
El primero era un problema específico de la región, y provenía de la expansión creciente del sentimiento particularista de los catalanes. Renacimiento literario de su lengua, restauración erudita de los valores históricos de la antigua Cataluña, apego sentimental a los usos y leyes propios del país, prosperidad de la industria, y cierta altanería resultante de la riqueza, al compararse con otras partes de España, mucho más pobres, oposición y protesta contra el Estado y los malos gobiernos, sobre todo después de la guerra con los Estados Unidos en 1898: todos estos componentes, amasados con la profunda convicción que los catalanes tienen del valor eminente de su pueblo (algunos hablaban de su raza), y de ser distintos, cuando no contrarios de los demás españoles, concurrieron a formar una poderosa corriente contra el unitarismo asimilista del Estado español.
El catalanismo, desde el comienzo de sus actividades políticas, contó con uno o más partidos «republicanos nacionalistas». Pero la fuerza catalanista más importante estuvo representada, hasta el advenimiento de la República, por un partido (o Liga), profundamente burgués y conservador. Este partido colaboró en algunos ministerios de la monarquía y les arrancó la concesión de una autonomía administrativa para Cataluña.
Es obvio que el sindicalismo revolucionario de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), no puede ser considerado como un movimiento específico catalán. La asociación de las actividades de aquella sindical con las cuestiones políticas de Cataluña proviene que en Barcelona residía el organismo director de la CNT; en Cataluña estaban sus masas más numerosas, sus hombres más conocidos; de Barcelona partían las consignas para toda España; en Cataluña desencadenó la CNT algunos de sus movimientos más alarmantes.
La CNT, que incluía en su organización a la Federación Anarquista Ibérica, no tenía apenas contrapeso en el movimiento obrero de Cataluña. El Partido Socialista Español (SEIO), carecía de importancia en la región.
Los sindicatos de dirección socialista, agrupados en la Unión General de Trabajadores (UGT), eran pocos, relativamente a los de la CNT. Y en más de una ocasión, la acción sindical de la CNT, que repercutía en toda España, estuvo determinada por cuestiones propias de Cataluña, por su situación política o social.
En los últimos años de la monarquía constitucional, antes de la dictadura de Primo de Rivera, Barcelona, una de las ciudades más amenas y alegres de España, ganó una reputación siniestra. Los pistoleros del «Sindicato Único» asesinaban patronos. El general Martínez Anido, gobernador de Barcelona, organizó un sindicato, llamado «libre», cuyos pistoleros, en represalias ordenadas por el gobernador, asesinaban a los del «Único», y a gentes que no pertenecían a él. Los muertos de ambos bandos se contaron por centenares. Desde entonces, la capacidad de invención de la barbarie parecía agotada.
Producido el alzamiento de julio del 36, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña. No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia. El levantamiento de la guarnición de Barcelona fue vencido el 20 de julio. La Guardia Civil, manteniéndose fiel a la República y al gobierno autónomo catalán (que tenía entonces a su cargo los servicios de orden público), decidió la jornada. Las demás guarniciones de Cataluña que secundaban el movimiento, volvieron a sus cuarteles y depusieron las armas. Este triunfo rápido, la percepción de la importancia que Cataluña cobraba para la decisión de la guerra, las dificultades inextricables que embarazaban al gobierno central, desataron la ambición política del nacionalismo y le decidieron a ensanchar, sin límite conocido, su dominio en la gobernación de Cataluña.
Desde que se instauró la República, el gobierno de Cataluña estaba en manos de un partido republicano llamado de «izquierda catalana». Este partido surgió casi de improviso en las elecciones de 1931, y obtuvo un triunfo  fantástico.
En toda España se votó entonces contra la dictadura militar, contra la monarquía y por la República, en Cataluña se votó por o contra los mismos objetivos, y además, por catalanismo. Es digno de recordarse que, en 1923, al sublevarse el general Primo de Rivera, contaba con el apoyo de algunos importantes personajes del catalanismo burgués y conservador.
No tardaron en conocer su error y en arrepentirse de él. La política de Primo de Rivera fue tenazmente anticatalanista, lo que para los nacionalistas significaba sencillamente anticatalana. Primo de Rivera se jactó siempre de que había conseguido suprimir el «problema catalán».
Hay motivos paracreer que lo enconó. El caso es que en las elecciones de 1931, el catalanismo lastimado tomó el desquite, y los republicanos catalanes de izquierda fueron, sin excepción, nacionalistas. Con ocasión de la guerra, los catalanistas de la derecha han repetido aquel error, pero en gran escala. Su oposición a la República ha podido más que su catalanismo. Se abstuvieron de colaborar en la elaboración y aprobación del régimen autonómico de Cataluña, que, de esa manera, apareció ante la opinión catalana como una «conquista» de los republicanos de izquierda. En el alzamiento militar, los catalanistas conservadores se pusieron decididamente al servicio de la que era entonces «Junta de Burgos». Su cálculo era éste: nos aprovecharemos del movimiento para librarnos del peligro comunista y de la revolución; después, nos desembarazaremos de los militares, como nos desembarazamos de Primo de Rivera. Personas que presumen de bien enteradas aseguran que los autores de ese cálculo no tienen ahora motivo ninguno de estar satisfechos.
Vencida la guarnición de Barcelona el 20 de julio, y hallándose libre de los estragos de la guerra todo el territorio catalán (las columnas de milicianos barceloneses penetraron hasta las cercanías de Zaragoza), se creyó sin duda que se había logrado todo, y que era el gran momento para hacer política. Nacionalismo y sindicalismo se aprestaron a recoger una gran cosecha. Es difícil analizar hasta qué punto coincidían y desde qué punto diferían en su acción el uno y el otro. La táctica de hacer cara al gobierno de la República y de sustraerse a su obediencia les era común. En todo lo demás, tenían que entrar en conflicto, a no ser que el gobierno catalán se sometiera mansamente a los sindicatos.
El gobierno catalán desconoció la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de «incautaciones», pero dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una terrible crisis de autoridad. La invasión sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra parte, desbordó al gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o disculpar sus propias extralimitaciones. Por ejemplo, el gobierno catalán se incautaba del Banco de España, para evitar que se incautase de él la FAI.
Véanse ahora algunas de las situaciones de hecho creadas en Cataluña: todos los establecimientos militares de Barcelona quedaron en poder de las «milicias antifascistas», controladas por los sindicatos.
El gobierno catalán se apropió la fortaleza de Montjuich; con qué efectiva sobre ella, es punto dudoso.
La policía de fronteras, las aduanas, los ferrocarriles, y otros servicios de igual importancia fueron arrebatados al Estado. La Universidad de Barcelona se convirtió en «Universidad de Cataluña». Hasta el teatro del Liceo, propiedad de una empresa, se llamó Teatro Nacional de Cataluña. (En él se representaban zarzuelas madrileñas y óperas francesas o italianas.) El gobierno catalán emitió unos billetes, manifiestamente ilegítimos, puesto que el privilegio de emisión estaba reservado al Banco de España.
Los periódicos oficiosos de Barcelona comentaron: «Ha sido creada la moneda catalana». También aquel gobierno publicó unos decretos organizando las fuerzas militares de Cataluña. Los mismos periódicos dijeron: «Ha sido creado el ejército catalán». Tales creaciones, y otras más (que no son un secreto, porque constan en las publicaciones oficiales del gobierno catalán y en la prensa de Barcelona), respondían a la política de intimidación, que ya he mencionado. Cuando esos avances del nacionalismo iban siendo corregidos por el gobierno de la República, un eminente político barcelonés, republicano, me decía apesadumbrado: «Si hubiéramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas habrían sido otros tantos triunfos en nuestra mano».
Por su repercusión inmediata en la guerra, es necesario recordar especialmente lo que se hizo en Cataluña, durante ese período, en el orden militar y en la industria. El gobierno autónomo instituyó inmediatamente un ministerio de la Guerra (consejería de Defensa), para su región. Al principio, estuvo al frente de ese departamento, por lo menos en apariencia, un militar profesional.
Más tarde, ocupó el puesto un obrero tonelero. El ministro, o consejero, estaba asistido por un Estado Mayor, formado en su mayoría por oficiales del ejército.
Asumieron la dirección de las fuerzas catalanas y pretendieron organizarías. Pocas en número, sin cuadros, sin material, escasas de municiones, continuaron divididas en columnas y en divisiones según el color político de sus componentes. En realidad, la consejería de Defensa fue un semillero de burócratas, un hogar de intrigas políticas. En
diciembre del 36, persona que tenía motivos para saberlo, me dijo que había 700 funcionarios para administrar unas fuerzas que en el papel no excedían de 40.000 hombres. Rechazados fácilmente los primeros amagos de los milicianos sobre Zaragoza; fracasada la expedición a Mallorca; concluidas por un descalabro serio las operaciones sobre Huesca, todo el frente de Aragón, desde los Pirineos hasta Teruel, cayó en absoluta inacción.
Se había demostrado la imposibilidad de constituir a fuerza de armas y por derecho de conquista, la «gran Cataluña». En marzo del 37, el diario de Barcelona, La Vanguardia, publicó un artículo, en el que aparecía la palabra traición, a propósito de la inactividad del frente. Me parece exagerado. Tomar la iniciativa era imposible. Pero es cierto que no se hacía casi nada para remediarlo, ni se levantaban las fortificaciones necesarias para prevenirse siquiera contra una ofensiva, que, por lo visto, parecía improbable. En general, dominaba la creencia de que la guerra se decidiría en otra parte, lejos de Cataluña. Sofocado en pocas horas, dentro del territorio catalán, el alzamiento militar, y llevando sus fuerzas al interior de las provincias limítrofes, a gran distancia de Barcelona, Cataluña había ganado su guerra. En el frente de Aragón no se retrocedía, en tanto que en los demás teatros de operaciones se cosechaban desastres.
Cataluña había cumplido lo que le correspondía. Su hermosa tierra estaba libre de enemigos, y continuaría estándolo. « ¡Que hagan en todas partes lo mismo, en vez de ir corriendo desde Cádiz hasta Madrid!», decía un ministro catalán. Esta situación era, para muchos, un mérito especial, y para casi todos, un argumento justificativo de la política imperante en Barcelona.
En los tiempos de mayor desbarajuste, subyugado el gobierno catalán por la CNT, pactó con los sindicatos un decreto de militarización, concediendo en cambio que ciertas industrias serían oficialmente colectivizadas. Hubo por entonces una crisis del gobierno catalán, y en el curso de ella, alguien propuso que los partidos y las sindicales que estuviesen representados en el nuevo gobierno, firmasen un papel comprometiéndose a obedecerle. Este propósito no debió de alcanzar al decreto sobre el servicio militar, que no se cumplió. No corrieron mejor suerte otros decretos de la misma procedencia, y su incumplimiento no se debió en todos los casos a que los sindicatos no los aceptasen. Eran a veces de imposible aplicación, o la opinión general no los aceptaba.
La colectivización de industrias en Cataluña, que se fundaba originariamente en incautaciones de hecho (y en eso consistía toda su fuerza), condujo inmediatamente a un callejón sin salida. La tesorería de las empresas colectivizadas se agotó rápidamente. Carecían de medios para adquirir en el extranjero primeras materias. Naturalmente, era  imposible llevar los productos manufacturados en Cataluña al territorio ocupado por el enemigo, y muy difícil también distribuirlos por las otras provincias.
Abrirse mercados nuevos en el exterior no estaba al alcance de la buena voluntad. En ciertos ramos de la  industria, los artículos invendidos, por valor de muchos millones, abarrotaban los depósitos. Al poco tiempo de «organizar» la producción en esa forma (sin examinar ahora las demás condiciones en que se producía), un ministro catalán pintaba la situación con muy negros colores: muchas fábricas tendrían que cerrarse; doscientos mil obreros quedarían en paro forzoso... El gobierno catalán aportaba fondos para el pago de los salarios, como si acudiese al socorro de una calamidad pública. Un periódico barcelonés insertó este anuncio: «Empresa colectivizada desea socio capitalista». No es verosímil que lo encontrara. El gobierno catalán venía a ser el socio capitalista de las empresas a quienes necesitaba sostener, pero un socio para las pérdidas, nunca para las ganancias, aun en el supuesto temerario de que las hubiese habido.
Exhausta su tesorería, el gobierno catalán se volvía al gobierno de la República, para obtener su auxilio, mediante la liquidación de suministros de material de guerra y de gastos hechos por cuenta del Estado, y otros conceptos, que daban origen a discusiones, compromisos y regateos muy penosos, con los que se enredaban las cuestiones de política general, y cuya solución, cuando parecía haberse encontrado alguna, dejaba descontentas a las dos partes.
Las industrias adaptadas a la producción de material de guerra, estaban, en ciertos respectos, en otra situación: teman un cliente seguro, el Estado; vendían a buen precio, todo lo que fabricaban; el problema consistía en que fabricasen más.
El gobierno de la República pretendía justamente requisar con arreglo a las leyes las fábricas de material de guerra, tratar directamente con ellas para los encargos que necesitase, y asegurarse de su buen rendimiento en calidad y cantidad.
Esta cuestión, que, en buena lógica, solamente podía suscitar dificultades de orden administrativo y técnico, promovió desgraciadamente un problema político de primera magnitud. El gobierno de Cataluña se interponía entre la acción del Estado y las fábricas de material. Según su criterio, el Estado debía tratar únicamente con el gobierno catalán, sin ninguna intervención directa en el funcionamiento de las fábricas. No es ahora posible aquilatar en qué medida concurrían a sostener esa posición el gobierno catalán y los sindicatos. En cierta ocasión, el gobierno catalán suspendió o prohibió la fabricación de un pedido contratado directamente por el gobierno de la República; motivo: que la conducta sindical de la fábrica no había sido buena. Una de las razones que el gobierno de la República dio para trasladarse de Valencia a Barcelona, fue que desde Barcelona removería más fácilmente los obstáculos que se le oponían. El resultado no debió de ser muy lisonjero, porque en septiembre del 38 se decidió a militarizar, sometiéndolas al ministerio de la Guerra, las fábricas de material. Los representantes de los partidos catalanes y vascos en el gobierno de la República, dimitieron. Se llegó a una situación de grandísima violencia y gravedad, complicada por la crisis interna de los partidos que sostenían al gobierno de la República, llamado de «unión nacional», por graves faltas de tacto, y por violencias innecesarias, como si cada cual se empeñase en perder la parte de razón que tuviera.
Las consecuencias de este conflicto no salieron a luz, porque sobrevino el desastre militar, y todo quedó sepultado bajo los escombros.

VII. LA REVOLUCIÓN ABORTADA



VII. LA REVOLUCIÓN ABORTADA
El gobierno republicano se hundió en septiembre del 36, agotado por los esfuerzos estériles de restablecer la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que estaban cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos de la República.
El buen desempeño de su aplastante responsabilidad hubiera exigido por parte de todos la asistencia más leal.
Durante aquellas semanas, el optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado, porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución.
Se dio el caso de que unos trenes de reclutas, movilizados por el gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir las unidades de la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las autoridades locales les impidieron proseguir el viaje.
El trabajo, lejos de hacerse más intenso, menguó en duración y rendimiento.
La huelga de la construcción, comenzada en mayo, dirigida e impuesta por la CNT, persistía después de empezar la guerra; no se terminó hasta agosto.
La traición puede ser sofocada y castigada, pero una alucinación colectiva se disipa difícilmente.
Es preferible creer en una alucinación colectiva: en 1937 se celebró en Madrid un meeting para conmemorar el primer aniversario de la huelga de la construcción, que entre otros méritos tuvo, en opinión de sus panegiristas, el de haber precipitado el alzamiento.
Ya he dicho que algunos lo recibieron como un hecho venturoso.
Los leaders políticos y sindicales visitaban a los milicianos en los frentes, les aconsejaban sobre la manera de hacer la guerra, de aprovisionarse sobre el país: «si encontráis una vaca o una ternera, la matáis, y os la repartís; ya la pagará el gobierno».
El presidente del Consejo recibió quejas muy serias de un leader, porque los milicianos no tenían en el frente aguas minerales para beber.
Madrid ofrecía una apariencia alegre, de jolgorio y holganza.
Miles de coches recorrían velozmente las calles, derrochando la gasolina del Estado. Se derrochó también, en fabulosa escala, los víveres y toda clase de recursos.
Músicas, desfiles, columnas que iban al frente, o volvían.
Rebajamiento de la calidad y limpieza en el vestido.
Muchos burgueses se disfrazaban, bastante mal, de proletarios.
Ostentación de armas largas.
Jóvenes ociosos, en vez de combatir en la trinchera, lucían por los cafés arreos marciales, el fusil en bandolera.
La prensa adoptó un tono jactancioso, semejante al de 1898. Los tópicos eran aparentemente otros, pero la misma frivolidad. Hacía años que los periódicos no imprimían: «el heroico coronel», «el invicto general».
Desempolvaron estos clichés. Como novedad propia de los tiempos, tuvimos que diariamente caían en nuestras líneas unos cuantos aviones enemigos «envueltos en llamas».
Bajo aquella confusión de frivolidad y heroísmo, de batallas verdaderas y paradas inofensivas, de abnegación silenciosa en unos y ruidosa petulancia en otros, la obra sombría de la venganza prosiguió extendiendo cada noche su mancha repulsiva.
Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo.
Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos.
Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la «insolencia» de los humildes.
Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia
y el fanatismo.
Una parte del país odiaba a la otra, y la temía.
Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos, para cortarle el paso a una revolución comunista.
Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España, han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor.
El odio se satisfacía en el exterminio.
La humillación de haber tenido miedo, y el ansia de no tenerlo más, atizaban la furia. Como si la guerra civil no fuese bastante desventura, se le añadió el espectáculo de la venganza homicida.
Por lo visto, la guerra, ya tan mortífera, no colmaba el apetito de destrucción.
Era un método demasiado «político», no escogía bien a sus víctimas. Millares de ellas iban cayendo, no por resultas de sus actos personales, sino por su tendencia.
El impulso motor era el mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle a la nación sus miembros «podridos», ya se operase clandestinamente por las pandillas de desalmados que en la pasión política pretendían encontrar una justificación de la delincuencia.
En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex diputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de «fascismo», políticos de significación derechista. Que todo eso ocurriera, en su territorio, contra la voluntad del gobierno de la República y a favor del colapso en que habían caído todos los resortes del mando, es importante para los gobiernos mismos y para su representación política.
Pero si las atrocidades cometidas en uno y otro campo se consideran, no desde el punto de vista de la autoridad del Estado y de la justicia legal, ni desde el de la responsabilidad de quienes hayan gobernado en cada zona, sino como un fenómeno patológico en la sociedad española, el valor demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el mismo; su carácter, mucho más entristecedor.
La guerra es todavía una fase de la política. Juzgamos la licitud o la ilicitud de una guerra según los designios políticos que persigue.
Las atrocidades del resentimiento homicida no pueden juzgarse con ese criterio. No es menester apelar a él para reprobarlas, ni es permitido invocarlo para absolverlas. Tal primitivismo de sentimientos, un desate tan irracional de los instintos, suprimen la política, la expulsan.
Ya sabemos que existe el recurso de «organizar» la ferocidad y utilizarla como arma defensiva del Estado. Sistema del terrorismo, con el que la violencia inmoral parece reincorporarse a una razón política.
Mas, si las atrocidades resultantes del desorden inficionan mortalmente la causa que pretenden servir, el terrorismo organizado no asegura nada, ni siquiera su propia duración.
No es dudoso, que tales hechos, causaron un quebranto irreparable en la confianza que el gobierno republicano pudiera conservar sobre el resultado útil de su gestión.
Por otra parte, las perspectivas de la guerra se ensombrecían.
Ya los primeros aviones alemanes llegados a Andalucía transportaban a la Península tropas marroquíes. Se esperaba (y se temía) mucho de la acción de los moros.
La experiencia probó pronto que, aun siendo importante, su concurso no decidiría la guerra. Pero el fácil avance de la columna de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de Extremadura, mostraba, a quienes no habían perdido el juicio, la inminencia del peligro.
Mientras, en la prensa aparecían enormes manchettes, con estupideces de este calibre: «La batalla de Talavera será nuestra batalla del Mame», que hacían rechinar los dientes a las personas sensatas.
Con la mejor buena fe del mundo, muchos «conductores» de la opinión creían lo más adecuado a la moral popular mantenerla en sus ilusiones de triunfo-fácil.
Un revulsivo eficaz habría sido, probablemente, ponerla frente a la realidad.
Algo así ocurrió más tarde.
Madrid, que no se había defendido en el Guadiana ni el Tajo, se defendió en sus propios arrabales, cuando podía presumirse, dados los antecedentes, que los moros llegarían al centro de la capital en tranvía.
Parte decisiva en el desmoronamiento del gobierno republicano le cupo a la situación exterior.
El gobierno, desde el comienzo, se halló en la imposibilidad de comprar libremente armas en el extranjero. En este aspecto, la no-intervención empezó a funcionar antes de haberse firmado el acuerdo entre las potencias, y se aplicó, con efecto retroactivo, a contratos de adquisición de material hechos por el gobierno español antes de empezar la guerra.
La interdicción que padecía así la República, hirió mortalmente al gobierno, que se encontró sin armas que dar a las milicias, y en mala postura ante la opinión, que tal vez le inculpaba de no saber hacerse respetar en el exterior. Nadie ha ignorado nunca ni nadie tiene hoy interés en disimular las consecuencias decisivas de la no-intervención en el curso de la campaña; pero los resultados de aquella situación en la política interior de la República no fueron menos graves, y difícilmente rectificables.
Ame las masas, la experiencia venía a desacreditar la hipótesis de que un gobierno exclusivamente republicano, que no suscitaba alarmas, era la garantía de que la República seguiría siendo mirada sin prevención en el extranjero.

Se abrió paso, irresistiblemente, la idea de que en el gobierno de la República, debían estar representados todos cuantos la defendían. El gobierno fluctuó un par de semanas. Fue imposible sostenerlo, Al empezar septiembre, tomó sobre sí la responsabilidad de retirarse, y dio paso al gobierno llamado «de la victoria», compuesto de republicanos, socialistas, sindícales de la UGT y dos comunistas.
Disposición dominante en el nuevo gobierno: gran confianza en sus planes, en su popularidad, en su energía, moderado todo ello por el fastidio de no haber sido llamado antes.
Uno de los nuevos ministros me decía: « ¡Con tal de que no sea demasiado tarde!» ¿Demasiado tarde? Llevábamos cincuenta y un días de guerra.
Si el ministro hubiese podido sospechar que la guerra duraría novecientos treinta días más, acaso hubiera entrevisto que entonces no era demasiado tarde para nada.
Los reveses de la campaña hicieron comprender a todos la necesidad de tomar la guerra en serio, y prestaron al gobierno el resorte necesario para imponer un cambio de conducta, pero a costa de demasiado tiempo. No puede negarse que el precio del aprendizaje fue elevadísimo y, en su mayor parte, irrescatable.
La reacción comenzó por el ejército.
El nuevo gobierno sometió a tocios a la disciplina militar y comenzó la organización metódica de las fuerzas.
Empezaron a formarse las grandes unidades, y el Estado Mayor fue recuperando la dirección de la campaña. Antes no podía hacerse otra cosa que operaciones locales, para acudir como se podía a los apuros más urgentes.
El enemigo tenía ya, entre otras ventajas, la de una dirección única, y la de que todo su territorio estaba unido (después de la toma de Mérida y Badajoz), aseguradas sus comunicaciones interiores.
Ya partido en dos trozos incomunicables por el aislamiento del norte, el territorio del gobierno de la República estaba, para los efectos de dirigir la campaña, dividido en tres o cuatro pedazos, como resultado de la situación de Cataluña y del País Vasco,
Las consecuencias fueron deplorables.
En agosto del 36, los que mandaban en Barcelona decidieron enviar, auxiliados por Valencia, una expedición contra Mallorca, No contaron con el gobierno de Madrid ni siquiera para pedirle informes sobre cuál pudiera ser el estado militar de la isla.
La expedición, anunciada ruidosamente en la prensa, desembarcó, perdió quinientos soldados, casi toda la artillería, cerca de un centenar de ametralladoras tiradas al agua, sin lograr la conquista de las Baleares para la «gran Cataluña», y malogró, para lo sucesivo, cualquier empresa sobre un objetivo tan importante.
Otros ejemplos, no tan desastrosos, podrían citarse de aquella dirección de la guerra desde cada provincia. Realmente, la unidad de mando superior no fue completa sino a mediados de 1937, y todavía quedó, hasta su pérdida, el sector excéntrico del norte.
La creación de un nuevo ejército, capaz de hacer frente al enemigo, no podía lograrse plenamente, ni en cuanto a la organización y disciplina, ni en cuanto a la selección del personal, si no se operaba al mismo tiempo una transformación en el estado de la retaguardia.
Donde más se hacía sentir el desorden de las iniciativas privadas, que ahogaban al Estado o rivalizaban con él, era en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra, y en el rendimiento de la industria.
Aquellas iniciativas eran de dos clases: o bien de orden regional y político, como las del gobierno catalán, o bien de orden sindical.
Claro está que dentro del marco regional, se manifestaban también las obras de la actividad sindical. En los servicios y empresas de cuya dirección se habían apoderado los sindicatos, la calidad y la cantidad del trabajo descendieron. El derrame sindical produjo un efecto paralizante.
En 1937 me dijo el director general de Minas que la extracción de carbón en Utrillas se había reducido a la décima parte de lo normal. Encareció el costo de las obras: emprendida la construcción de un ferrocarril transversal desde la provincia de Valencia a Madrid, para asegurar el abastecimiento de la capital, cada metro cúbico de tierra removida venía a costar unas cuarenta mil pesetas. Disolvía la responsabilidad en comités anónimos.
El servicio de transportes pagaba sueldo a dieciséis mil chauffeurs, y no se conseguía regularizar el envío de víveres a Madrid, cuando todavía no escaseaban.
Si la memoria no me engaña, fue el señor Largo Caballero, a la sazón presidente del Consejo, quien ordenó la prisión del Comité de transportes. Se daban tan poca cuenta de la gravedad de la guerra, o anteponían de tal manera las ventajas del momento presente, que en septiembre del 36, habiendo en Madrid tres aviones de caza, los obreros del taller de reparaciones del aeródromo de los Alcázares se negaban a prolongar una hora la jornada y a trabajar los domingos.
Estas muestras, tomadas de la realidad, bastan para formarse una idea de la situación en ese aspecto y de la inmensa tarea que los gobiernos debían cumplir.
Tanto desbarajuste, tales movimientos desordenados, que arruinaban la producción, estaban destinados al fracaso. La opinión pública, en general, los reprobó. Los resultados obtenidos, acabaron de desacreditarlos. Pero su efecto, desastroso para la República, estaba ya producido. Es seguro que, después de los italianos y los alemanes, no han tenido los «nacionalistas» mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida, o más bien, secuestrada por los sindicatos.
El planteamiento de tal aventura hubiera sido físicamente imposible en España durante la paz. Creer en su éxito fácil, a favor de la guerra, porque se constituían situaciones de hecho, incompatibles no solamente con las leyes vigentes sino con el conjunto de la economía del país, y esperar que tales situaciones, si duraban hasta el final de la guerra, podrían subsistir (en la hipótesis de una solución favorable a la República), no era muy halagüeño para la  perspicacia de quienes así pensaran.
Todos estos hechos, de orden económico u otro, que menguaban la capacidad de resistencia de la República, no obedecían a un pensamiento común, no se amoldaban a un plan. Su fuerza se desparramó por el área de las incautaciones y colectivizaciones que interesaban más a los meneurs, y no pasó adelante. El sindicato se instaló  pesadamente en servicios y empresas; pesadamente, porque todo lo hacía con lentitud. Pero la fuerza ascendente de ese movimiento menguaba con rapidez, a medida que se apartaba de su terreno propio.
Nunca se apoderó del gobierno ni del Estado. Es. concebible que, en las primeras semanas de la guerra, hubiese estallado en el territorio de la República una revolución violentísima, fulminante, que destruyera las instituciones republicanas, reemplazara a sus partidos y a sus hombres, y entronizase un gobierno de su hechura, para conducir de frente, bajo una disciplina de hierro, la revolución y la guerra.
Un fenómeno tal, observado ya en otros países, en circunstancias parecidas, no llegó a producirse en España. La conmoción fue bastante fuerte para quebrantar al Estado, colaborando en eso, seguramente sin darse cuenta, con las fuerzas nacionalistas; pero no pudo construir un Estado nuevo, no pudo sustituir una disciplina por otra, un sistema por otro.
Así, en los momentos en que la confusión fue mayor, se seguía invocando el Estado, la disciplina y el sistema antiguos, y a los gobiernos a quienes se estorbaba la función de gobernar, nadie los combatía de frente.
Por la doctrina y por la táctica que lo han formado, una gran parte del sindicalismo español estaba habituada a considerar al Estado como su enemigo irreconciliable, cuyo aniquilamiento era el paso preliminar para la emancipación personal y social. En plena guerra, debieron de creer, o procedieron como si creyeran, que la función de mando, de dirección y de representación de una sociedad política, y la coordinación de su economía, podían suprimirse, simplemente, y que las actividades de la sociedad española se encauzarían por las deliberaciones de unos comités.
Reducido el Estado a la impotencia, por asfixia, quedaría hecha la revolución. Doble error, desde el punto de vista de la necesidad y la utilidad del Estado y desde el punto de vista revolucionario. Algunos lamentarán que en España no hubiese de verdad una revolución a fondo, capaz de tomar las riendas del poder, que hubiera conducido a la República a la victoria. En todo caso —dirán— las cosas no habrían podido salir peor de como han salido. Es juego fácil discurrir sobre experiencias imaginarias.
Si los hechos, observados rigurosamente, significan algo, es manifiesto que el remedio de una revolución  creadora» no habría servido de nada. Las dificultades en que se ha estrellado la República eran de orden internacional y de orden técnico (militar e industrial). Danton y Carnot que resucitaran, no las habrían resuelto, dada la situación de Europa y dados los recursos con que se contaba en España. La Revolución triunfante se habría encontrado ante las mismas dificultades, y algunas más, nacidas de su propio triunfo. La República —siendo iguales las otras circunstancias— se habría perdido lo mismo. Acaso la guerra se hubiera terminado antes. Dudosa compensación, porque en esas condiciones, la guerra misma, y su conclusión, no habrían sido menos onerosas para quienes la han padecido, para los defensores de la República y para el país en general.

VI. EL ESTADO REPUBLICANO Y LA REVOLUCIÓN



VI. EL ESTADO REPUBLICANO Y LA REVOLUCIÓN
No se entenderá nada de la situación en la España republicana durante los primeros meses de la guerra si no se tiene presente que para buen número de los agredidos el alzamiento militar era, si no un hecho venturoso, una coyuntura favorable, que podía y debía aprovecharse para cortar los nudos que los procedimientos normales del tiempo de paz no habían logrado desatar, y para resolver radicalmente ciertas cuestiones que la República dejaba en suspenso.
Muchos de los que así sentían eran incapaces de desencadenar por su cuenta y para sus fines una catástrofe de tal magnitud; pero habiéndola producido otros, se creyeron dispensados de respetar las reglas del juego, violentamente rotas por el alzamiento.
Junto al furor, la indignación y otros sentimientos parejos despertados por el suceso, hay que poner siempre una fuerte pincelada de optimismo en los juicios que se hacían sobre la situación durante las primeras semanas, y más aún sobre el porvenir de la República para después de la guerra.
En agosto del 36, los más pesimistas no creían que la guerra se prolongase hasta el año nuevo. Contando con una guerra corta (tal parecía ser también la convicción de los enemigos), la inmensidad del desastre que se abatía sobre España no era percibida claramente.
La noche del 17 al 18 de julio, la República, en Madrid, estuvo pendiente de un hilo. Una decisión audaz por parte de quienes, ya en sorda rebelión contra el gobierno, ocupaban todos los establecimientos militares de Madrid y sus contornos, habría acabado con el régimen en unas horas.
Se produjo el hecho contrario. La facilidad relativa con que el movimiento fue sofocado en la capital y en otras grandes ciudades y regiones que dejaban en poder del gobierno los recursos más importantes del país, engendró una confianza sin límites.
El grave desbarajuste que siguió, revestido, para adoptar un nombre formidable, con el nombre de revolución, provino, en gran parte, de esa confianza, ligada al instintivo impulso de desquite de que he hablado más arriba.
Se ha observado un sincronismo perfecto entre la recuperación de la autoridad del Estado, el retroceso de la revolución, y los apuros y reveses de la guerra. Está por analizar en qué medida los «avances» de la revolución contribuyeron a los «retrocesos» del ejército.
La fuerza trágica de tal situación dimana de que la descomposición del Estado era el resultado de las leyes del choque; el efecto mecánico del alzamiento mismo. La razón sirve para comprender por, qué la montaña, al derrumbarse, nos aplasta, pero no se puede contener el derrumbamiento a fuerza de raciocinios.
Ahora bien: en tales momentos el gobierno disponía solamente del poder de la persuasión.
No todos los hombres políticos importantes profesaban aquella confianza, ni, menos aún, participaban en el sentimiento popular de aprovecharse de la coyuntura para hacer un corte de cuentas definitivo.
No todos, pero sí algunos. He señalado la disposición dominante en las masas, pero no incluyo en este vocablo solamente a los proletarios organizados en los sindicatos y en los partidos.
Habría que añadirles otra muchedumbre de gentes. El efecto de una opinión tan esparcida, pronta a manifestarse con violencia, se dejó sentir en seguida.
A mi juicio, la actitud del Estado frente al movimiento no podía ser otra que la de defender íntegramente la legalidad constitucional republicana. Solamente en su nombre se podía convocar a todos para la defensa del derecho establecido y exigir el esfuerzo necesario.
Las querellas entre partidos, y sus designios, por respetables y justificados que fuesen, debían suspenderse ante el peligro común y aplazarse para pasado mañana.
Era evidente que, después de una conmoción violentísima, como el alzamiento militar, la República, si lo dominaba, no podría seguir siendo como antes era.
Más, para trazarse rutas nuevas era indispensable no sólo dominar el movimiento, sino tener en cuenta las condiciones y los medios con que hubiese sido dominado.
Movido de esta convicción conferí al presidente de las Cortes el encargo de formar un gobierno con todos los partidos que acataran la Constitución, desde los republicanos más conservadores hasta los socialistas.
Algunos personajes republicanos me hicieron observar que un Gobierno así, suscitaría protestas. Yo también lo temía, pero eso no era obstáculo para llevar adelante el propósito.
Los republicanos conservadores consultados se negaron a entrar en la combinación. También los socialistas. Los motivos de unos y otros no eran los mismos, ciertamente.
Por su parte, casi toda la mayoría parlamentaria parecía muy poco dispuesta a secundar al presidente de las Cortes en su empresa.
Se formó un gobierno sin el concurso de las derechas y sin socialistas. No era, ni con mucho, lo que se había buscado.
En una madrugada de agitación febril, hubo, según me contaron (yo no las vi), manifestaciones contra el nuevo gobierno. Algunos republicanos, más exaltados que perspicaces, hablaron incluso de una «traición» del presidente de la República.
El gobierno duró cuatro horas.
El presidente de las Cortes resignó los poderes porque estaba seguro de que de allí a poco «no le obedecería nadie».
El gobierno que le sucedió, formado exclusivamente por republicanos de la mayoría parlamentaria, fue bien recibido. No es probable que ningún ministerio se haya hecho nunca cargo del poder en circunstancias tan terribles.
Las fuerzas centrífugas latentes en la sociedad española, y la indomable condición personalista del carácter, entraron en juego en cuanto los lazos coactivos del Estado fueron cortados por la espada. En general, los españoles participan vivamente en la emoción de lo nacional, representándoselo en formas y signos que hablan a su sensibilidad.
Del Estado perciben mucho menos, salvo cuando tropiezan con él en los servicios de la administración.
La reacción espontánea de los españoles, cada vez que el Estado, por unas u otras causas, ha caído en secuestro o invalidez, no ha consistido en acudir prestamente a restaurarlo, sino en suplantarlo, usurpando sus funciones.
Un ejemplo ilustre, entre otros, nos lo ofrece nada menos que la guerra de Independencia, en 1808. Cuando más necesaria era la unidad disciplinada, todo se descompuso en un desorden grandioso de iniciativas aisladas. Incluso para la defensa militar, la autoridad coordinadora vino del extranjero.
Esa facilidad para dispersar el esfuerzo, que algunos, con impropiedad, llaman anárquica, y el peligroso relieve de la autoridad personal (legítima o usurpada), a la que se subordina la eficacia de la función y la aceptación de la autoridad misma (de que hay ejemplos glorificados en la tradición y el arte españoles), no tienen nada que ver con las opiniones políticas dominantes en cada ocasión.
Estamos ante un rasgo natural, permanente, que debe tenerse en cuenta. No se puede gobernar contra el genio propio de un país, a no ser sometiéndole a mutilaciones horribles, como no se puede escribir contra el genio del idioma, a no ser estropeándolo con pedantería y barbarie.
Tener en cuenta aquella condición, no es doblegarse a ella; mucho menos, exaltarla como un recurso salvador.
Esta vez, en torno de los órganos del Estado, inerme, descoyuntado, se multiplicaron las iniciativas de grupos, partidos y sindicatos; de provincias y regiones, de ciudades; incluso de simples particulares.
Iniciativas rivales entre sí, que se estorbaban; pero estorbaban sobre todo a la acción eficaz del gobierno.
La situación, ya descrita, en cuanto a la defensa militar en los primeros tiempos de la guerra, se repetía en el terreno político y social. En realidad, eran la misma cosa, las dos caras de un solo hecho; y hasta solían ser las mismas personas.
Era difícil saber dónde se acababa el «miliciano» y dónde empezaba el «responsable» de un servicio público o de una empresa.
En el orden de la economía, esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos: asumiendo la dirección administrativa de grandes servicios públicos; creando cada sindical, servicios propios; sustituyéndose a los patronos en las empresas privadas. No por eso la unidad entre las sindicales llegó a establecerse; todo lo contrario.
Persistían las antiguas rivalidades y, dentro de cada sindical, las tendencias divergentes. En el orden político, los brotes del genio improvisador y particularista se manifestaron en los gobiernitos locales (además de los que legalmente existían), formados para atender a los apuros más urgentes de una provincia. Casi todos duraron poco.
Solamente en la zona norte (País Vasco, Santander, Asturias) hubo, además del gobierno vasco, un gobierno en Santander, que contaba incluso con un ministro de Relaciones Exteriores; y en Asturias, estando la provincia a punto de perderse, los dirigentes políticos erigieron un «gobierno soberano», nada menos, que desató una campaña terrible contra el gobierno de la República, echándole la culpa de aquel desastre.
Este movimiento, muy complejo, que no obedecía al principio a ninguna consigna, fue definiendo sus objetivos en la prensa, en los meetings, en las resoluciones y proclamas de quienes lo representaban, como si poco a poco adquiriese conciencia de su fuerza.
Tenía objetivos inmediatos, y otros, más lejanos, para el día de la victoria. Ninguno de ellos coincidía con los objetivos y los deberes del gobierno.
Objetivos inmediatos: derrotar al «fascismo internacional», arrancar a la República todas las reformas que, en plena vigencia de la democracia, nadie había prometido y que era imposible conceder.
El cristal de aumento de la exaltación popular amplió desmesuradamente los fines de la defensa de la República. No se contentaba con dominar el alzamiento, restablecer el orden y el funcionamiento normal del Estado (objetivos del gobierno).
La consigna de derrotar al «fascismo internacional», sumamente impolítica, era a todas luces irrealizable.
No lo era menos, aunque pareciese al alcance de la mano, la de aprovechar la coyuntura para romper los límites que el régimen republicano había señalado a sus aspiraciones.
En 1935, preparando la campaña electoral, repetí muchas veces, ante auditorios inmensos:
En nuestros conflictos políticos, la República tiene que ser una solución de término medio, transaccional, y la válvula de seguridad contra sus desaciertos es el sufragio universal. Lo que se pierde en unas elecciones, puede recuperarse en otras. Nada duradero se funda sobre la desesperación y la violencia.
La República no puede fundarse sobre ningún extremismo. Por el solo hecho de ser extremismo, tendría en contra a las cuatro quintas partes del país.
Esta doctrina se imponía con más fuerza aún en tiempo de guerra (guerra contra la República, precisamente), que en tiempo de paz.
Introducir motivos secundarios, particularistas (de región, de partido o de clase), en la resolución de defenderse contra el alzamiento, equivalía a hacer trizas la base de la disciplina común, a poner en discusión la utilidad, la recompensa del sacrificio de cada uno en beneficio de todos.
El día en que el republicano, el socialista, el comunista, el burgués y el proletario, el catalán, el vasco y el castellano no pudieran dar una respuesta unánime a la pregunta: ¿Por qué nos batimos?, la República estaría perdida.
Antes de que los gobiernos, recuperando los resortes del mando, emprendieran la obra de redressement de que hablaré en otra ocasión, y durante el curso de esa misma obra, los efectos de aquella disolución de la unidad de miras aparecieron claros, no sólo en el juicio de las personas desapasionadas, sino en la experiencia.
En cierta ocasión, el comité nacional de la CNT me pidió audiencia. Venía a quejarse de que el gobierno perseguía a la CNT, de que el partido comunista pretendía avasallarla o destruirla. «Si no se respeta — dijeron — lo que la CNT representa, si hemos de someternos a un partido nuevo en España, preferible es que se hunda todo. ».
Cuando las diferencias entre el gobierno de la República y el gobierno catalán pasaban por una fase aguda, un político barcelonés, republicano, me dijo: «Los catalanes no saben ya por qué se baten».
En otro momento hablaré del mismo estado de espíritu en el País Vasco.
Tiempo antes, un ministro del gobierno catalán", miembro del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), decía en un meeting de Barcelona: «Nosotros no nos batimos para hacer una República que le guste al señor Azaña».
¡Muy bien! Losamigos del orador habrán ya comprendido, un poco tarde, su equivocación. Y no porque hubieran de aceptar una República cortada por un patrón de mi gusto (siempre hemos estado lejos de ello, en guerra y en paz), sino porque mis puntos de vista, tantas veces explicados y recomendados en público y en privado, no eran personales, sino los del régimen, únicos que podrían dejar a salvo su respetabilidad, lo mismo si ganaba que si perdía la guerra.
En cuanto a los objetivos lejanos, ya mentados, se manifestaban, por el momento, en una operación táctica, preventiva: ocupar en el Estado, en la economía, en la dirección de la guerra y de la política las posiciones necesarias para ser el más fuerte el día de la victoria.
Consecuencias de esta táctica:
*.- Primera, política de absorción y acaparamiento de funciones;
*.- Segunda, hostilidad, a veces despiadada, de unos partidos (y de unos sindicatos) contra otros.
Descarto de esa táctica a los republicanos en general.
Lejos de practicarla, la han padecido.
En ciertos momentos, por lo que ocurría en el territorio ya ocupado por los «nacionalistas», por los vientos que soplaban en el nuestro, pareció que, ganándose o perdiéndose la guerra, en ningún caso  podrían los republicanos vivir tranquilos en España, con o sin República.
Del partido socialista, trabajado internamente por antiguas tendencias discordantes, por otras, novísimas, y por incompatibilidades personales inextinguibles, no sería justo incluirle todo entero en aquella táctica.
Por otra parte, los socialistas han asumido desde septiembre del 36, la mayor responsabilidad del poder.
Cualquiera que fuese su representante principal en el gobierno, tenía a su disposición el reparto de las gracias, de la protección oficial, y su problema político inmediato consistía, en ese particular, en decidir cuáles, con quién y en qué medida las repartiría.
Es también evidente que si la República se hubiese salvado bajo un gobierno de dirección socialista, el partido —acertando a resolver discretamente sus querellas domésticas, y restaurada su tradición democrática— habría encontrado naturalmente en la política una situación indisputable.
Con la excepción y las salvedades hechas, todos los partidos, nacionales y regionales, usaron, más o menos descaradamente, de aquella táctica.
Ser el más fuerte el día de la victoria, significaba influir decisivamente en la estructura que se diese al Estado, y, por de pronto, conservar las situaciones de hecho adquiridas a favor de la guerra. Este propósito se formuló sin reservas, en un consejo de ministros, por uno de los más fervorosos mantenedores de las situaciones de hecho. El gobierno de la República no podía reconocerlas, ni legalizarlas.
La reconstrucción del Estado consistía precisamente en suprimirlas.
Los últimos conflictos políticos de la República surgieron a consecuencia o con ocasión de las rectificaciones logradas o intentadas.
Pero en los tiempos primeros, de un optimismo radiante, casi todas las cabezas españolas parecían iluminadas por una vocación mesiánica.
Si en el campo nacionalista venían a salvar la civilización cristiana en Occidente, los profetas del campo republicano anunciaban el nacimiento de una nueva civilización. ¡Terribles hipérboles, que prenden con facilidad en lo que el alma española tiene de visionaria!
Ni la civilización cristiana corría peligro, ni si lo hubiese corrido se salvaría con una guerra atroz, ni la España republicana estaba preñada de una civilización nueva.
¡Ya hubiera sido mucho que todo el país se adaptara a la existente!
La experiencia implacable repartirá sus lecciones a quienes más falta les hagan.
En cuanto al movimiento desordenado cuyos caracteres generales he descrito, que no llegó a coronarse con el triunfo de una revolución, no fue menester mucho tiempo para demostrar, por los resultados obtenidos, la urgencia de restaurar las normas de gobierno y de disciplina que nunca se infringen impunemente; menos que nunca en tiempo de guerra.